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A las nueve y media de la mañana de un jueves, Timothy Van Bender descubrió que había perdido veinticuatro millones de dólares.
Y lo descubrió así: mientras abría la tapa de plástico del vaso de café, encima de la mesa para no mancharse los pantalones, levantó la mirada y vio al Chico en la puerta.
—Timothy —dijo el Chico, muy pálido—. ¿Dónde estabas?
No era una crítica, sino una llamada de socorro. El Chico estaba empapado en sudor. Iba arremangado hasta los codos, destrozando lo que debía ser una impecable camisa blanca.
Timothy bebió un sorbo de café y dejó el vaso en la mesa. Miró el reloj.
—Acabo de llegar. En la cafetería había una cola… —meneó la cabeza. Durante quince años, su ritual matutino había sido el mismo: llegaba al University Cafe a las 9.10 de la mañana, diez minutos después de la hora a la que el resto del mundo se suponía que entraba a trabajar. Y, durante quince años, este ritual le había funcionado: entraba, compraba un bollo y un café y se iba a su despacho. Sin embargo, el norte de California había cambiado mucho en los últimos años: ahora cualquier programador informático de veintidós años, melenudo y de dudosa higiene personal era millonario virtual y muchos empleados que hasta ahora trabajaban en cubículos minúsculos se habían convertido en ejecutivos que establecían sus propios horarios laborales. Y esto significaba que la cola que antes se formaba en la cafetería a las 8.55, ahora se producía a las 9.25, algo que traía consecuencias desastrosas para los verdaderos millonarios como Timothy, que había amasado su fortuna décadas antes de la explosión del fenómeno de Internet y cuyos activos no estaban invertidos en el etéreo mercado virtual de algún minorista de zapatos que pronto desaparecería, sino en un bien fungible como el dinero.
Timothy quería explicárselo al Chico, que tenían que hacer algo con la cola en la cafetería, o con el número de millonarios virtuales en Palo Alto, o con la edad a partir de la cual una persona podía empezar a decidir su horario laboral. Pero entonces se fijó en el brillo de la cara del Chico y la gota de sudor perfectamente ovalada que colgaba de su barbilla. Se quedó allí unos segundos y luego cayó al suelo de madera. Timothy decidió no decir nada.
El Chico miró por encima del hombro y cerró la puerta. Avanzó unos pasos hacia la mesa de Timothy.
—Tenemos un problema.
Timothy sacó el bollo de la bolsa de papel marrón. Desenvolvió el papel antiadherente, lo desplegó encima de la mesa como si fuera un mantel y cortó el bollo por la mitad con un cuchillo de plástico.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Timothy.
—El yen —dijo el Chico—. ¿No te has enterado?
Por cómo lo dijo, Timothy seguramente debería haberse enterado. Pero no era así. Vivía a diez manzanas, en una casa de Palo Alto muy cerca del trabajo. Su desplazamiento diario consistía en un recorrido en coche de noventa segundos y luego un rápido descenso hacia el parking del edificio donde estaba su despacho. No tenía tiempo para escuchar la radio ni las noticias.
—Explícamelo tú —dijo, sin admitir o negar que se había enterado.
—Se ha disparado. No había subido así desde… —sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Nunca había experimentado una subida como aquélla. Al menos, no en el tiempo que el joven de veinticinco años, con tres años de experiencia en el mundo de las finanzas, podía recordar.
—¿A cuánto está?
—No lo sé. La última vez que lo verifiqué estaba a setenta y cinco. Pero no se frena. El Banco de Japón ha anunciado que quizá compre sus propios bonos. Va a intentar reflotar la situación. Es una política nueva. El ministro de Economía ha convocado una rueda de prensa por sorpresa y, ¡por Dios!, no sé ni por dónde empezar.
Timothy estaba un poco confundido. Deflaciones, reflaciones… Comprar bonos, vender bonos. Era complicado entender cómo esas acciones, o simplemente su mención en las entrañas de un abarrotado edificio ministerial de Tokio, a casi diez mil kilómetros de allí, podían afectar a su vida en el soleado Palo Alto.
Timothy dirigía su propio hedge fund[1] sin preocuparse demasiado por lo que aquellos inescrutables japoneses, o cualquier otro, dijeran que iban a hacer. Tenía una filosofía sencilla que le hacía ganar dinero año tras año: compraba cuando los precios subían y vendía cuando bajaban. Era fácil. Y funcionaba en el 90 por ciento de los casos. No había otra forma de ganar en el mercado. Había mucha gente que trabajaba muy duro, que se fijaba en todo lo que la impresora escupía, que estudiaba todos los informes, que examinaba los comentarios en clave de los delegados de gobiernos extranjeros como depredadores. No, si no te preocupabas demasiado y no trabajabas en exceso, era muy fácil ganar dinero. Como decía el refrán: «La tendencia es tu amiga». Y: «Sigue la corriente».
—Mira, Chico —dijo Timothy. Se corrigió—. Jay. Escúchame. Sigue la corriente. Recuerda: la tendencia es tu amiga… —lo dejó ahí. Aquélla era una valiosa lección para el Chico, que necesitaba curtirse un poco más. Lo había contratado cuando se licenció en la Business School de Stanford. Jay Strauss era un judío brillante y moreno que iba bien vestido, con trajes hechos a medida y gemelos de oro y que, por lo visto, tenía la cabeza bien amueblada. Tenía una licenciatura en ciencias económicas de Harvard y, después de la universidad, había trabajado en Salomon Smith Barney, cuyo presidente, Smith Calhoun, era un antiguo compañero de Yale de Timothy, un buen tipo, sin olvidar que fue uno de los primeros que habían invertido en su fondo. Una cosa llevó a la otra y un día, mientras tomaban una copa en el Four Seasons, Smith dijo: «Tienes que conocer a este chaval judío; va a graduarse en Stanford; quisiera quedármelo yo pero, tal y como están las cosas aquí en Salomon, no sería correcto». Así que Timothy no tardó en tener a su segundo empleado a jornada completa.
El Chico hacía el trabajo duro. Se autodenominaba «el Cerebro», mientras que Timothy era «la Cara», el hombre que conseguía el dinero, que trataba con los inversores, con los demás despachos, con los ricos. A él se le ocurría una idea como, por ejemplo, atacar al yen japonés, y el Chico se encargaba de inventar cómo hacerlo, de decidir a qué brokers llamar y establecer el precio límite y de determinar el margen de maniobra que necesitarían. Timothy solía pensar que formaban un buen equipo, porque cada uno se dedicaba a lo que se le daba mejor: el Chico se encargaba de los números, y él, de las personas. Timothy lo miró para averiguar si la frase de que siguiera la corriente lo había apaciguado. Sin embargo, el joven parecía todavía más pálido y Timothy se dio cuenta de que estaba temblando.
—¿Cuánto hemos perdido? —le preguntó.
—Veinticuatro.
—¿Mil?
—Millones —dijo el Chico. Y luego, para que no hubiera dudas, añadió—: De dólares, no de yenes.
—Ya —dijo Timothy. Estaba un poco mareado. Notaba cómo la habitación se estrechaba como cuando se cierra un saco.
El Fondo Osiris II, la empresa que él dirigía y en la que el Chico trabajaba, había empezado el año con un capital de alrededor de cien millones de dólares. Lo que significaba que, entre el momento en que Timothy se había ido a cenar la noche anterior y el momento en que había abierto la tapa de plástico del vaso de café esta mañana, el fondo había perdido casi una cuarta parte de su valor. Lo que, consiguientemente, significaba que Pinky Dewer, el primer y mayor inversor de Osiris, había perdido casi ocho millones de dólares mientras Timothy cenaba tartar de atún y carne de cangrejo en Tamarine. Y lo que significaba que el propio Timothy, que había invertido cinco millones en el fondo, había perdido más de un millón de dólares antes del postre.
—¿Veinticuatro millones? —repitió Timothy.
—Querías hacer una inversión fuerte —dijo el Chico, a la defensiva—. Dijiste: «Haz una inversión fuerte». ¿No es así? —se calló y retrocedió. Con un poco más de cuidado, dijo—: ¿No lo dijiste?
Timothy asintió.
—Sí.
El Chico lo miró mientras esperaba algún tipo de instrucción, alguna orden. A lo largo de su vida, Timothy se había enfrentado a esa mirada miles de veces.
Desde que tenía uso de razón, recordaba que la gente siempre lo había visto como a un líder. Y algo de eso seguro que se debía a su conducta; gracias a las continuas provocaciones de su padre, Timothy se comportaba de forma rígida, jamás se daba un respiro, jamás cedía ante el estrés. Aunque una parte se la debía a la genética: había nacido atractivo, con una cara bonita y una sonrisa resplandeciente, y los hombres así son un polo de atracción para la gente.
Sin embargo, la otra parte se la debía al esfuerzo. Hacía mucho tiempo, había decidido que podías llegar mucho más lejos en la vida si estabas dispuesto a decir algo, aunque no estuvieras seguro de si tus palabras serían las correctas o no. Es el secreto que todas las personas con éxito acaban aprendiendo algún día, pero que pocas veces quieren compartir: el mero hecho de tomar una decisión, de hablar, de arriesgarse, es suficiente. El miedo al fracaso inmoviliza a la mayoría de la gente, pero los hombres como Timothy entienden que el fracaso, cuando llega, nunca es una situación permanente porque, al fin y al cabo, siempre puedes volver a intentarlo.
¿Cuándo se había dado cuenta de eso por primera vez? Puede que siempre lo hubiera sabido de forma vaga, inconsciente, pero se había cristalizado hacía treinta años, en Exeter. Una noche, el director Tillinghast, con la papada colgando, las gafas de pasta y aquellos ojos diminutos, entró con decisión en la residencia de los estudiantes de primero. Les dijo que todos recibirían el mismo, y duro, castigo por un terrible crimen. Mickey, el conserje, mientras arreglaba unas conexiones eléctricas en el salón de la residencia, había descubierto una onza de marihuana encima del falso techo. La única manera de salvar a sus compañeros de lo que seguro sería un castigo que les cambiaría la vida era que el culpable confesara.
Esa misma noche, horas antes de que Tillinghast les impusiera el castigo, los chicos debatieron el tema. Algunos preferían delatar al que fumaba marihuana, el triste y desgarbado Martin Adams, antes que arriesgarse a que los expulsaran. Algunos chicos empezaron a llorar, aterrados por la idea de una brillante carrera académica truncada y por miedo a la decepción de los padres y la vergüenza de la familia. Y lo de la expulsión no era una amenaza vacía: Tillinghast se la había aplicado al pobre Chaz Dominick hacía sólo un mes por presentarse a clase de latín apestando a alcohol. Otros chicos, la minoría, querían resistir, darse de baja de la escuela en masa y protestar por el brutal castigo colectivo.
En un momento dado, el debate se interrumpió y todos se giraron hacia Timothy que, incluso con quince años, siempre parecía tener respuesta a todo y sabía de la importancia de presentarla con seguridad en uno mismo.
—Os diré lo que tenemos que hacer —dijo sin saber qué iba a decir a continuación—. Haremos lo siguiente —y entonces, casi por arte de magia, las palabras le vinieron a la mente y se explicó con claridad y entusiasmo: por la mañana, enviarían a tres chicos al despacho de Tillinghast, oscuro y forrado con paneles de roble, y esperarían a que los recibiera, con las chaquetas azules y la corbata del uniforme, y admitirían, con pesar, que sí, que sabían quién había escondido la marihuana en el techo falso y que lamentaban mucho tener que confesar algo así sobre un antiguo compañero, pero que su obligación para con la escuela se lo exigía y que, por lo tanto, delataban a… Chaz Dominick, que había escondido la droga hacía unos meses.
Poco importaba que el plan fuera una historia inventada a toda prisa, o que no fuera honorable ni cierta, o que cargara un crimen a un chico inocente que no estaba presente para defenderse; lo importante era que tenían un plan y que Timothy lo había presentado con mucha seguridad y vigor.
Sí, Timothy había visto aquella mirada miles de veces, aquella mirada de impotencia, de necesidad de obtener una respuesta, la que fuera. Su vida era la prueba de que la confianza es la respuesta. El 90 por ciento de las dudas se pueden solucionar mediante la confianza en uno mismo. Una buena encajada de manos y un buen traje se encargan del 10 por ciento restante.
Había pasado lo mismo en Yale, donde Timothy nunca estudió más de una hora por la noche… No podía estudiar cuando había tantas distracciones placenteras: reuniones, fiestas, ratos con los amigos. Pero jamás suspendió, ni siquiera sacó malas notas; acabó entendiendo que su talento especial era la capacidad para hacer las cosas bien con el mínimo esfuerzo.
Igual que todos los talentos, éste también necesitaba saber manejarlo, una especie de sentido estético, como el del pintor que sabe utilizar un pequeño toque de acuarelas para crear un gran efecto. A veces Timothy sacaba buenas notas en una asignatura participando activamente en las discusiones, levantando la mano a menudo y relacionando de manera poco fundada a Hamlet con, por ejemplo, Thomas Jefferson… y todo sin haber leído ni una sola página de las lecturas obligatorias. En otras asignaturas, para sacar buena nota tenía que hacer todo lo contrario: estar siempre en silencio sepulcral, no destacar y casi ni respirar. En otras, regalar a tiempo una botella de Macallan de doce años a un profesor de latín ya solucionaba el asunto, o pagarle una cena en Mory’s. El éxito del que Timothy había disfrutado constantemente, primero en Exeter, después en Yale, después en Nueva York y, por último, al timón de Osiris, no había sido fruto de engañar o de sobornar a la gente. Su éxito se debía a que siempre había dado a los otros exactamente lo que querían: respuestas.
Igual que el Chico, que acababa de presenciar cómo Timothy perdía veinticuatro millones de dólares y estaba preocupado, quizá, por su incipiente carrera, por el traje de rayas que se vería obligado a llevar para mantener su reputación, y que estaba ahí de pie sudando, con los círculos húmedos debajo de las axilas cada vez mayores, con la piel casi amarillenta y las rodillas temblorosas y débiles, a punto de fallarle. Él también quería una respuesta.
Timothy bebió otro sorbo de café tranquilamente. Tuvo la precaución de mantener el pulso firme. Dejó el vaso, lo volvió a tapar y luego envolvió la mitad de bocadillo que no se había comido.
—Tengo un plan —dijo mientras esperaba que se le ocurriera algo—. Vamos a hacer lo siguiente.
Y entonces se lo planteó al Chico, que lo recibió con entusiasmo, como un bulldog ante un charco, y dijo que era un buen plan y daba las gracias porque un hombre que acababa de perder veinticuatro millones de dólares y que todavía era capaz de sonreír le había dado una tarea, la que fuera.