31
Por primera vez en tres semanas consiguió dormir tranquilamente.
No soñó con el doctor Ho, ni con sus diminutas gafas, ni con el pintalabios rojo de Tricia, ni con el acantilado de Big Sur. Esos sueños, que tantas noches lo habían perseguido, de pronto desaparecieron y, en su lugar, no quedó nada, sólo oscuridad y tranquilidad.
Cuando se despertó, el sol le iluminaba la cara y tardó un poco en recordar qué día de la semana era (jueves) y lo sucedido la noche anterior. Entonces recordó el Dutch Goose, el motociclista sospechoso y los valiums en la copa de Tricia.
Se levantó y se duchó. Se vistió y bajó las escaleras.
Estaba a punto de preparar café («Un día más sin Katherine», se dijo), cuando sonó el timbre.
Giró el pomo sin mirar por la mirilla. No le importaba quién fuera. Intentó vaciar la mente de cualquier esperanza, expectación o miedo. Por una vez en su vida, viviría sin planear las cosas, y vería qué pasaba.
Abrió la puerta.
Tricia estaba frente a él. Vestía la misma ropa que la noche anterior, el jersey negro ajustado, pero el colgante había desaparecido y no llevaba ni una gota de maquillaje. Llevaba el pelo suelto y peinado hacia atrás y, sin sombra de ojos, sus ojos azules parecían extrañamente pálidos, como el cielo por la mañana.
Timothy miró detrás de ella y vio al doctor Ho, sentado al volante de su Acura, con la ventana bajada y el codo apoyado en la puerta. Asintió hacia Timothy, como para decirle: «Ya está». Se sentó mejor, miró por encima del hombro, dio marcha atrás con el coche para salir de la entrada de Timothy y se alejó por la calle.
—Hola, Gimpy —dijo Tricia.
Timothy se la quedó mirando. La que estaba allí de pie, frente a él, era Tricia. Pero había algo distinto en ella. Tardó un segundo en reconocerlo. Era la postura. La Tricia que él conocía siempre iba con la espalda arqueada, sacando pecho, mostrando sus mejores cualidades, con la mano apoyada en la cadera y unos andares que retaban a cualquiera. Sin embargo, la mujer que tenía ahora delante era distinta. Estaba en el umbral de la puerta muy tímida, con el pecho hacia dentro y la cabeza mirando al suelo. Aquélla era la postura de Katherine. En el cuerpo de su esposa, con el tronco pequeño y las extremidades largas y delgadas, aquella postura parecía normal. En el cuerpo de Tricia, en cambio, parecía absurda, como si una puta quisiera colarse en un baile de debutantes.
—¿Quién eres? —preguntó Timothy. No era una acusación, era una pregunta feliz. Ya sabía la respuesta, pero quería regodearse más en aquel momento escuchándolo de su boca.
—Soy yo —dijo ella.
Y Timothy supo que el doctor Ho había cumplido, que aquella tecnología de ciencia ficción había funcionado, que la mujer que estaba frente a él, con aquella tímida sonrisa y aquella postura que no iba acorde con su cuerpo, no era Tricia Fountain, su estúpida aunque sexy secretaria, sino su mujer Katherine, y que, de alguna manera, por improbable que pareciera, la había recuperado.
Se paseaba por la casa como si fuera suya. Algo que, técnicamente, era cierto. Antes que nada, fue a la cocina y preparó la máquina de café con pericia, como una enfermera moviendo a un paciente en la cama, con suavidad pero con movimientos seguros y firmes; cogió el filtro, la jarra de agua y la colocó debajo del grifo de goteo. Era como si hubiera puesto en marcha aquella cafetera en particular cientos de veces. Tricia nunca había estado en esa casa, nunca había visto su cocina, y nunca le había preparado el café. En cambio, Katherine sí que lo había hecho, cada día durante los últimos veinte años.
Cuando la cafetera estuvo lista, subieron a la habitación. Ella se miró en el espejo de cuerpo entero. Timothy se colocó a su lado, temeroso de tocarla y sin saber muy bien qué decir. Ella levantó los brazos, miró la piel de la parte interior, tersa y musculosa y giró la cara de un lado a otro para intentar verse de perfil.
—Así que éste era su aspecto —dijo, al final—. No está mal.
—Nunca me acosté con ella —dijo Timothy, porque creyó que querría saberlo.
Tricia lo miró con frialdad.
—¿Nunca?
—Nunca —repitió él. Pero entonces se dio cuenta de que tenía que ser sincero con Katherine, porque lo conocía mejor que bien—. Lo pensé —hizo otra pausa—. Una vez estuve muy cerca, pero en el último momento me di cuenta de que la odiaba.
Tricia, con una cantinela dulce, la voz de una estúpida zorra, dijo:
—Oh, señor Van Bender, es usted un descarado —y luego se rió, burlona.
Timothy se la quedó mirando. Era Katherine; estaba seguro de que era ella porque aquella imitación había cortado sus pretensiones igual que una guadaña corta el trigo; pero la voz, la risa gutural, era de Tricia.
—Esto me está costando mucho —dijo él. Pero, en el fondo, estaba emocionado. Aquello era magia, algo con lo que la gente sólo podía soñar.
—No seas tonto —dijo Tricia—. Mírame. Mira qué aspecto he conseguido tener —y luego añadió—. La encontrabas atractiva, ¿verdad?
—Sí —admitió él.
—¿Te alegras de que haya vuelto?
—Sí.
Se giró hacia él.
—Entonces bésame, Gimpy.
Él se inclinó y la besó. La lengua de Tricia encontró la suya y se adentró en su boca como Katherine siempre lo hacía, sólo la punta y muy despacio. Pero era distinto, porque no era la boca de Katherine; los labios delgados y pecosos ahora eran carnosos y suaves, y respiraba de manera agitada, igual que aquella noche en el piso de Tricia.
Ella se separó y lo miró.
—Eso ha sido muy extraño —dijo—. Sentirte a través de otra persona. ¿Qué has notado tú?
Timothy pensó que aquello era típico de Katherine, interrumpir un momento apasionado para preguntarle qué sentía. Siempre lo analizaba todo, siempre tomaba notas mentales de cosas que luego querría apuntar en el diario. Siempre mantenía las distancias, de él y del momento en el que vivían. Quería empaquetar su vida y contemplarla, entenderla, como un trozo de cristal a contraluz.
—Es… —dijo él— distinto.
Ella sonrió.
—Bienvenido a la nueva era —dijo. Quizá se refiriera a ese nuevo capítulo en su matrimonio, a aquellos días de besos extraños y mirarse al espejo con incredulidad. O quizás estaba proclamando una nueva época en la historia de la humanidad, una era en la que la tecnología había podido vencer, por fin, a la mortalidad, y la naturaleza de lo que significaba vivir había cambiado por completo. Timothy no estaba seguro de a qué se refería Tricia, pero entonces ella le atrajo la cara y lo volvió a besar.
Lo llevó hasta la cama, hasta las sábanas, cubrecamas y almohadas que durante tanto tiempo parecieron vacías. Y esa pareja que llevaba veinte años casada hizo el amor como si fuera la primera vez que se tocaban y, en cierto modo, así era.
Cuando Timothy terminó de hacerle el amor a Tricia, ella hizo lo que Katherine siempre hacía. Se deslizó hasta el otro lado de la cama y apoyó la cabeza contra su pecho. Se quedó allí quieta, acariciándole el pelo marrón y blanco del pecho con los dedos y escuchando el latido de su corazón.
—Cuéntamelo todo —dijo él. Sabía que ella entendería lo que quería decir.
—Ha sido como un sueño —dijo ella—. ¿Alguna vez has tenido un sueño revelador? ¿Uno en el que sabes que estás soñando y puedes ir en distintas direcciones y decirles cosas a las personas con las que sueñas? Pues hablar contigo a través del ordenador fue algo así. Podía hablar mediante el pensamiento. ¿Me entiendes?
—Sí.
—Cuando me desperté esta mañana, todo era distinto. Ya no estaba soñando. Me sentía bien. Como cuando te despiertas después de una larga siesta. Estaba… más fresca. Y me sentía yo. Soy Katherine Van Bender. Sin embargo, cuando paso frente a un espejo o veo mi reflejo en una ventana, me da miedo. Es como una pesadilla.
Levantó la cabeza de su pecho y lo miró:
—Pero volvería a hacerlo. ¿Qué otra opción tenía? Estaba enferma, Timothy, muy enferma. Y me estaba muriendo. Y tenía mucho miedo. De modo que quizá todo esto no sea tan malo. Tal vez todo haya valido la pena —volvió a apoyar la cabeza en su pecho y lo abrazó con fuerza—. Sólo nos parece extraño porque no estamos acostumbrados. Quizás en el futuro esto sea normal, como despertarse de la anestesia. Al principio, a la gente le debía dar mucho miedo. Te despiertas con una cicatriz y unos puntos o sin una pierna o sin un órgano en tu barriga —le acarició el abdomen, justo encima del apéndice, como si suavemente quisiera dibujarle una cicatriz imaginaria—. ¿No es lo mismo? Supongo que, con el tiempo, todos nos acabaremos acostumbrando.
—Estoy muy contento de que hayas vuelto. No me importa el aspecto que tengas.
Ella se sentó y sonrió.
—Entonces, ¿por qué no escogiste a una mujer mayor? ¿O a una indigente?
—No quiero hacerle el amor a una mujer mayor.
—No estoy enfadada. Entiendo por qué la elegiste a ella. Es muy guapa. Creo que podré acostumbrarme a esto muy deprisa.
Cuando se levantaron, Tricia dijo que no quería vestirse como una puta, así que abrió el armario de Katherine para buscar algo que ponerse. Los conjuntos que escogió (blusas de seda de sarga muy elegantes y faldas plisadas) no le iban bien. Katherine era unos cinco centímetros más alta que Tricia, y más delgada.
De modo que volvió a ponerse lo que llevaba la noche anterior, el jersey negro y los vaqueros ceñidos.
Acordaron que tendría que ir a la oficina con él. Ahora tenían un plan: Timothy, destrozado por la pérdida de su mujer, se enamoraría de su joven secretaria en un desesperado y triste intento por sustituir a Katherine. Su floreciente relación tenía que ser visible ante todos. Así que fueron juntos a la oficina de Osiris en la avenida University y Timothy aparcó en el garaje subterráneo. El vigilante le sonrió y asintió hacia Tricia; los había visto a ambos antes, pero jamás llegando juntos por la mañana en el mismo coche.
Entraron en el ascensor y subieron hasta el piso veintitrés. Cuando entraron en la oficina, eran las diez y media y el Chico estaba sentado en la mesa de Tricia, estresado e intentando responder a todas las llamadas.
—Osiris —dijo, muy acelerado, cuando respondió una llamada entrante. Y entonces vio a Timothy y a Tricia entrar juntos, se fijó en que ella llevaba la misma ropa que el día anterior y no pudo evitarlo: arqueó la ceja y sonrió—. Sí —dijo, hablando con su interlocutor—. Le diré que le devuelva la llamada —anotó algo en una hoja de papel y la dejó a un lado—. Lo has conseguido —le dijo a Tricia.
—Lo he conseguido —dijo ella.
El Chico se levantó de la silla e hizo una especie de reverencia, dejando pasar a Tricia a su puesto de trabajo. Ella se sentó en el mostrador de recepción. Se quedó mirando los teléfonos. Parecía perdida.
El Chico dijo:
—Timothy, tengo que hablar contigo.
Timothy entendió perfectamente la mirada de Tricia; no tenía ni idea de cómo funcionaba la centralita de teléfonos.
—Un segundo, Chico. Hazme un favor. ¿Puedes ir a la cafetería y traerme una taza de café?
Por un momento, Tay se quedó de piedra y miró a Tricia como diciendo: «¿Ése no es su trabajo?»
Con tranquilidad y la voz cargada de intención, Timothy dijo:
—Por favor. Danos sólo un minuto.
Dicho de aquella manera, como una comunicación de hombre a hombre, el Chico lo entendió y cedió. Asintió y luego le preguntó a Tricia:
—¿Tú quieres uno? ¿Solo, verdad?
Ella sonrió.
—Hoy cambiaré. Con leche y azúcar —el joven se quedó muy sorprendido, pero Timothy lo entendió enseguida. Así es como le gustaba a Katherine. Con leche y azúcar.
—Perfecto —dijo el Chico—. Volveré enseguida —mientras iba hacia el ascensor, se giró y miró a Timothy por encima del hombro—. Pero cuando vuelva, tenemos que hablar. Es importante —abrió las puertas de cristal. Al cabo de unos segundos, se abrió el ascensor y Jay desapareció.
Timothy le enseñó a utilizar los teléfonos. Ella se sentó en su silla y él se colocó detrás de ella, enseñándole qué botones tenía que apretar y describiéndole la insolente postura que tendría que adoptar cuando hablara con los inversores cabreados que querían hablar con él. Allí, detrás de ella, teniéndola entre sus brazos, le sorprendió mucho su olor. Era el olor de Katherine, el olor a manzanas y miel. Tricia llevaba su perfume.
—Creo que ya lo entiendo —dijo ella.
—Te quiero —dijo él. Se agachó y la besó en la parte posterior del cuello.
—Oh, señor Van Bender —dijo ella. Se estremeció—. Esto es muy inapropiado.
—Lo siento —se giró y se alejó—. No me pases llamadas, Tricia.
—Muy bien, señor Van Bender.
Cuando el Chico regresó, se reunieron en el despacho de Timothy. Las noticias de lo ocurrido durante su ausencia de día y medio no eran buenas.
El yen había seguido su imparable ascenso, alcanzando un pico de ochenta y dos el día anterior. Bear Stearns había presentado una petición de reposición de margen y, sin contemplaciones, había liquidado su parte de la operación contra el yen, con lo que Osiris había perdido otros siete millones de dólares. Y encima, esa mañana, mientras Timothy estaba haciendo el amor con Tricia, el Chico había respondido una llamada de Barclays, que también había presentado su petición de reposición y le habían anunciado que empezarían a liquidar sus posiciones del yen en las próximas horas.
Las pérdidas totales del mes ya se acercaban a los cuarenta millones de dólares, y aquello no parecía tener fin. Cada petición de reposición de margen acababa con otro broker dando orden a lo loco de comprar yenes por cuenta de Osiris, sin importar el precio. Esto no hacía más que aumentar el precio de los contratos, porque los compradores olían la sangre, lo que provocaba más pérdidas.
Pero el Chico le explicó a Timothy que la subida del yen y las peticiones de reclamación de margen sólo eran una parte del problema. Al otro lado, asfixiando a Osiris, estaban los inversores, que pedían retirar todo su dinero cuanto antes. Ya no era que Pinky se hubiera puesto en contacto con su pequeño grupo de amigos y hubiera estado sembrando la duda. Ahora los inversores de Osiris se llamaban entre ellos, y las dudas y la ansiedad se retroalimentaban, puesto que los informes de agosto no se habían enviado, Timothy Van Bender no contestaba a sus llamadas y nadie sabía la situación exacta en la que se encontraba el fondo ni cuánto dinero habían ganado o perdido. «El problema de los ricos —comprendió Timothy, porque él también era rico— es que no se preocupan necesariamente por buscar que les devuelvan la mayor cantidad de dinero posible y, de hecho, ni siquiera les importa ir perdiendo dinero lentamente, como una tubería que pierde. Lo que más miedo les da es perder mucho dinero de golpe; un “reventón”, dicho en la jerga del sector. La mayoría de los ricos no son hombres que han conseguido su fortuna desde cero; muchos heredaron el dinero de sus padres y abuelos, de modo que su miedo principal es que nunca puedan ganar más dinero que sus antepasados, y lo único que les preocupa es preservar la fortuna que les han dejado y dejarla intacta para la siguiente generación». Y ahora, Timothy Van Bender, antiguo gestor financiero estrella, el hombre que jamás les había devuelto a sus inversores menos del 10 por ciento al año y conseguía una media de beneficios del 17 por ciento, estaba reventándolo todo y arrastraba con él a un montón de fortunas familiares.
A pesar de que Osiris tenía derecho a retener el dinero de los inversores hasta noventa días después de la solicitud de retirada de capital, un derecho recogido en el acuerdo de sociedad, para evitar la desaparición de activo y las liquidaciones a toda prisa que, de todos modos, se estaban produciendo, el Chico le recordó a Timothy que aquello sólo era una formalidad, que el dinero desaparecería en noventa días y que, lo que quedara en las arcas de Osiris, que no sería demasiado, se devolvería a los inversores y Osiris quedaría abandonada como un cadáver disecado, como el caparazón de un animal en una vieja tela de araña.
Y luego había otro problema, que el Chico se guardó para el final, como si estuviera preparando un caso legal, paso por paso, intentando demostrar, más allá de cualquier duda razonable, la total desesperación de la situación. Le dio a Timothy una hoja de papel, con letra impresa en un papel grueso, de la CFTC, la agencia gubernamental responsable de regular a las empresas como Osiris y, además, de perseguir a los gestores financieros fraudulentos y de enviarlos a la cárcel.
Decía:
COMMODITY FUTURES TRADING COMMISSION DIVISIÓN DE APLICACIÓN DE SALVAGUARDAS VÍA FEDERAL EXPRESS
Adjuntamos una citación de testigo duces tecum de la Commodity Futures Trading Commission emitida en relación con la arriba mencionada investigación privada que se realiza en aplicación de la Sección 6(c) y 8(a) (1) de la Commodity Exchange Act, según enmiendas de la Ley 7 U. S. C 15 y a 12 (a) (I) (1994). Se le cita a declarar el día 12 de octubre de 1999.
Adjunta con la carta venía la citación. Ordenaba a Osiris reunir todos los documentos relevantes para que la CFTC los estudiara. Esos documentos incluían estimaciones internas de beneficios y pérdidas, correos electrónicos, memorias, hojas de cálculo, análisis de los brokers y mensajes telefónicos. La CFTC creía que Timothy y Osiris habían cometido fraude; es decir, que habían estado ocultando las pérdidas del negocio a los inversores y contándoles historias tranquilizadoras mientras seguían perdiendo dinero en grandes cantidades. Algo que, más o menos, era cierto.
—Mi nombre también aparece en la citación —dijo el Chico. No pudo esconder la rabia en su voz. Ya era suficientemente malo que en su curriculum apareciera para siempre la marca de Caín, haber trabajado cierto tiempo en la pronto desaparecida Osiris LP, que la gente mencionaría, a partir de ahora, con un movimiento de cabeza y un gesto de descrédito. Además, Timothy había conseguido involucrarle en un caso de fraude financiero. Era el tipo de delito que, en el peor de los casos, te llevaba a la cárcel y, en el mejor, truncaba tu carrera en el mundo de las finanzas.
—No te preocupes, Chico —dijo Timothy—. Cuando las cosas van mal, todo parece peor de lo que es. Y cuando van bien, todo parece mejor de lo que es. —Era un antiguo dicho muy útil, que le había permitido superar días malos. Sin embargo, ninguno de esos días había empezado con una citación del gobierno federal.
—Te lo comunico de forma oficial —dijo el Chico—. Dentro de quince días mi dimisión será efectiva.
En ese momento, Timothy supo que, cuando el Chico testificara ante la CFTC, le colgaría de la rama más alta del árbol. Describiría cómo su jefe le había dado instrucciones para cometer fraude, cómo le había dicho que engañara a los inversores. Para salvar el pellejo, Jay les entregaría a Timothy en bandeja de plata. Pero, al menos, dimitía con dos semanas de preaviso. Era un buen chico.
—¿Necesitas algo más? —preguntó el Chico. Y luego, con maldad, añadió—: ¿Más café, quizá?
—No, gracias —dijo Timothy levantando el vaso—. Con éste ya está bien.
Sí, iba a colgarlo vivo.
A pesar de que tenía que hacer frente a una demanda de veinte millones de dólares contra su capital personal, a pesar de que el gobierno federal lo estaba investigando por un supuesto fraude, y a pesar de que había perdido casi cuarenta millones de dólares en menos de un mes y que su carrera como gestor de un fondo de inversión libre pendía de un hilo… a pesar de todo esto, Timothy era feliz.
Katherine había vuelto. Estaba en el cuerpo de Tricia, cierto, pero incluso ese hecho, tan extraño y surrealista al principio, había quedado olvidado en su bautizo tecnológico. Y, en su lugar, Katherine, su mujer desde hacía veinte años, la mujer que quería, la había sustituido. En cierto modo, gracias a los avances del doctor Ho y de Amber Corp., la mujer que ahora dormía junto a él tenía veintitrés años, gozaba de una salud perfecta, era preciosa y, lo más importante, realmente era su mujer.
Por supuesto, también estaba el tema del sexo. Desde el reencuentro, hacían el amor cada noche, y también casi todas las mañanas. Seguía siendo la misma Katherine, conservadora y que se dejaba hacer, siempre la postura del misionero. Sin embargo, incluso el sexo tranquilo era ahora mucho mejor y, mientras que hacía dos meses habría sido ambicioso querer hacer el amor una vez a la semana, ahora se abalanzaba sobre ella con cualquier excusa. Su nuevo cuerpo (los pechos voluptuosos, que le rodaban sobre la caja torácica cuando se tendía de espaldas; las nalgas firmes; los muslos suaves, que exploraba cuando le levantaba los tobillos; el cuello suave como la seda) era una aventura para él, y no podía saciarse de él, de la novedad, de la emoción, de aquella nueva mujer en casa.
El domingo por la mañana, después de hacer el amor, llamaron al timbre.
—No contestes —dijo Tricia.
—Quizá sea algo importante —dijo él, pensando que igual la mujer negra había vuelto con otra citación. Se levantó y se puso el albornoz.
Sin embargo, no era nada importante. Era Ann Beatty, la amiga de Katherine, que traía una bolsa de papel con lo que, por el olor, parecía ser pan de ajo recién hecho.
—Buenos días —dijo—. Te he traído unos panecillos. Espero no haber venido demasiado pronto.
—No, por supuesto que no —dijo Timothy, aunque sí que era demasiado pronto—. Pasa. Estaba a punto de desayunar.
Cogió la bolsa de papel y acompañó a Ann hasta la cocina. Ella se sentó en la mesa que había delante de las puertas del jardín. Detrás de ella, el sol bañaba todo el jardín y las plantas se balanceaban con la brisa matinal.
—He pensado que igual te apetecía un poco de compañía —dijo Ann—. Sé por experiencia, de cuando Mark y yo nos divorciamos, que los fines de semana son lo más duro. Uno está muy solo, sin nada con qué llenar el día.
—¿Te apetece una taza de café? —le preguntó Timothy.
—Sólo si tú te tomas otra.
Él empezó a abrir armarios buscando el bote con los granos de café. ¿Dónde los había puesto Tricia? Ann continuó:
—Me imagino por lo que estás pasando. Ya sé que sólo hace unas semanas. Todo está muy reciente —se acarició el pelo corto y negro, claramente teñido, y se pasó la mano por la nuca—. Katherine era una mujer maravillosa.
—Sí —dijo Timothy, frente a un armario. Entonces escuchó unos pasos que se acercaban a la cocina. Se giró y vio a Tricia en la puerta con una minúscula camiseta que dejaba transparentar los pezones y unos calzoncillos tipo boxer.
—Hola —dijo.
—Oh… —Ann parecía avergonzada—. Lo siento mucho. No sabía que tenías… compañía.
Tricia se acercó a Ann y le ofreció la mano.
—Tricia Fountain —dijo.
Ann no sabía qué hacer. No sabía dónde mirar: ¿a la cara de la chica? ¿A sus pechos? ¿A sus muslos? Miró a Timothy. Alargó la mano y se la dio a Tricia, casi por obligación, y dijo:
—Ann Beatty.
—Timothy me ha hablado mucho de ti.
Ahora Ann la miró con detenimiento. Obviamente, era absurdo que Timothy le hubiera hablado a esa cría, veinte años más joven que Katherine, acerca de la amiga de su esposa muerta.
—Quizá debería marcharme —dijo—. Siento mucho haberos interrumpido —empezó a levantarse.
—Por favor —dijo Tricia—. Quédate.
Timothy no quería que Ann se quedara. En realidad, después de ver aparecer a Tricia, con los pezones transparentando debajo de la camiseta, en la misma habitación que Ann Beatty, la fría y vieja monja, se puso cachondo. Notó una erección debajo del albornoz. Lo que quería era que Ann se marchara para que él pudiera volver a hacerle el amor a Tricia, allí mismo en la cocina. Quizás incluso encima de la mesa de roble.
—Sí —dijo él—. Quédate.
Ann se quedó dubitativa un segundo más, un segundo en el que no estaba ni de pie ni sentada.
—¿Has traído panecillos? —dijo Tricia, cuando vio la bolsa de papel—. Quédate a desayunar.
Ann dudó.
—De acuerdo —dijo al final, aliviada por que aquella joven fuera amable, a pesar de la interrupción. Volvió a sentarse en la silla.
Cuando Tricia vio a Timothy junto a la cafetera, intentando hacerla funcionar, dijo:
—Deja que te ayude. No sabrías hacerla funcionar aunque te fuera en ello la vida.
—Eso es cierto —dijo Ann. Sonrió con complicidad—. Eso es exactamente lo que… —se calló.
—¿Qué? —preguntó Tricia.
Se produjo un silencio incómodo.
Timothy terminó la frase de la mujer.
—Eso es exactamente lo que solía decir mi mujer. Ann ha desayunado con nosotros muchas veces y ha sido testigo de mi incompetencia en numerosas ocasiones.
Ann dijo:
—Lo siento. No tenía que haberlo dicho.
—No —dijo Tricia. Intentó dibujar una sonrisa triste. O quizá, pensó Timothy, era una sonrisa triste de verdad. Después de todo, Katherine era muy astuta—. No pasa nada. Lo entiendo.
Tricia se giró y empezó a preparar el café. Timothy se sentó en la mesa, delante de Ann. No había más que decir, así que los dos observaron cómo la joven ponía el filtro de papel en la máquina y empezaba a medir la cantidad de café.
Al final, y en voz baja, Timothy le dijo a Ann:
—Sé que todo esto puede parecer un poco extraño —miró la suave y blanca nuca de Tricia—. Pero, a veces, el amor aparece en el lugar y el momento más inesperados.
Ann asintió.
Ahora Timothy se alegraba de que hubiera venido, porque así podía empezar el proceso de crear la historia, de integrar a Tricia en su vida. Sabía que, en cuanto Ann saliera por la puerta, empezaría a llamar a todo el mundo; primero a los demás vecinos y después seguiría con los amigos mutuos: viejas amigas de Katherine, compañeros de tenis, miembros de la congregación… los grandes nombres de Palo Alto. El titular circularía como la pólvora: Timothy Van Bender se acuesta con chica joven semanas después del suicidio de su esposa.
—Conocí a Tricia en el trabajo. Es mi secretaria —le explicó él.
Corrección, el titular sería así: Timothy Van Bender se acuesta con joven secretaria semanas después del suicidio de su esposa.
—¿De veras? —dijo Ann, aunque sonó como si no quisiera oír mucho más.
—Sí —dijo Timothy—. Es gracioso las vueltas que da la vida. Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana.
—Supongo que sí —dijo Ann.
Tricia se unió a ellos con la bandeja de panecillos en la mano.
—Voy a coger un poco de queso para untar —dejó la bandeja en la mesa y fue a la nevera.
—Conoce muy bien dónde están las cosas —dijo Ann. Era, a partes iguales, un cumplido y una acusación.
—Hemos pasado mucho tiempo juntos —dijo Timothy—. Las cosas nos van muy bien —sonrió a Ann que, aunque le pesó, le devolvió la sonrisa.
Aquella tarde Tricia dijo:
—Creo que deberíamos casarnos.
Estaban en el salón, estirados en lados opuestos del sofá. Timothy estaba viendo un torneo de golf en la televisión mientras se bebía una cerveza. Ella estaba sentada frente a él, con las piernas en el regazo de Timothy, mientras hacía el crucigrama del domingo.
Cuando dijo aquellas palabras, él levantó la mirada. Ella estaba mirando el crucigrama. Había doblado el periódico por la mitad para mantenerlo firme y tenía el lápiz levantado, como si se preparara para la estocada final.
—¿En serio? —dijo él.
—Bueno —dijo ella, sin levantar la vista del periódico—, soy tu mujer. Sólo sería cuestión de formalizar ante el resto del mundo lo que nosotros ya sabemos.
—Pero, Tricia —dijo él, haciendo especial hincapié en el nombre, con un sarcasmo edulcorado pues le divertía a la vez que le parecía raro llamarla así—, sólo llevamos saliendo una semana.
Ella lo miró.
—Probablemente teníamos una aventura antes de que tu mujer muriera —hizo una pausa, y luego añadió—: Bueno, al menos eso es lo que dirá todo el mundo.
—Pero no es verdad —dijo Timothy, muy tranquilo.
—Si tú lo dices, —Tricia volvió a concentrarse en el crucigrama y encontró la solución a uno de los enigmas.
Timothy dio el tema por concluido y siguió viendo el torneo de golf.
—Lo que intento decir —dijo Tricia—, es que a nadie le parecería raro que nos casáramos. En serio, deberíamos hacerlo. Y no sólo por las apariencias, sino también por nosotros. Porque yo te quiero.
Le acarició la entrepierna con el pie y él volvió a experimentar una erección. Timothy ya había llegado a una edad en la que sus erecciones eran contadas, podía preverlas igual que los meteorólogos preveían una tormenta. En la última semana, en cambio, había tenido más erecciones que en los últimos seis meses. Joder, su mujer lo ponía como una moto.
—¿Ah, sí? —dijo—. Pues yo también te quiero, Katherine.
Ella dejó caer el periódico y el lápiz al suelo, y el lápiz rodó hasta esconderse debajo del sofá. Se acercó a él.
—Pensaba que habíamos acordado —le dijo, con el aliento caliente y húmedo contra su oreja— que nunca más volverías a llamarme así.
—Muy bien, Tricia.
Ella le besó la oreja con suavidad.
—Si te casas conmigo —le dijo ella—, te compensaré.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Fíjate —dijo ella. Deslizó la cara por su pecho y le fue desabotonando la camisa a su paso. Le besó el pecho y le lamió el vello. Siguió descendiendo hasta la bragueta. Le desabrochó los pantalones con pericia y le besó el blando abdomen. Levantó la banda elástica de los calzoncillos y lamió la piel que había debajo.
—Oh —dijo él—. Creo que sí que deberíamos casarnos.
—Yo también lo creo —asintió ella.