Día 31…

Katie sabía cómo eran esas cosas. En televisión se trabajaban muchas horas. Fionn no le había dicho a qué hora iría a verla, pero podría ser a las nueve o incluso más tarde, dependiendo de dónde estuvieran grabando.

Vestía ropa informal, de estar por casa. Hizo varias pruebas antes de dar con la combinación justa, pero le preocupaban los pies. No podía ponerse sus sandalias doradas porque, ¿quién llevaba tacones de diez centímetros por casa? Pero cuando se puso las chanclas tuvo que quitárselas enseguida, horrorizada por lo achaparradas que parecían sus piernas.

La fantástica pedicura que se hiciera para la boda de Jason ya era historia, las plantas de los pies volvían a tener durezas y no había hecho nada al respecto. ¡Pues que salgan, qué demonios!

«Cuando haya terminado de pasarme el quitadurezas por los pies, llegará.»

Sabía que Fionn iba a ir. Estaba segura. Entre ellos había habido algo fuerte e intenso, algo que no podía explicar.

—Puedes contar conmigo —le había dicho él esa mañana, cuando habían tenido su primera conversación—. Puedes contar conmigo el resto de tu vida. —Y aunque era un comentario francamente ridículo viniendo de un desconocido, Katie supo que era verdad.

Las plantas de sus pies estaban bastante suaves pero Fionn seguía sin llegar, de modo que frotó un poco más. Finalmente se obligó a parar. Si seguía erosionándose las plantas de ese modo, al día siguiente no podría caminar.

Estaba demasiado nerviosa para comer. Se paseó entre la sala de estar y el cuarto de baño, comprobando el maquillaje, subiéndose a la tapa del retrete y sosteniendo en alto el espejo de mano porque era donde estaba la mejor luz del piso. Satisfecha, pero también asustada, detectó en la mandíbula derecha un pegote de base de maquillaje sin extender. ¿Y si no lo hubiera visto? ¿Y si hubiera confiado en la luz del espejo de la pared? ¿Significaba eso que la mayoría de los días se paseaba por ahí con esa clase de maquillaje que provocaba codazos y risitas en la gente? ¿Debería preguntárselo a Danno? No, mejor a Lila-May: era despiadadamente sincera. Presa del pánico, corrió hasta el dormitorio y se cambió la parte de arriba. Le quedaba fatal, fatal. ¿En qué estaba pensando?

Una mirada fugaz a su reloj. Dé pronto eran las diez menos cuarto y el miedo empezó a abrirse paso dentro de ella.

Katie sabía cómo eran estas cosas. En televisión se trabajaban muchas horas, sí, pero los sindicatos tenían la sartén por el mango. En cuanto los técnicos terminaban la jornada estipulada, las tarifas de las horas extras se disparaban. Ningún director estaba dispuesto a pagarlas. Fionn debería de haber terminado de trabajar hacía mucho.

De repente le entró el hambre, un hambre voraz por productos de bollería, pero no había nada en los armarios. No podía tener dulces en casa, la atormentarían y se los comería todos solo para conseguir un poco de paz. Se comió un plátano y enseguida quiso veinte más. Tenía que salir de la cocina ya.

Vería un DVD, algo corto, de solo media hora, y para cuando terminara Fionn habría llegado.

Vio un episodio de Star Stories, el de Simon Cowell, su favorito, y cuando terminó vio el de Tom Cruise.

Duraría hasta las once.

No iba a ir.

Había sido una estúpida al pensar que iría. ¡Se acabó! Crema limpiadora, tónico, hidratante y a la cama. ¿O debería meterse en la cama con el maquillaje puesto? Por si llamaba en los próximos minutos… ¡No! Sin piedad, se frotó la cara hasta tenerla colorada.

Cabrón, pensó con una rabia que la sorprendió. Debía ir con cuidado. No podía ponerse como se había puesto cuando Jason conoció a Donanda. No quería hacer otro curso. Ni que la abuela Spade la rondara.

Apagó la luz y un instante después empezó a oír unos ruidos que provenían del piso de abajo. Gruñidos y el golpeteo de madera contra algo. ¿Estaban arrastrando muebles? ¿A estas horas?… ¡Oh, no! ¡Era gente practicando sexo!

Le asaltó una idea insoportable: ¿podía tratarse de Conall? ¿Con esa taxista, Lydia? Eso bastaría para rematarla. Se levantaría, bajaría en pijama a la calle, se tumbaría en medio de la calzada y esperaría a que un autobús la arrollara. Ni por todo el oro del mundo podría soportar oír a Conall haciendo el amor con otra mujer. Encendió la luz, se levantó, pegó la oreja al suelo y escuchó. No reconocía los gruñidos. Conall gruñía, pero de otra manera. Debía de ser uno de los polacos, pensó. ¿Cómo se llamaba? No conseguía recordarlo…

—¡Andrei! ¡Oh, Andrei, Andrei!

—Gracias —gritó Katie al suelo—. No habría podido pegar ojo tratando de recordarlo. Siempre estaré en deuda contigo.

Furiosa, se metió unos tapones en los oídos con tanta vehemencia que casi se le alojaron en el cerebro y finalmente concilió un sueño agitado pero profundo.

La estrella más brillante
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