Día 53…
A menos de tres metros por debajo de Fionn, Matt y Maeve estaban enredados en el sofá, viendo un programa de bricolaje. Estos dos eran criaturas realmente rutinarias. Cada día se levantaban a las siete y media y se sentaban a desayunar gachas, miel y un comprimido vitamínico. A las ocho y media se iban a trabajar y regresaban a las seis y media. Cada noche preparaban una cena contundente, acompañada de patatas y siempre seguida de algo dulce; adoraban el azúcar refinado, la bollería, los Cornettos y las empanadas de manzana. Una vez satisfechos, se acurrucaban juntos en el sofá y veían la tele, independientemente de lo que dieran, y seguían picando alguna chuchería. Cuando el reloj anunciaba las once, se ponían varias capas de ropa, se metían en la cama y escribían sus Tres Bendiciones del día en sus respectivas libretas.
Estaban hechos el uno para el otro, Matt y Maeve.
Por extraño que pareciera, aunque David era —como Maeve— galwayano, y Matt era, por citar a David, solo un «traje», Maeve tenía muchas más cosas en común con Matt que con David. Con Matt reía, reía mucho. Algo que no había hecho demasiado con David, quien encontraba el mundo tan escandalosamente injusto que la risa le parecía un acto propio de personas insensibles y frívolas.
Pero aunque ella y Matt estuvieran hechos el uno para el otro, el sentimiento de culpa la atenazaba. David no había hecho otra cosa que amarla y cuidarla, y Maeve estaba horrorizada y avergonzada por la forma en que lo había humillado delante de todos. Visto desde su nueva relación, se daba cuenta de lo que había fallado entre ella y David, que era mucho más de lo que había estado dispuesta a reconocer mientras salió con él. Le había halagado tanto que de todas las chicas de Goliath David la hubiera elegido a ella —David, tan inteligente y apasionado y carismático— que nunca se detuvo a pensar si David era la persona que quería a su lado.
Estaba deseando darle una explicación, mitigar de algún modo su sufrimiento, pero David se negaba a que le «explicara» nada. Aunque tampoco le habría resultado fácil, se decía Maeve. No tenía ni idea de cómo había ocurrido. En un instante había pasado de ser la novia de David y tener cierto cariño a Matt a amar apasionadamente a Matt y relegar a David a un segundo plano.
Intentó varias veces quedar con David para tener una charla, pero fue en vano. David no respondía a sus llamadas, rechazaba sus correos y cruzaba melodramáticamente la calle cuando la veía venir por la acera. En las reuniones entre equipos soltaba indirectas sobre lo difícil que era confiar en el personal y en una ocasión en que Maeve le rozó sin querer en la sala de descanso susurró:
—No me toques.
Matt, con su innato optimismo, insistía en que David no tardaría en olvidar a Maeve y encontraría a otra persona, pero Maeve no las tenía todas consigo. David era extremadamente sensible y los rasgos que en su día había admirado tanto en él, como sus fervientes protestas contra las injusticias de todo tipo, de repente le parecieron defectos. David todavía guardaba rencor a Henry Kissinger por haber orquestado el golpe de estado en Chile que derrocó a Allende, a pesar de que en aquel entonces David ni había nacido.
Natalie era otra historia. Con admirable pragmatismo aceptó la nueva configuración Matt & Maeve casi de la noche a la mañana.
—Caray, chicos —agitó una tersa mano marrón—, no hay más que veros para comprender que estáis hechos el uno para el otro. Al principio no me hizo gracia, pero ¿qué podía hacer?
—¿Qué deberíamos hacer con respecto a David? —le preguntó Maeve.
Pero Natalie pertenecía a la misma escuela optimista que Matt. Restando importancia al asunto, dijo:
—Dadle tiempo.
Pasó un mes, y otro, pero David seguía de morros y Maeve seguía sintiéndose culpable, y eso provocaba tirantez en el trabajo. Y también en los momentos de ocio. Matt deseaba estar con Maeve a todas horas, no le habría importado compartir sus aficiones, comer falafels bajo la lluvia, que le dieran empujones y le echaran cerveza encima en Gogol Bordello y caerse continuamente de una tabla de surf en el gélido Atlántico. Pero Maeve no podía hacerle eso a David. Le había hecho tanto daño que le parecía justo que él se quedara con sus amigos y su vida social.
Con suerte no sería para siempre y entretanto ella y Matt forjaron un nuevo camino, encontrando el punto intermedio entre sus dos estilos de vida diferentes. Ella le hizo leer un libro de Barbara Kingsolver y él la convenció para pasar un fin de semana en un balneario y hasta compartir un masaje en pareja. Y aunque Maeve estaba segura de que se sentiría culpable por el degradante trabajo del pobre masajista, se dio cuenta de que las propinas generosas lograban apaciguar su conciencia.
De hecho, tuvo que admitir que el fin de semana le había encantado. Como a Matt el libro de Barbara Kingsolver. Claro que les encantaba todo lo del otro, de modo que era difícil estar seguro.