Día 33…
—¿De modo que todo ese tiempo estuviste dentro? —preguntó Rosie—. ¿En tu piso? ¿Mientras yo me pasaba horas llamando?
—No llamaste a timbre. Timbre se oye. Tus golpecitos con tus manitas no se oyen.
Andrei estaba consternado. Se había olvidado por completo de su querida Rosie; la fuerza de Lydia había anulado su capacidad para pensar.
¡Cuando encontró la fragante nota amarilla en el recibidor…! La vergüenza lo atravesó como un cuchillo, horadándole la carne hasta alcanzar el hueso.
Rosie tardó varios días en dignarse hablar con él e incluso entonces lo hizo en quedos susurros.
—Es evidente que no significo nada para ti, Andrei. Habría preferido que me lo hubieras dicho. Pero quiero que seas feliz. Espero que encuentres a una buena chica que te cuide tanto como yo.
Andrei había tenido que lanzar una ofensiva de arrepentimiento en forma de incontables mensajes de texto y llamadas telefónicas. En Polonia había tenido dos o tres novias como Rosie y conocía el precio exacto a pagar por esa clase de tropiezos. Flores, por supuesto. Pero solo podían ser rosas y solo podían ser rojas y tenían que ser doce. Ni una más ni una menos. Una docena de rosas rojas, cualquier alteración de la fórmula podría empeorar la situación. Luego una joya. Pero no era el momento adecuado para una sortija de compromiso, porque la chica se echaría a llorar y diría: «Siempre que piense en el día que nos comprometimos me acordaré de cuando tuve que esperar frente a tu puerta como una… como una…». Su discurso se volvería incoherente y al final se vería interrumpido por un torrente de lágrimas.
Un colgante para su pulsera de colgantes, un corazoncito de oro y rubíes, sería lo más adecuado. Por último, la promesa de un fin de semana fuera de la ciudad, donde no se dejaría a nadie esperando en ningún rellano.
Andrei sabía que Rosie estaba explotando ligeramente la situación, pero estaba dispuesto a seguirle la corriente. Las reglas eran las reglas, y la compensación necesaria.
Pero ¡ay, Señor! Si Rosie supiera lo que había estado haciendo mientras esperaba a tan solo unos metros de él. Andrei tenía momentos en que la cabeza le daba vueltas y rompía a sudar como un condenado mientras recordaba su traición, o mejor dicho traiciones. Podía estar conduciendo la furgoneta, o desmontando un ordenador, cuando de repente lo asaltaba una oleada de pánico y le entraban ganas de arrodillarse y pedir perdón.
Rosie le gustaba. Pensaba que hasta era posible que la quisiera. Entonces, ¿qué demonios estaba haciendo con Lydia?