6
A pesar de los temores iniciales, Timothy disfrutó de lo lindo del fin de semana de la celebración del aniversario. A solas con su marido, lejos de casa y de las referencias familiares que le recordaban lo infeliz que era, Katherine era otra mujer o, mejor dicho, era la mujer que solía ser antes de que los años la agotaran. La ocasión sirvió para que Timothy recordara lo que le gustaba de ella: su punto de vista analítico, cómo calaba a las parejas que estaban al otro lado del salón y le explicaba su historia.
—Míralos —dijo, sentada en el restaurante del hotel, el sábado mientras cenaban—. Él la odia. Se nota porque no la mira. Se avergüenza de ella.
O:
—¿Ves a aquella pareja? Es su tercera mujer. Es demasiado joven para ser la primera y él la ignora demasiado para ser la segunda.
A Timothy le gustaba que su aspecto normal y sencillo la hiciera parecer más natural que las demás esposas del restaurante, así como que, lejos de casa, no se molestara en taparse las pecas con maquillaje. Le encantaba su sarcasmo, cómo se burlaba del pretencioso mensaje New Age del complejo hotelero, con el «menú del spa» que incluía una mascarilla orgánica de enzimas marinas («Caca de gaviota», le susurró a Timothy mientras la masajista le untaba la cara con aquello), y «Lecturas astrológicas» y «Análisis de la energía del color», que no tenían ni idea de qué era.
El sábado fueron de paseo a Point Lobos Parle. Dejaron el coche en un aparcamiento y caminaron unos trescientos metros hasta la playa. («Venga, Gimpy —le dijo ella por encima del hombro—. No permitas que esa herida de guerra te frene»). En la playa, se quitaron las zapatillas y pasearon por la arena, dejando tras de sí una hilera de huellas húmedas entre algas y medusas que se habían quedado atrapadas en la arena. La marea estaba baja y olía a sulfuro y a sal. Eran los únicos que paseaban por la arena.
La playa terminaba en un montículo rocoso, una sólida formación de piedras de unos treinta metros de altura que se adentraba en el agua. Había una señal que indicaba el punto de inicio de una ruta de senderismo. En ella se leía: «Precaución» y recalcaba el mensaje con el dibujo de un hombre balanceándose peligrosamente junto al precipicio.
Katherine siguió con la mirada el sendero hasta lo alto de las rocas.
—¿Puedes llegar hasta arriba del todo?
Timothy no estaba seguro de si le estaba tomando el pelo o se lo preguntaba en serio. En cualquier caso, salió a relucir su orgullo.
—Claro.
Siguieron el camino y empezaron a subir por las rocas. El camino era empinado, pero conforme avanzaban la pendiente era cada vez más pronunciada. A veces, ni siquiera parecía un camino, sino una serie de marcas para apoyar los pies en las rocas.
Al décimo paso, a Timothy le empezó a doler la rodilla. Miró hacia abajo y vio que sólo había escalado seis metros. Todavía le quedaban veinticuatro.
Aquella especie de escalones se terminó y llegaron a un camino de tierra muy sinuoso, un largo y vertiginoso pasadizo con una pesada cadena para evitar que los excursionistas cayeran por el acantilado.
Después de diez minutos, llegaron a la cima, a la parte plana del peñasco. Miraron hacia abajo. Treinta metros abajo el océano golpeaba las irregulares rocas de la base del acantilado, escupiendo grandes cantidades de espuma hacia el aire.
Se quedaron allí cinco minutos, en silencio, al borde del precipicio. Timothy, a espaldas de Katherine, la tenía bien agarrada, con las manos en las costillas. Observaron cómo el océano rompía contra las rocas y retrocedía.
—Es precioso —dijo ella, en voz alta, para que Timothy pudiera oírla por encima del ruido de las olas.
Le tomó las manos y se las llevó a la barriga. Se las apretó contra la carne.
—Vacío —dijo.
Timothy entendía perfectamente qué significaba aquella palabra. Representaba el mayor motivo de tristeza para Katherine: el hecho de que no hubieran podido tener hijos. Aquélla era otra extraña peculiaridad de Katherine, cuando veía algo bonito, en lugar de alegrarse, se entristecía, como si no pudiera permitirse un momento de paz, como si siempre necesitara recordar los episodios más terribles de su vida.
Habían intentado tener hijos varias veces. El primer aborto llegó a los tres meses de casados. Querían volver a intentarlo. Un año y medio después, sufrió el segundo aborto, esta vez cuando ya estaba de cuatro meses. Se quedó destrozada. Todas las mujeres de su entorno (en la iglesia, en las reuniones de antiguas alumnas de Smith, en el supermercado) ya tenían hijos. Algunas incluso ya iban por el segundo y las cenas se convirtieron, de repente, en reuniones de madres donde la conversación giraba en torno a temas que Katherine desconocía: dientes de leche, primeros pasos, guarderías, pediatras, celos entre hermanos.
Pasó otro año y Timothy la convenció para volver a intentarlo. Esta vez, cuando llegó al sexto mes de embarazo pensaron que lo conseguirían. Incluso decidieron los nombres: si era niño, Connor, como su abuelo, y si era niña, Lisa, como su abuela.
A finales del sexto mes, Katherine estaba convencida de que sería niño, lo sentía, y Timothy y ella hablaban de Connor, se imaginaban qué aspecto tendría, se lo imaginaban en la escuela, y luego, como adolescente. Tuvo el aborto el día antes de cumplir los siete meses. El niño nació sin vida.
Katherine se quedó en casa durante un mes, se negó a recibir visitas y rechazaba cualquier compañía. Timothy cuidaba de ella lo mejor que podía, pero no sabía qué decir, no sabía si lamentarse con ella o si restarle importancia a la tragedia, si estar triste o ser fuerte. De modo que no hizo nada y esperó a que la tristeza de su mujer desapareciera.
Y, con el tiempo, así fue. Cuando Timothy asumió que no tendrían hijos, al principio se quedó un poco decepcionado, pero aquel sentimiento pasó. Se dio cuenta de que, en el fondo, se sentía aliviado: de que no fuera culpa suya, de que pudiera seguir con su vida, ir a la oficina, trabajar seis horas al día, viajar a Nueva York para reunirse con inversores, jugar a tenis en el Circus Club los fines de semana y viajar a St. Bart una vez al año… sin tener que cargar con niños.
Al principio, hablaron de acudir a algún especialista en fertilidad o de adoptar, pero Katherine desechó las ideas y dejó de hablar del tema de los hijos para siempre. Pronto el asunto quedó olvidado, no se comentó, pasó a engrosar la lista de decepciones de su matrimonio que estaban encerradas en el desván.
—Precioso —asintió Timothy, mientras los dos observaban cómo el océano rompía contra las olas—. Y te quiero —que era lo único que podía decirle cuando era consciente de su tristeza.
Esa misma noche, en la habitación del hotel, tenían unas horas libres antes de cenar. Katherine le sugirió a Timothy que bajara al spa para que le dieran un masaje, «para que te alivien el dolor de esa rodilla de soldado», le dijo. Timothy le respondió que deberían ir juntos, pero ella insistió en quedarse en la habitación, sola.
—Me quedaré aquí tranquila un rato —dijo.
Él no protestó. Agradecería un par de horas de soledad. Mientras caminaba por los jardines del Ventana Inn, siguiendo las señales del spa, intentó imaginarse qué aspecto tendría su masajista.
Decidió que sería una joven sueca: alta y con las manos fuertes. Que hablara un poco de inglés era algo secundario.
Así que su decepción fue considerable cuando la recepcionista le dijo que, como no tenía reserva previa, en esos momentos sólo había una persona libre: un caballero llamado Tony.
Puede que fuera un caballero, pensó Timothy mientras estaba tendido desnudo bajo las poderosas manos de Tony, pero sólo si ahora de repente los pandilleros se dedicaban a abrir la puerta de los coches a las damas. Tony era un negro muy corpulento, apuesto y musculoso. A pesar de su aspecto impecable, tenía una cicatriz alargada en la mandíbula, como un largo párrafo lírico escrito en Braille. Timothy se dijo que, seguramente, no era una herida relacionada con la profesión de masajista.
Sin embargo, después de la incomodidad inicial de estar desnudo ante un hombre que lo estaba tocando, y al que posiblemente habían atacado con una navaja, no tardó en relajarse y se sorprendió cuando, cincuenta minutos después, Tony lo despertó al final de la sesión.
—Espero que le haya gustado, señor Van Bender —dijo.
—Mucho —dijo Timothy—. Menudas manos que tienes —se dio cuenta de que aquella frase podía sonar como un devaneo homosexual y añadió—: Mucho mejores que las de mi esposa.
Tony sonrió. Con la mirada le dijo: «No te hagas ilusiones».
—Tómese el tiempo que necesite para vestirse —y salió de la habitación.
Timothy se vistió, volvió a recepción y cargó el masaje a la cuenta de su habitación. Dejó un billete de cincuenta para Tony en un sobre pequeño.
Después volvió a la habitación.
Mientras caminaba por los jardines, empezó a silbar un aria de Puccini y a agitar los brazos, saboreando la sensación de tener los músculos relajados y las articulaciones engrasadas. Llegó a la habitación. Giró la llave y abrió la puerta. Katherine estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas, de espaldas a la puerta. Estaba inclinada hacia delante, escribiendo en su diario, una libreta gruesa, con las tapas de piel y las páginas con los bordes dorados. Siguió escribiendo y lo ignoró por completo.
Katherine era una concienzuda escritora de diario. Desde que la conocía, siempre mantenía el mismo extraño ritual: recogía escrupulosamente los acontecimientos de cada día, sus sentimientos, sus anhelos, y todo con una letra diminuta y con las líneas muy juntas que, para leerla, prácticamente se necesitaba una lupa. A veces, después de una discusión con Timothy, se encerraba en su habitación como una adolescente huraña y se ponía a escribir. Un día, cuando llevaban dos años casados y Katherine se había marchado a hacer recados, Timothy abrió su armario y contempló la perfecta pila de diarios, los volúmenes de piel idénticos apilados en filas obsesivas, entre jerseys viejos y bolsos, y no pudo resistirse. Con mucho cuidado, cogió el de arriba de todo, lo abrió por una página al azar y leyó.
Fue una experiencia muy extraña: primero, por lo aburrido que era, por los detalles obsesivos. Lo que había comido («Para desayunar: muesli y leche desnatada; medio pomelo, una tostada de pan de trigo; mermelada»), lo que se había puesto («vestido de flores de Ralph Lauren; sombrero de paja»), dónde había ido, a quién había visto por la calle («He visto a Betty en Gristede; después he saludado a Nancy Stanton en el aparcamiento»). Sin embargo, intercaladas en aquel catálogo monótono, había sorprendentes y reveladoras observaciones que resaltaban e iluminaban las páginas como un rayo en una noche sin luna. Recordaba un párrafo en particular sobre un incidente que sucedió la noche que fueron a la ópera de San Francisco en coche: «Cuando el policía nos hizo parar en el arcén, Timothy le sonrió e intentó sobornarlo. Lo hizo con su habitual encanto, de modo que apenas podía interpretarse como un soborno. Por supuesto, es algo típico en él. ¿Por qué se cree que está por encima de todas las reglas, que puede salirse siempre con la suya, que las leyes del universo no son aplicables a su persona? Supongo que a la gente que trabaja con él les debe proporcionar tranquilidad ver al mando de todo a este hombre capaz de navegar por el mundo sin que nadie se lo impida. Pero, sinceramente, a mí me da asco». Subrayó aquellas palabras dos veces, tan fuerte que atravesó el papel de vitela con el bolígrafo.
Cuando leyó aquel párrafo, se quedó aturdido. Recordaba el incidente, cuando había logrado librarse de una multa por exceso de velocidad. Le sorprendió comprobar que él lo recordaba como un pequeño logro, una victoria de su desenvoltura y capacidad de mantenerse tranquilo cuando estaba bajo presión. Le sorprendía que su mujer tuviera otro punto de vista, que lo percibiera como algo horrible. Cerró el diario y lo dejó encima del estante. Procuró dejarlo exactamente como se lo había encontrado: torcido de un lado, sin seguir la línea recta de los demás y con la manga de un jersey amarillo apoyada en la tapa de piel del libro.
¿Cómo había descubierto ella que había leído el diario? Timothy nunca lo supo pero, de alguna manera, Katherine lo descubrió. Cuando llegó a casa, se sorprendió de encontrarlo en la cocina. Subió a la habitación, pero enseguida bajó, colorada como un tomate y con una vena de la frente hinchada.
—¿Cómo has podido hacerlo? ¡Es lo más despreciable que has hecho jamás! —soltó. Y luego, más calmada, en un tono de amenaza añadió—: ¡Y sé que has hecho muchas cosas despreciables!
Timothy se negó a admitir que había leído el diario. Katherine lo estaba poniendo a prueba, quería que se declarara culpable, pero él sabía que, con lo enfadada que estaba en ese momento, cualquier asunción de culpabilidad o cualquier titubeo sólo empeoraría las cosas. Se mostró implacable: no tenía ni idea de qué lo acusaba.
Al final, ella meneó la cabeza.
—Típico —dijo, como si supiera la página exacta que Timothy había leído—. Muy típico.
Salió de la cocina y apenas le dirigió la palabra en días. Él siguió fingiendo estar ofendido (¿Cómo podía acusarlo en falso de algo tan ruin?), pero sus quejas resultaron poco convincentes. Sólo quería que aquel tema quedara zanjado.
Y, con el tiempo, así fue. Pero jamás volvió a leer sus diarios. Tenía miedo, miedo de que Katherine tuviera algún tipo de sistema secreto para proteger sus libros, algún tipo de señales con cabellos, rastros de polvo de talco o luz ultravioleta. Pero, sobre todo, tenía miedo de lo que pudiera leer, de que quizá el párrafo que había leído sólo fuera el principio, la obertura de una sinfonía mucho más grande. Se dio cuenta de que, a veces, es mejor no saber la verdad.
Ahora, en la habitación de hotel de Big Sur, se acercó a ella. Estaba claro que lo había oído entrar, pero siguió escribiendo en el diario, tranquilamente, sin dejarse amenazar por su presencia. Cuando terminó de plasmar su pensamiento, subrayó una palabra y escribió un punto final. Dejó el bolígrafo y cerró el diario con suavidad. Lo dejó en la cama a cierta distancia de ella. Al final, se giró y miró a Timothy por encima del hombro.
—¿Cómo ha ido el masaje?
—Bien —respondió él.
—¿Era guapa?
—¿Quién?
—La masajista.
Timothy dijo:
—Sí, era guapa.
Katherine asintió. No esperaba menos. Timothy se sentó a su lado. Con su peso, hundió el colchón y el diario resbaló hasta que chocó contra su muslo. Con cuidado, lo apartó, procurando no tocarlo demasiado, como si fuera un arma cargada.
—Pero a ti te quiero más, Katherine. Te quiero más que a la guapa masajista sueca. Te quiero más que a mi atractiva secretaria. Te quiero más que a nadie. Te quiero.
—Timothy —dijo ella. Lo miró con una expresión muy extraña. Él no pudo descifrarla. Por un momento, le pareció de pena. Y luego se dio cuenta de que había algo más: ¿arrepentimiento, quizá? Pero no. Timothy concluyó que era amor. «Es curioso— pensó. —Después de veinte años el amor es tan fugaz que ni siquiera eres capaz de reconocerlo en los ojos de tu mujer».
—Venga —dijo—. Arreglémonos para cenar.
Además de los masajes y los paseos, visitaron pequeñas galerías de arte, que Timothy dijo que era más lo suyo, porque no había que caminar tanto, donde compraron una campana de viento y dos cuadros acrílicos abstractos que a Timothy no le importaban en lo más mínimo, pero que Katherine estaba convencida de que quedarían bien en el salón una vez redecorado. Comieron en apartados restaurantes de la carretera, donde Timothy disfrutó saboreando ostras rebozadas con harina de maíz («Éstas no las encuentras en Palo Alto», comentó) y donde Katherine pidió grasientas hamburguesas, siempre poco hechas.
El domingo, el último día de las minivacaciones, pagaron la cuenta del hotel y decidieron visitar algunas galerías de arte más en la carretera 1 antes de seguir hacia el norte, hacia Palo Alto. En la galería Crabbe, Katherine encontró una escultura que le gustaba, y Timothy se ofreció a comprársela. Era otra pieza abstracta: dos piezas de mármol en forma de «U» que se cruzaban.
—Es perfecta para el recibidor —le explicó ella, y Timothy supuso que quinientos noventa y cinco dólares era un precio pequeño como broche final a aquel viaje tan agradable.
Mientras estaban junto al mostrador y el propietario de la galería les estaba envolviendo la escultura para el viaje, Katherine empezó a rebuscar en su bolso.
—Maldita sea —dijo.
—¿Qué pasa? —Timothy estaba firmando el recibo y no levantó la cabeza para mirarla.
—Las gafas de sol. He debido de dejármelas en la habitación.
Timothy intentó no hacer muecas y siguió mirando el recibo de la tarjeta. Ahora tendrían que volver atrás y conducir quince minutos más hacia el sur antes de volver a casa. Katherine los había obligado a añadir media hora más de viaje por un descuido.
—No pasa nada —dijo él, complaciente—. Volveremos y echaremos un vistazo.
Le dio al propietario el recibo firmado, y éste le dio el pesado paquete.
Katherine y él salieron de la galería y se dirigieron hacia el BMW.
Ella se detuvo y le tocó el codo.
—Dime —dijo él.
Ella sonrió.
—Todavía es el fin de semana de nuestro aniversario, ¿verdad?
—Claro —respondió él.
—Te has portado muy bien conmigo todo el fin de semana.
Timothy creyó que se estaba disculpando por haberse olvidado las gafas en el hotel.
—No pasa nada, Katherine —dijo.
—Entonces, ¿puedo pedirte una cosa más? —señaló al otro lado del aparcamiento, hacia otra galería de arte—. ¿Te importa si echo un vistazo allí?
—Pero tenemos que volver al hotel… —y entonces entendió lo que pretendía. Que él bajara al hotel a por las gafas de sol mientras ella seguía comprando en la otra galería. Luego la recogería y continuarían el camino a casa—. Ah, entiendo —dijo. El sol de agosto le estaba quemando la cabeza y la escultura envuelta que llevaba en los brazos pesaba mucho. Notó las primeras gotas de sudor en la nuca y se dio cuenta de que necesitaba orinar. Tuvo ganas de decirle: «¿Me tomas el pelo?», pero en lugar de eso, dijo—: Claro, ningún problema —y sonrió. Aquello era típico de ella, se dijo mientras caminaba hacia el coche. Siempre quería presionarlo más, poner a prueba sus límites, ver si podía convertir un agradable fin de semana, que Timothy había disfrutado de verdad, en una pelea. Pero decidió no morder el anzuelo—. Vuelvo enseguida —dijo. Rodeó el coche y se sentó en el asiento del copiloto.
—Timothy —dijo ella.
—¿Qué?
—La American Express. ¿Me la dejas? No me desmelenaré, lo prometo.
Metió una sudorosa mano en el bolsillo posterior de los pantalones y sacó la cartera.
—Claro —dijo. Le dio la tarjeta.
—Te quiero, Gimpy —dijo.
—Y yo a ti —respondió él. Se sentó al volante y se marchó.
Veinte minutos después, otra vez en el Ventana Inn, Timothy condujo hasta la entrada, debajo de la galería, donde había un cartel que decía: «Exclusivo para clientes». El botones, un chico simpático con cara de pan, se asomó a la ventanilla y dijo:
—¡Bienvenido al Hotel Ventana! ¿Llega hoy?
Timothy bajó del coche y meneó la cabeza cansinamente. Lo que más necesitaba en ese momento era ir al baño.
—No exactamente —le respondió—. Mi mujer y yo acabamos de marcharnos.
El botones se dirigió hacia la puerta del copiloto por si podía ayudar a bajar del coche a la señora. Pero no había nadie.
—No. No está… —Timothy no se esforzó en acabar la frase—. Me ha hecho volver porque se ha olvidado algo en la habitación y ha preferido quedarse de compras que venir conmigo —puso los ojos en blanco, como si quisiera decir: «Ya sabes lo duro que es estar casado, ¿verdad?», pero el botones lo miró inexpresivo. El matrimonio era algo remoto e hipotético para él, como alguna teoría original de la que hubiera oído hablar vagamente, pero a la que jamás había prestado atención—. Escucha —dijo. Abrió la cartera, sacó un billete de veinte y se lo dio al chico—. Tengo que ir al servicio y después iré a recepción. Deja el coche aquí un segundo, ¿de acuerdo?
—¡Sí, señor! —respondió el botones. No tenía ni idea de qué era todo aquello de las compras y el viaje, y lo del servicio, pero entendía perfectamente lo que significaba un billete de veinte.
—Tardaré sólo cinco minutos —dijo Timothy por encima del hombro.
Después de orinar se sintió mucho mejor, así que se dirigió hacia la recepción más animado. Aunque aquel estado de ánimo pronto se esfumó. Había una cola de ocho personas y los dos recepcionistas intentaban acelerar los trámites de los clientes que querían pagar la cuenta. Había una pareja que estaba discutiendo con uno de ellos; gritaban que les habían cobrado más llamadas locales de las que habían hecho, decían que era algo «absurdo» y amenazaron con que el hotel se arrepentiría de intentar aprovecharse de ellos.
De repente, Timothy también estaba enfadado. No iba a hacer esa cola sólo para buscar las estúpidas gafas de Katherine. Al fin y al cabo, eran de ella. Entonces, ¿por qué estaba él aquí buscándolas?
Además, unas gafas de sol no podían costar más de, ¿qué? ¿Doscientos dólares? ¿Cuatrocientos? No valía la pena enfadarse por eso. En los treinta años que llevaba viajando por todo el país, después de haber dormido, entrado y salido de infinidad de hoteles, jamás se había olvidado nada. ¿Por qué ella sí?
—Muy bien —dijo en voz alta. Salió del hotel y se subió al BMW.
Cuando llegó a la galería de arte, tenía una historia preparada: diría que había preguntado por las gafas en recepción y que incluso había sobornado a una mujer de la limpieza para que lo dejara entrar en la habitación, pero que no las había encontrado por ningún sitio.
Sin embargo, no necesitaría la historia. Katherine estaba en el aparcamiento, esperándolo. Debajo del brazo llevaba un cuadro enmarcado y envuelto en papel de periódico. En la cara, llevaba las gafas de sol.
Timothy detuvo el coche junto a ella. Ella se inclinó y apoyó los codos en la ventanilla.
—Vas a matarme —se dio unos golpecitos en la montura de las gafas—. Las tenía en el bolsillo.
Timothy meneó la cabeza.
—¿Estás enfadado?
—Sube —dijo él. No se dirigieron la palabra durante los primeros treinta kilómetros pero, cuando llegaron a Monterrey, Timothy decidió que ya había estado callado el tiempo suficiente y le preguntó qué le apetecía para cenar.