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Cuando Timothy llegó a casa a las cuatro, afortunadamente el yen había bajado a setenta y cuatro y Katherine se estaba bebiendo una copa de chardonnay en el jardín trasero. Ambas cosas lo animaron por igual. Con el yen moviéndose en la dirección correcta, quizá pudiera disfrutar del fin de semana largo con Katherine. Además, que se estuviera tomando una copa sola en lugar de esperarlo en casa como un gato que espera una madeja de lana para jugar indicaba que estaba de buen humor y que, posiblemente, el fin de semana saldría bien.

Deslizó la puerta corredera que daba al jardín y se colocó detrás de su mujer. Ella no se giró.

—Llegas tarde —dijo. Alargó el brazo, cogió la copa y bebió un sorbo de vino.

Timothy siguió la mirada de su mujer, para intentar averiguar qué estaba mirando. Fuera lo que fuera, debía de ser más fascinante que su marido, porque Timothy llevaba allí más de medio minuto y ella ni siquiera se había girado. Por desgracia, sólo vio un albaricoquero, que no tenía frutos porque, después de tantos veranos, ya era estéril, un macizo de césped artificial de sesenta dólares del Arestradero Nursery y grupos de piedras con trozos de musgo que el diseñador paisajístico les había garantizado que resultaba «interesante».

Suspiró. Dejó el maletín en el suelo de pizarra del jardín. Se inclinó y le dio un beso en el cuello a Katherine.

—Feliz aniversario —dijo.

Al final, ella se giró y lo miró.

—Te has acordado.

—Bueno —admitió él—. Llamaste al despacho para recordármelo.

—Pero eso fue hace horas —dijo ella. Hablaba con un tono alegre y dibujaba una cálida sonrisa, como si de veras estuviera encantada.

—No he comprado flores —dijo mientras suponía que avisarla ahora sería mejor que la decepción posterior—. Y tu regalo… te lo daré este fin de semana, en Big Sur.

—Qué espontáneo —dijo ella. No lo dijo en tono acusativo ni tampoco en tono enfadado. Sólo sonó a decepción. Sería un epitafio idóneo para su lápida, pensó Timothy:

Katherine Van Bender

1958-

Decepcionada

Al principio, las cosas fueron distintas. Se conocieron mientras Timothy estudiaba en Yale y Katherine en Smith. El de Timothy fue el primer curso mixto de New Haven pero, después de las primeras alegrías por las posibilidades que conllevaría una clase mixta, él y sus amigos no tardaron en quedar desencantados por la idea. Las mujeres que entraban en las universidades de la Ivy League en aquella época eran seleccionadas, desgraciadamente, por sus resultados académicos y por su capacidad intelectual, no por su belleza o su posición social. En cambio, las chicas de la cercana universidad de Smith, con su aspecto cuidado, su carácter alegre y la tradición de atrapar a hombres de Yale, estaban más dispuestas a complacerlos. Así pues, con los años, Timothy y sus amigos empezaron a desplazarse hasta allí con regularidad, a veces incluso una o dos veces al mes, para ir a alguna fiesta o para disfrutar de una prometedora cita doble o triple.

Y así es cómo conoció a Katherine. Su amigo Chauncey y él condujeron los noventa minutos hasta Northampton un fin de semana porque un amigo les había prometido que celebrarían una fiesta fuera del campus de Smith que se recordaría durante años. Y aunque Timothy todavía hoy se acordaba de aquel fin de semana, no era por la fiesta. Aquella noche llovió a cántaros, superando todos los registros anteriores de Nueva Inglaterra. Cuando al Olds de Timothy se le pinchó una rueda en mitad de la autopista 10, le insistió a Chauncey para que se quedara en el coche.

—No tiene sentido que acabemos empapados los dos —dijo, aunque por dentro deseaba que Chauncey sintiera lo mismo y fuera más rápido que él al abrir la puerta.

Sin embargo, su compañero de habitación demostró ser bastante lento, así que arrodillado junto a un gato en la cuneta de una oscura carretera de Massachusetts, con la chaqueta chorreando y el pelo empapado, Timothy cambió la rueda por la de recambio. Treinta minutos después, con los zapatos empapados y con la camisa helada pegada al pecho, Chauncey y él encontraron la casa de la fiesta. Al cabo de media hora, Timothy decidió que estaba abatido. Tenía frío e iba calado hasta los huesos y, cuando caminaba, parecía que llevaba esponjas en lugar de zapatos.

Se marchó de la fiesta y fue hasta un restaurante donde podría entrar en calor con un café caliente antes de regresar a la fiesta a recoger a Chauncey y volver a casa. Y fue allí donde la vio. Estaba sentada a su lado, en la mesa contigua… sola, tomándose una taza de chocolate caliente mientras leía un libro (Rebeca de Daphne du Maurier). Estaba claro que era una chica de Smith: la ropa (falda hasta la rodilla y camisa con cuello en pico) sugería revolución, pero de la pacífica, de buen gusto y adinerada, como si los revolucionaros hubieran tomado la Bastilla sólo para imponer una cubertería menos recargada. Era rubia, tenía pecas, no llevaba maquillaje, llevaba la manicura impecable y la raya en el medio con algunos mechones recogidos con un pasador.

La diferencia con las demás chicas de Smith que Timothy había conocido hasta ahora era que, en lugar de bajar la mirada tímidamente y seguir leyendo, ella levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos, con la cabeza ladeada como si estuviera pensando algo importante. Y entonces, sin interrumpir el contacto visual, dijo:

—Pareces totalmente abatido.

—Estaba abatido —dijo Timothy, y entonces puso en práctica su habitual sonrisa para derretir las defensas de las chicas de Smith—. Hasta hace treinta segundos.

—Dios mío —dijo ella, devolviéndole la sonrisa—. Es la peor frase para ligar que he escuchado en mi vida.

Aquel primer encuentro resumía a la perfección cómo era Katherine: directa, lista, extrovertida, pero con un carácter fuerte y la capacidad de ponerlo en su sitio sin previo aviso.

Esa noche, ella lo llevó a su apartamento (algo muy atrevido, pensó Timothy mientras seguía su coche) y le ofreció una camiseta y unos pantalones cortos de hombre (del que jamás conoció la identidad). Él esperaba otra cosa, un beso, o quizá más, pero ella puso fin a esa fantasía enseguida cuando, mientras le daba la ropa seca, le dijo:

—No te la quitarás en toda la noche.

Sin embargo, lo dijo con una sonrisa, y Timothy no necesitó más. Quizá fue en ese mismo momento cuando decidió que aquella mujer lo había encantado. Era un misterio, en ella no había nada fácil, en todos los sentidos de la palabra. Cada aspecto de su carácter era peculiar, desde su dicción (pronunciaba cada sílaba y parecía una mezcla de Katherine Hepburn y la reina Isabel) hasta sus rasgos (en conjunto, eran bonitos pero, de uno en uno, eran extraños: una nariz demasiado aguileña, una barbilla muy prominente, de modo que cuando caminaba parecía la proa de un barco). Incluso su clase social era un enigma, y estas cosas eran importantes para los hombres como Timothy; vestía, hablaba y se comportaba como si fuera de clase acomodada pero, de vez en cuando, daba un traspiés y era como si, por un segundo, la preciosa heredera en el baile de gala se agachara y dejara ver un viso roído.

Timothy todavía recordaba uno de esos incidentes. Sucedió al principio de su noviazgo, una tarde que fueron al Metropolitan de Nueva York. Pasearon de la mano por la galería de las pinturas al pastel y se detuvieron ante el retrato del conde de Bougainville de Ducreux. Katherine leyó en voz alta la placa que había junto a la pintura pero, en lugar de pronunciar el nombre correctamente («Bu-guen-vil»), lo dijo en un francés horrible; dijo: «Bou-gain-vi-lle», como si fuera un restaurante de mala muerte en Little Italy con los manteles rojos y blancos.

Y lo más extraño de todo, algo que Timothy recordaba incluso después de veinte años, no fue el francés incorrecto de Katherine, o que quizás estaba más acostumbrada a leerlo que a hablarlo, sino el hecho de que él insistiera en corregirla allí, en público, con otros visitantes a su lado, escuchando.

—Es «Buguenvil» —dijo, con un francés perfecto y, aunque sonrió mientras lo dijo, enseguida se arrepintió porque los dos sabían que era un ataque, una manera muy sutil de ponerla otra vez en su lugar. Después se preguntó qué le había llevado a corregirla. Y al final decidió que había sido culpa de ella; que, como por lo general cedía tan poco (era como una de esas montañas totalmente verticales que no daban opción a los escaladores, que no tenían dónde agarrarse), él sentía la necesidad de rascar cuando se le presentaba la extraña posibilidad de hacerlo.

Además, era la oportunidad para recordarle a Katherine que, aunque fuera un enigma encantador, una chica bonita con ingenio y muy cautelosa, que vestía bien y se comportaba con educación, él seguía siendo un Van Bender y que venía de una familia cuya clase se había transmitido durante generaciones y no era algo que hubiera aprendido en una universidad femenina de Massachusetts, en cursos de treinta y dos créditos al año.

Aquel día en el museo, cuando Timothy dijo: «Es “Buguenvil”», ella apretó los labios y puso una cara que, al menos a los demás visitantes, pareció una sonrisa, pero él sabía que le había hecho daño. Katherine no dijo nada más en toda la tarde.

¿Era posible que aquello fuera una primera señal? ¿Debería haber sabido entonces que su matrimonio no sería fácil?

Más tarde aparecieron otras señales. La víspera de la boda tuvieron su primera discusión seria, aproximadamente al mismo tiempo que empezaban a llegar los invitados que venían de fuera de la ciudad. Estaban en Menlo Park, en casa del padre de Timothy, en el estudio de la primera planta. Las dos familias estaban abajo, sentándose en la mesa. La familia de Katherine había llegado de Boston esa misma tarde: sus padres, su hermana e incluso su abuela, que en aquel momento tenía casi noventa años, y decenas de invitados. En el jardín trasero, se habían instalado dos carpas de tela blanca y verde para la fiesta del día siguiente.

Allí, en el estudio, Timothy le pidió que firmara un acuerdo prematrimonial.

Le explicó que serviría para proteger los intereses de su familia en el poco probable caso de que su matrimonio terminara en divorcio. Era una cosa de su padre, no suya, pero seguro que lo entendía.

Pero Katherine no lo entendió.

Desde abajo les llegaban los sonidos de toda la actividad previa a la cena: ruido de sillas, el tintineo de los cubitos de hielo en los vasos, risas fuertes y voces. De fondo, la televisión retransmitía un partido de béisbol de la temporada veraniega.

Arriba, Katherine estaba mirando el acuerdo prematrimonial de una sola página. Lo giró y comprobó que por el otro lado no había nada.

—Sólo es una página, Katherine —le dijo él.

—No me importa lo largo que sea —respondió ella—. Esto no es una sociedad empresarial. No se trata de eso.

Timothy tardó quince minutos en calmarla, y luego ella firmó el acuerdo con sus finos y pecosos labios tan apretados que estaban blancos. Después de aquello, ninguno de los dos volvió a mencionar el acuerdo prematrimonial, en veinte años.

A veces, a Timothy le sorprendía que hubieran permanecido casados tanto tiempo. Con los años, Katherine parecía triste tan a menudo que le extrañaba que no se hubiera marchado una tarde, mientras él estaba en el trabajo, sin dejar una nota o despedirse. Se imaginaba la escena: él vagando por la casa, con el maletín en la mano mientras entraba y salía de todas las habitaciones, gritando su nombre y preguntándose: «¿Habrá ido a comprar? ¿Estará en casa de Ann Beatty al final de la calle?». ¿En qué punto se daría cuenta que jamás regresaría? ¿Sería consciente de ello la primera noche que pasara sin ella? ¿El primer amanecer sin ella?

Timothy descubrió el secreto que los recién casados tardan años en descubrir: la manera de asegurarte un matrimonio duradero es fantasear con que se acaba. Había intentado imaginarse, muchas veces, su vida sin Katherine. En ocasiones, lo hacía cuando se enteraba del divorcio de algún viejo amigo, una información que siempre divulgaba un colega que chasqueaba la lengua, víctima de los celos. En ocasiones le venía a la mente mientras estaba sentado en la oficina y dejaba volar la imaginación, y se daba cuenta de que Tricia Fountain, con su cuerpo de veintitrés años, estaba a escasos metros, y siempre tan dispuesta. Barajaba distintas posibilidades: ¿Qué haría cuando fuera soltero? ¿Saldría con muchas mujeres? ¿Vendería la casa de Palo Alto y se mudaría a un piso más pequeño, una especie de refugio de soltero, quizá cerca del campus de Stanford, con los cientos de universitarias bronceadas? ¿Saldría con Tricia? ¿Y con la camarera oriental ágil y esbelta del Tamarine, que siempre le sonreía cuando Katherine estaba de espaldas?

¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que fuera aceptable que lo vieran con otra mujer? ¿Podría llevar a una novia nueva al Circus Club? ¿Sería capaz de ir a jugar a golf cada sábado y salir a navegar cada domingo sin sentirse culpable?

Sin embargo, esas fantasías, que al principio eran tan atractivas, enseguida resultaban aburridas. Se imaginó pasando algún tiempo con Tricia. Después del sexo, ¿qué harían? ¿De qué hablarían? ¿Con qué otra mujer que no fuera Katherine le gustaría hablar? ¿Quién se enfrentaría a él verbalmente? Y finalmente se preguntaba quién evitaría que se le subieran los humos y le recordaría que debía donar dinero a la Iglesia con una frase tan lapidaria como: «¿Qué sería de todos nosotros sin el Señor?».

¿Con quién pasaría su tiempo? ¿Quién soportaría sus defectos, su arrogancia y su egoísmo, y luego se burlaría de ellos? ¿Quién se reiría de la cojera de su pierna izquierda, burlándose de él en frente de los amigos haciendo referencia a su «herida de guerra de Vietnam» cuando, en realidad, la herida se la había hecho hacía treinta años en una pista de squash de Yale? («Venga, Gimpy —le decía, utilizando ese apodo—. Explícales qué te pasó en la pierna en aquellos arrozales»).

¿Quién le recordaría qué le gustaba y qué no cuando pedían en los restaurantes? ¿Quién hablaría con él de trabajo, le aconsejaría cómo tratar a un inversor quisquilloso o lo animaría después de una bronca con su padre? ¿Quién le haría la maleta la víspera de un viaje? ¿Y con quién se quedaría en la cama, a oscuras, hablando de nada en particular, de los últimos cotilleos del vecindario, de la pareja que se había mudado a la casa del final de la calle, de a quién le habían denegado el permiso de ampliar la casa, de qué chaval se había vuelto adicto a la marihuana en Wesleyan o de quién había destrozado el coche en la autopista 101, pero había salido ileso del accidente?

Las fantasías con su soltería, lejos de sembrarle dudas, siempre terminaban igual: hacían que estuviera más comprometido en su matrimonio y le recordaban que, a pesar de la amargura y la tristeza de Katherine, la quería más que a cualquier otra mujer y que, después de veinte años, sabía que jamás habría otra mujer en su vida y que había muchas posibilidades de que él muriera antes que su esposa, casado y muy enamorado de ella.

Y ahora, de pie detrás de Katherine en el patio, con las manos apoyadas en el respaldo de la silla, dijo:

—Es difícil ser espontáneo después de veinte años. Veinte años es mucho tiempo.

—¿Estás cansado de mí? —preguntó ella.

—Un poco —admitió él—. Pero de eso se trata, ¿no? Se supone que tenemos que cansarnos el uno del otro. Eso significa que has conseguido seguir casado. La emoción y los nervios son para los jóvenes.

—Timothy —dijo ella. Lo miró y entrecerró los ojos por el sol, que estaba justo detrás de él—. No sé si es lo más bonito o lo más terrible que me has dicho en la vida.

—Lo más bonito —se limitó a decir él—. Eres mi mujer y te quiero más que a cualquier mujer del mundo y vamos a pasar el resto de la vida juntos.

—Por Dios —dijo ella. Por primera vez, no respondió una ordinariez y aquellas dos palabras sonaron entrecortadas. A Timothy le pareció, aunque no podía estar seguro, que se le habían humedecido los ojos—. ¿Qué mosca te ha picado?

—¿Desde cuándo es ilegal estar enamorado de tu mujer?

—No es ilegal —dijo ella—. Sólo poco habitual.

—No sé tú —dijo Timothy—, pero en mi casa el matrimonio es para siempre.

—¿En la salud y en la enfermedad? —preguntó ella.

—Exacto.

—¿En lo bueno y en lo malo?

—Sí.

—¿En la riqueza y en la pobreza?

—Bueno, no exageremos.

Ella sonrió.

Cogió las manos de su marido y las apretó contra sus hombros. Era agradable sentir sus manos, ser un buen marido, aunque sólo fuera durante uno o dos minutos, y pensó que, quizás, el fin de semana saldría bien.