42
En el camino a casa, Timothy llamó a Frank Arnheim desde el móvil.
—El Chico va a joderme —dijo.
—Sí, a mí también me ha dado esa impresión —dijo Frank—. ¿Qué te ha dicho?
—Que va a decir la verdad.
—No pinta demasiado bien —dijo. Y luego añadió—: Tenemos que hablar de otra cosa.
—Dime.
—He mantenido una serie de conversaciones con John Allen, de Shearman y Sterling, el abogado de Pinky Dewer. Lleva lo de la demanda contra ti… ya sabes, la de veinte millones de dólares.
—Sí, creo que me acuerdo.
—Pues creo que tienen posibilidades.
—¿En serio?
—No digo que lo tengan hecho, pero tus acciones provocaron que Pinky no pudiera cerrar la otra operación, y puede reclamarte por los daños. Y eso sube más de veinte millones. ¿Tienes tanto dinero?
—Sí, debajo del colchón, en monedas de cinco centavos.
—Te lo digo porque creo que deberías intentar llegar a un acuerdo con ellos.
—¿Y qué les ofrezco?
—No sé. Un bonito número redondo.
—¿Cero?
—No ese tipo de número redondo. Quizá dos o tres.
—¿Millones?
—Sólo te lo digo. Y ahora, en cuanto a la CFTC, podemos intentar suplicar clemencia. Admitir tu culpabilidad, ofrecerte a compensar a los clientes y prometer no volver a trabajar nunca más en el sector. Seguramente, podrías evitar ir a la cárcel.
—¿Compensar? Frank, en total, mis clientes han perdido cincuenta millones de dólares.
—Bueno, es mejor que la cárcel.
Timothy no estaba tan seguro. Quedarse sin un centavo e ir a la cárcel le parecían dos opciones igual de malas. En la cárcel, al menos, si grababas suficientes matrículas, te podías comprar un paquete de cigarros.
—No lo sé —dijo.
—Pues ya tienes algo en qué pensar. Todavía quedan tres semanas para ir a declarar.
—¿Y ésa es tu poderosa estrategia legal? «No luches, admite tu culpabilidad». ¿Ésa es la conclusión colectiva de las mejores mentes legales de Perkins Cole?
—Algo así.
Timothy redujo la velocidad. Al fondo, vio su casa. Giró para entrar en el camino de pizarra.
Frank continuó:
—Mira el lado positivo. Las cosas ya no pueden ir a peor.
—Yo no estaría tan seguro de eso —dijo Timothy cuando vio el coche de la policía aparcado frente a su garaje.
—Detective Neiderhoffer, qué sorpresa tan agradable —dijo Timothy cuando entró en la cocina.
Neiderhoffer estaba de pie con el bloc de notas preparado. Tricia estaba sentada en la mesa con una sonrisa forzada.
—Le estaba preguntando a Tricia —dijo el detective— cómo se conocieron. Una historia muy romántica.
—Sí.
—¿Tiene unos minutos, señor Van Bender?
—Claro —Timothy dejó el maletín en el suelo y se sentó en una silla—. Si no lo conociera, creería que sospecha de mí.
—Mujer desaparecida, nueva novia —dijo Neiderhoffer—. Esas cosas…
—Desaparecida, no. Muerta.
—Pero no tenemos el cuerpo. De modo que no podemos determinar la causa de la muerte. Y ahí es donde la gente estúpida mete la pata. Le disparan a alguien y luego colocan la pistola en la mano de la víctima, pero se la ponen en la izquierda, cuando la víctima era diestra. O ahogan a la víctima en la bañera, pero luego la lanzan a la piscina, donde el agua tiene cloro. O golpean a alguien en la cabeza con un martillo y luego rocían la casa con gasolina y la queman. Y entonces, tenemos un fuego intencionado y un cráneo abierto. Sin embargo, si yo fuera una persona inteligente, pongamos por caso un licenciado en Yale con una mente privilegiada para los números y las finanzas, me libraría por completo del problema. Haría desaparecer el cuerpo y diría que ha sido un suicidio. Escuela del Engaño de Mies van der Rohe. Menos es más.
—¿Tienen muchos casos de asesinato, en Palo Alto?
—Uno o dos —Neiderhoffer sonrió—. Entre todos los huevos y la crema de afeitar en Halloween.
—Se lo aseguro, detective Neiderhoffer. Yo no maté a mi mujer.
Neiderhoffer lo miró, como si estuviera valorando el peso de esa afirmación. Al final, dijo:
—He hablado con Ann Beatty, que vive en esta misma calle. Era una buena amiga de su mujer, ¿verdad?
—No es mi mayor admiradora.
—Me lo dijo. Y también que, hará cosa de un año, su mujer le comentó que quería divorciarse. La señora Beatty incluso le recomendó su abogado. He visto su casa; supongo que el abogado en cuestión debe ser muy bueno. Por lo visto, cree que el acuerdo prematrimonial no era legal, puesto que se firmó pocos días antes de la boda. ¿Lo sabía?
—No —Timothy miró a Tricia.
—Ya me lo suponía.
—Creo —dijo Timothy muy amablemente— que voy a tener que dar por terminada la conversación.
—Claro. Como quiera —el detective cerró la libreta y sonrió—. No pasa nada.
Timothy se levantó y le ofreció la mano. Neiderhoffer se la dio.
—¿Le importa si le hago una última pregunta?
Timothy sonrió. Siempre una última pregunta.
Neiderhoffer continuó:
—Hay algo que me preocupa sobre la llamada que su mujer le hizo desde la playa. Bueno, es la parte crítica de la historia, ¿no cree? Le dice que se va a suicidar. Es la única persona a quien se lo dice. No deja ninguna nota, ni encontramos ningún cuerpo.
—Ya se lo dije. Puede verificar el registro de llamadas.
—Ya lo he hecho —dijo Neiderhoffer—. ¡Y quién lo iba a decir! Hay una llamada a su casa el martes por la mañana, como usted dijo. O sea, que eso encaja.
Timothy lo pensó. Sabía que el detective no iba quedarse contento con lo de que «eso encaja». Aquello tenía trampa. ¿Con qué iba a sorprenderlo ahora Neiderhoffer?
El detective dijo:
—Y entonces descubrí lo que no entendía. ¿Está en la playa, llamando? ¿Desde dónde? Allí no hay cabinas.
—Llamó desde el móvil —dijo Timothy. Intentó pensar deprisa, como si estuviera en un laberinto, probando suerte por cada pasillo, volviendo atrás y probando con otro. ¿Por qué era importante lo del móvil?
—Ya, eso me dijo la compañía de teléfonos. La llamada a su casa se hizo desde un móvil… el de su mujer. Como usted dijo.
—O sea, que no hay ningún problema.
Neiderhoffer asintió. Sin embargo, cuando habló, sus palabras no demostraban estar muy de acuerdo con eso.
—¿Sabe lo irónico de esa llamada? Que es la única prueba que tenemos de que su mujer todavía estaba viva cuando usted se despertó esa mañana.
—No le sigo.
—¿Dónde está su móvil?
Timothy dijo:
—¿Qué? —pero lo entendió enseguida.
—No había ningún móvil en el coche. Ni en las rocas del acantilado. No llevaba ropa cuando saltó, así que no tenía ningún bolsillo donde guardarlo. Si condujo hasta Big Sur, lo llamó desde la playa y se suicidó… uno esperaría encontrar su móvil por aquella zona. ¿Me entiende?
—Creo que sí.
—Porque esa llamada es lo único que demuestra que estaba a ciento cincuenta kilómetros de su mujer en el momento en que murió. Sin esa llamada. ¿Quién puede asegurar que ella no estaba con usted ese fin de semana? El botones no la vio en el coche. Nadie la vio en Palo Alto el domingo o el lunes por la noche. Usted dice que volvió a casa con ella, pero ¿y si volvió solo después de enterrarla en un bosque cercano a Big Sur? ¿Se fijó en aquellos enormes y desiertos bosques que hay por allí cerca?
—No.
—Son preciosos —dijo Neiderhoffer. Hizo una pausa, como si estuviera recordando una imagen de los preciosos bosques. Luego volvió a entrar en la cocina—. ¿Y si el lunes por la mañana estaba usted aquí y utilizó su teléfono para llamar a casa? Así podría demostrar que estaba viva cuando usted se despertó en Palo Alto. Sería un buen movimiento, ¿no cree?
Timothy estaba mareado.
—Pero puede descubrirlo. Cuando haces una llamada, la compañía de teléfonos puede localizarla.
—Hoy, sí. Con los teléfonos digitales. Si tuviera un teléfono CDMA, o un GMS, o un TDMA, sí que podríamos localizar la llamada. Si hubiera comprado un teléfono nuevo en los últimos cinco años, no habría problema. Ni siquiera estaríamos aquí sentados. Sin embargo, otra extraña coincidencia. Los dos conducían coches último modelo, y tienen los mejores televisores y la última tecnología. Pero el móvil de su mujer tiene cuatro años, es de los antiguos, analógico. No se puede localizar. Podría llamar desde esta cocina y nadie lo sabría. Pero usted no lo sabía, ¿verdad, señor Van Bender?
—No.
—Pues ya está. Supongo que con esto se ha librado, por decirlo de alguna manera.
Timothy meneó la cabeza.
—¿Hay algo —dijo Neiderhoffer— que quiera decirme? Ahora sería un buen momento.
El detective miró a Timothy con una expresión abierta y cálida.
—Yo no maté a mi mujer.
—Muy bien, señor Van Bender —asintió hacia Tricia—. Señorita Fountain. Que tengan un buen día —se giró y se marchó.
Después de ver alejarse a Neiderhoffer, Timothy volvió a la cocina.
—¿Cuándo ibas a decirme que hablaste con Ann sobre un abogado especializado en divorcios?
Tricia negó con la cabeza, muy deprisa.
—No, Timothy, yo no… No lo decía en serio. Sólo era hablar por hablar; un día vi a Ann y estaba enfadada y triste, no recuerdo por qué, y ella me tiró de la lengua, ya sabes cómo es, pero le dije que no, que no me interesaba.
—¿Y por qué no me dijiste nada?
—Porque —dijo Tricia— no había nada que decir. ¿Qué iba a hacer? ¿Crees que quiero acabar como Ann, sola en una casa enorme de Palo Alto, con la única compañía de un gato y la menopausia? No iba a divorciarme de ti.
—¿Hablaste con un abogado?
Ella meneó la cabeza, aunque sin demasiada determinación.
—¿Lo hiciste?
—Una vez. Sólo una. Fue una reunión de diez minutos. No fue nada. Sucedió antes de que enfermara. Meses antes. Sólo quería… quería ver si…
—¿Lo del acuerdo prematrimonial?
—No puedes culparme.
—¿Que no puedo culparte? ¿Es que no lo entiendes? Ahora la policía ya tiene un móvil para culparme. Creen que te maté.
—Bueno, podemos decirles que no lo hiciste. Es sencillo. No lo hiciste. Puedo demostrar quién soy.
Timothy se rió. Cogió una silla, la giró y se sentó con el pecho contra el respaldo, frente a ella. Se pasó la mano por el pelo.
—Lo dices en broma, ¿verdad? En primer lugar, suponiendo que se crean que eres mi mujer, suponiendo que podamos convencer al doctor Ho para que explique lo que está pasando, algo que no me parece nada probable, pero asumiendo que lo hagamos, ¿qué les decimos de Tricia? ¿Qué le hicimos una lobotomía sin su permiso? ¿No lo ves? O te maté o le hice algo terrible a ella. En ambos casos, salgo perdiendo.
Tricia alargó la mano y le tocó el hombro.
—Estás exagerando. No mataste a Katherine. Ni mataste a Tricia. Ésa es la realidad. Recuérdalo. No hay ninguna prueba que demuestre que hiciste cualquiera de esas cosas. Todo es circunstancial. El detective se dedica a lanzar el anzuelo, porque todo esto le parece muy extraño y no puede encajar las piezas. Pero ¿qué tiene? Nada.
—¿Y dónde está tu móvil?
—No lo sé —respondió Tricia.
—Fuiste a Big Sur esa mañana, subiste al acantilado y me llamaste desde un móvil. ¿Qué hiciste con él?
—Ya hemos hablado de esto. Ese día no era yo. Yo soy la copia. No tengo ni idea de lo que pasó ese día. Quizá tiré el teléfono al océano.
—Bueno, piénsalo un momento. Imagina que estás a punto de suicidarte. ¿Te tomarías la molestia de tirar el móvil al océano?
—No lo sé. Quizá.
Timothy meneó la cabeza.
—Me van a joder vivo. Y si yo caigo, tú caes conmigo —lo dijo como discurso para motivar una actuación conjunta, pero acabó sonando a amenaza—. Lo que quiero decir es que necesitamos inventarnos algo. Necesitamos un plan. No quiero seguir jugando a la defensiva.