Día cero (temprano por la mañana)

Quedan cinco horas

—Lo siento —croó Matt, despertando a Maeve.

—Ah, estás vivo. Lo siento mucho. Que te hayan salvado la vida. Pero no lo decidí yo. Yo te habría dejado morir.

—Maeve, lo siento mucho, muchísimo. —Las lágrimas le caían libremente por el rostro. Era la viva imagen de un hombre destrozado—. Pero no podía ayudarte. Nada podía ayudarte.

—No me eches la culpa.

—Con mi presencia solo conseguía recordarte lo sucedido. Y vivía constantemente con el deseo de matarle. Hervía de rabia cada minuto del día, ya no podía más.

—¿Y qué? ¿Piensas que a mí me gustaba?

—No debería haberlo hecho, pero mientras lo hacía no era consciente de ello. Estaba desesperado. Me daba cuenta de que era incapaz de ayudarte.

—Tienes razón. Te darán el alta a las siete en punto. Cuando llegues a casa ya habré empezado a empaquetar tus cosas.

—¿Adónde voy a ir?

—Me trae sin cuidado. Estabas dispuesto a morir sin pensar en mí, así que no me pidas que te busque un lugar donde vivir.

—¿Cómo llegaré a casa?

—Coge el autobús. O un taxi.

—¿No me esperarás?

—No.

Lydia se detuvo en el bordillo.

—Larrrgo —ordenó.

—Pero si aún no hemos llegado —dijo el pasajero.

—Se lo advertí. Le dije que si no dejaba de cantar canciones de Neil Diamond le haría bajar. Ha seguido, así que ahora se baja.

Murmurando algo sobre zorras chaladas, el hombre obedeció y Lydia se alejó con un chirrido de neumáticos. Más le valía apagar el piloto durante un rato. No era buen momento para arriesgarse con otro pasajero. No estaba de humor para tonterías.

Menudo morro el de Hathaway. Era evidente que seguía loco por la institutriz. Buena suerte y todo eso. Tenían las edades perfectas, eran dos completos vejestorios, y a ella le traía sin cuidado, nunca se había tomado la historia en serio; solo había sido un pasatiempo. Así y todo, había que tener jeta…

Estaba hablando sola, lo cual era preocupante. Miró en derredor. ¿Dónde estaba exactamente? Se había despistado a la altura de «Sweet Carolina». Vale, estaba en la calle Parkgate, cerca de la cafetería de Eugene. Entraría a darse un chute de azúcar y despotricaría sobre sus clientes con quien quisiera escucharla.

—¿Tienes donuts? —le preguntó a Eugene—. ¿De los de crema?

—Por supuesto.

—Ponme dos por el momento. Puede que vuelva a por más.

Miró a su alrededor buscando una silla y…

Un momento, puede que no todo esté perdido, porque…

… allí, al fondo del café inundado de vapor, estaba nada menos que Pobre Infeliz, o sea, Gilbert.

Probablemente no sería mi primera elección, pero a estas alturas del juego no me quedan muchas opciones que digamos.

Se miraron y Gilbert caminó hacia ella, abriéndose paso entre la gente. Y de pronto ahí estaba. Esas pestañas. Esa ropa extravagante. Esa voz.

—Hola, Lydia.

—Hola, Gilbert.

—¿Cómo te va? —Parecía algo cohibido.

—Bien. ¿Y a ti? —Lydia se hizo también la cohibida.

—De fábula.

—Hacía mucho que no te veía. —«Desde que te fui infiel.»

—Es verdad. —«Y desde que yo te confesé que te era infiel.»

—¿Cómo están los muchachos?

—Bien.

—¿Todavía peleando por los pinitos ambientadores?

—¿Qué? Ah, últimamente un poco menos.

—¿En serio? —Caray, con lo acaloradamente que habían discutido sobre el tema, con lo importante que había sido en sus vidas. En fin, se dijo, está visto que la gente progresa—. Salúdales de mi parte.

—Lo haré. ¿Cómo te va el trabajo?

—Genial. ¿Y a ti?

—También genial. —Se produjo una pequeña pausa—. En fin, Lydia… —Gilbert abrió mucho los ojos y extendió los brazos, como sorprendido de que no tuvieran nada más que decirse—. Cuídate.

—Tú también.

Gilbert se alejó con garbo pero antes de que desapareciera para siempre, Lydia lo llamó.

—Ven aquí, Gilbert, quiero preguntarte algo.

La miró un tanto alarmado.

—¿Qué?

—¿Tienes esposa y seis hijos en Lagos?

Soltó una carcajada, mostrando su blanca y fulgurante dentadura.

—¿Yo? ¿Esposa? ¿Hijos? ¡Nooo!

—Poppy se llevará una decepción. —Raudamente, Lydia soltó—: ¿Eres alérgico a los huevos?

Fue demasiado rápido. Gilbert no tuvo tiempo de preparar una respuesta.

—Eh… no.

—Entonces, ¿por qué dijiste que lo eras, mamón?

Gilbert entró en su cabeza para meditarlo. Se encogió de hombros.

—A veces la vida no basta por sí misma. Si la verdad no es interesante tienes que… en fin, ya sabes.

—¿No pudiste inventarte algo mejor que los huevos? Por ejemplo, que eres hijo del jefe de una tribu nigeriana, reservas de petróleo en tus tierras, tropas del gobierno, casas incendiadas, esa clase de cosas. —Lydia se dio cuenta de que estaba impresionado—. Vas a utilizarlo, ¿verdad? —«Con tu próxima novia.»

—Puede. Gracias.

En ese momento Lydia advirtió que cuatro hombres estaban levantándose de una mesa.

—¡Mía! Adiós. —Cruzó el café como una flecha y arrojó el bolso sobre una silla, la chaqueta sobre otra y su persona sobre una tercera con la esperanza de disuadir a la gente de acercarse y preguntar: «¿Puedo sentarme?»

—¡Eugene! —gritó en dirección a la barra—. Estoy aquí. Cuando te vaya bien me traes los donuts. —Y de repente se sintió en paz con el mundo: estaba sentada, con su dosis de azúcar en camino, sin nadie cantando canciones de Neil Diamond. No vio que la puerta se abría y cerraba cuando Gilbert se marchó. Un hombre atractivo con una americana algo ridícula que en otros tiempos fue su novio.

Ya lo había olvidado.

—¡Un momento, cielo! —Jemima consiguió agarrar a Maeve cuando salía de detrás del biombo y echaba a andar en dirección a la salida—. ¿Te vas ya?

—Sí.

—¿Sin Matthew?

—Matthew ha intentado suicidarse. Matthew ha dejado bien claro que no quiere estar conmigo.

El sarcasmo no era lo suyo, pensó Jemima. Maeve era demasiado dulce para poder darle la debida contundencia. Mucho soltar por esa boca, pero no acababas de creértela.

—Es necesario que hablemos, Maeve. Te sientes traicionada y la rabia te ciega, pero es de vital importancia que comprendas algunas cosas. La forma de suicidio más común entre los hombres es el ahorcamiento. En otras palabras, es prácticamente seguro que Matthew quería que lo descubrieran.

Maeve contemplaba fríamente el vacío.

—Nunca se lo perdonaré.

—Cielo, no seas melodramática. Si te paras a pensarlo, Matthew tenía que hacer algo. ¿Cuántos años más pensabais pasaros tirados en ese sofá mirando la caja tonta y comiendo bollos?

El rostro de Maeve se llenó de estupefacción.

—Sé que la verdad es dolorosa, Maeve, pero has de afrontarla. Estabais estancados, era preciso que algo ocurriera. Y no me digas que la idea de terminar con todo no pasó también por tu cabeza.

—¡Pero! ¿Cómo lo…?

—Estabas desesperada —continuó despreocupadamente Jemima—. Eso es lo que les ocurre a los seres humanos que están desesperados cuando todas las puertas se cierran y les parece imposible escapar.

Intrigada, Maeve le preguntó:

—¿Alguna vez ha sentido el deseo de suicidarse?

—¿Yo? En absoluto, querida. Por desgracia, no estoy hecha de esa pasta. Supongo que está en los genes. Y mira que me han pasado cosas tristes en la vida. Giles y yo deseábamos tanto tener hijos… pero nunca se nos concedió ese regalo. La desesperación habría sido una reacción lógica, pero simplemente seguí adelante. Hacía sopa para los pobres dignos de ayuda, esa clase de cosas. —Se abstrajo durante unos instantes antes de volver al presente y dar una palmada—. Y en cuanto a ti y a Matthew, deberíais tener un hijo.

Después de mirarla un buen rato, casi con hostilidad, Maeve preguntó:

—¿Por qué?

—Por un montón de razones. Porque así tendríais que reavivar la relación entre vosotros. Sentiríais el poder de vuestro cuerpo en lugar de su lamentable vulnerabilidad. Tendríais a alguien a quien amar, además del uno al otro. Un bebé reclamaría la inocencia que os fue robada a los dos.

Maeve tardó un rato en contestar.

—¿Y eso… borraría todo lo ocurrido?

Los jóvenes. ¿De dónde les venía la idea de que la vida funcionaba con absolutos?

En un tono más suave, Jemima contestó:

—Lo ocurrido, ocurrido está, no se puede deshacer. Tú eres diferente ahora, y también Matthew, pero debéis seguir adelante.

Maeve se detuvo a reflexionar.

—De modo que un bebé. ¿Es eso lo que ve para mí? ¿Lo ve, como dijo Sissy?

Señor, estas muchachas con tanta fe en la clarividencia y tan poca fe en su propia autonomía. En fin, si no había más remedio…

—Es lo que veo para ti. Puedes elegir, Maeve. Puedes esconderte o salir a luchar… —Una punzada de dolor en la región del hígado le hizo poner los ojos en blanco.

—¡Porras! —exclamó Maeve—. ¿Qué le ocurre? ¿Está bien?

—Estoy perfectamente. Es solo un dolor de barriga, probablemente debido a tanta agitación.

—¿Quiere sentarse?

—No, gracias, eres muy amable. Ahora debo irme a casa, pero te suplico que esperes a Matthew. Son las cuatro y media de la mañana y le dejarán marcharse dentro de dos horas y media. ¿No puedes esperar?

Maeve se mordió el labio. No quería volver a hacer nada por Matt en toda su vida, pero el dolor de Jemima en el estómago había inclinado la balanza de la autoridad moral en su favor.

—Te aseguro —dijo Jemima, resoplando al notar otra punzada de dolor—, te aseguro, Maeve, que un día volverás a ser feliz. Tu vida mejorará.

—¿Volverá a ser como antes?

Jemima suspiró.

—No se puede volver atrás, lo sabes muy bien.

—Entonces, ¿qué debo hacer?

¿Y de dónde sacaban la idea de que Jemima tenía todas las respuestas?

—… Quizá podrías… intentar avanzar.

Cuatro horas

Un río de sangre, y lo estaba vadeando. La sangre formaba remolinos alrededor de sus piernas mientras se esforzaba por abrirse paso contra la corriente, pero era muy fuerte y… Conall se despertó con un grito ahogado. Había tenido una pesadilla horrible, con toda esa sangre y… Ahora estaba despierto. Tenía el corazón en la garganta, pero estaba en su cama, estaba a salvo. El despertador marcaba las 4:45, aún podía dormir unas horas. Entonces pensó: «La bañera.»

Todavía tenía dentro la sangre de Matt. Cuando él y el gilipollas ese, Fionn, habían sacado de la bañera el cuerpo de Matt, ninguno de los dos había tenido el valor de introducir el brazo en el agua ensangrentada y tirar del tapón. Maeve no podía llegar a casa y encontrarse la bañera así. Tal vez ya hubiera llegado, pero tal vez no. Conall tenía que ir. La idea de volver a ese cuarto de baño le ponía los pelos de punta, pero tenía que hacerlo.

Cansado, casi deprimido, dio una palmada y la habitación se iluminó, e inopinadamente se juró que iba a hacer algo con esa maldita luz para volver al interruptor normal. Incluso estando completamente solo se sentía ridículo dando esas palmadas. Abrió el ropero y cogió los primeros tejanos que encontró, luego miró en derredor, buscando una camisa o una camiseta que no le importara manchar de sangre. Pero todo lo que tenía era caro y, en cualquier caso, ¿qué importaba?

Katie se despertó sobresaltada, reproduciendo en su mente, como en una película a cámara rápida, las atrocidades del día anterior: la llave todavía en la cerradura; los golpes en la puerta hasta que cedió; Conall entrando en el recibidor; gritando su nombre y —lo más espantoso de todo— Matt flotando, exánime, en el agua teñida de rojo. Aunque apenas se había detenido en la puerta unos segundos, tenía la sensación de haber pasado allí horas, tratando de comprender la macabra escena. ¿Matt? ¿Matt? ¿El joven, alegre, sonriente Matt? ¿Ese Matt? ¿Qué hacía ahí, pálido e inerte, balanceándose en una bañera llena con su propia sangre?… «La bañera», comprendió mientras el corazón le daba un vuelco. Eso era lo que la había despertado.

¿Seguía llena la bañera? De ser así, era preciso vaciarla y limpiarla, y lavar las toallas manchadas de sangre que habían dejado en el suelo, antes de que Maeve regresara a casa. Puso los pies en el suelo y de repente cayó en la cuenta de que Fionn no estaba. Había salido y aún no había regresado. Después de que se marchara malhumorado, a Katie le había dado algo de miedo irse a la cama. Se había acurrucado en el sofá y había visto porquerías en la tele esperando su vuelta. Si Fionn llegaba a casa antes de que ella se acostara, todo iría bien. En torno a las dos se sentía tan aterida y extraña que se había metido en la cama con la promesa de que no se dormiría. Tenía el presentimiento de que algo horrible iba a suceder si se dormía. Pero al parecer había sucumbido al sueño y ahora eran las cinco y Fionn no había vuelto. Tal vez estuviera abajo, en casa de Jemima, pero hasta eso sería una sentencia de muerte; llevaba semanas sin dormir allí.

La vida real finalmente les había dado alcance, eso era lo que había ocurrido. Durante semanas habían bailado un baile desenfrenado, eufórico, riendo y girando, viviendo a tope cada minuto. No obstante, durante todo ese tiempo Katie se había estado preparando para algo así. Había pronosticado que el programa de Fionn triunfaría y el éxito se le subiría a la cabeza o sería un fracaso y tendría que regresar a Pokey. Las cosas no habían ocurrido exactamente como ella había augurado; el programa no había triunfado, pero el éxito se le había subido a la cabeza de todos modos. Y solo había hecho falta un suceso desagradable para que ambos se dieran cuenta del poco consuelo que eran el uno para el otro.

No podía quitarse de la cabeza la indiferencia con que Fionn trataba a Jemima y su falta de empatía por Maeve, pero, así y todo, tampoco podía detestarlo, por lo menos en ese momento. Quién sabe cómo se sentiría dentro de una hora o un día o una semana. A Fionn le habían pasado demasiadas cosas demasiado deprisa. Había que tener la autoestima muy fuerte para no dejarse influir por toda la atención que él había recibido últimamente.

Y, sinceramente, no podía más. Estaba agotada de tanto trasnoche, alcohol y sexo. Tenía la piel hecha polvo, llevaba semanas sin poner una lavadora y su rendimiento en el trabajo era escandalosamente bajo.

Hablando de trabajo, tampoco le gustaba la manera en que había empezado a tratar a Fionn, como si fuera uno de sus artistas, prometiéndole que todo saldría bien, hablándole con paternalismo.

La asaltó la extraña ocurrencia —sobre todo para una mujer con una relación con la comida como la suya— de que estar con Fionn era como comer chocolate a todas horas: maravilloso en teoría, si bien de vez en cuando no te importaría una comida como Dios manda.

Había una chaqueta sobre la silla. Katie se la puso encima del pijama y se calzó unos zapatos de tacón mediano; se sentía demasiado débil para unos de doce centímetros. Cogió un limpiador, guantes de goma y un par de estropajos de debajo del armario del fregadero y descendió a la planta baja. Bajo la luz proyectada por las farolas de la calle vio que en el piso de Matt y Maeve habían colocado una puerta de DM provisional, con una cerradura nueva y flamante. Sobre la mesa de la portería descansaban dos llaves igualmente flamantes.

Solo tenía que coger una y entrar, pero de pronto ya no estaba tan segura. Entonces tuvo un impulso de lo más extraño. Decidió abrir la puerta de la calle porque Conall Hathaway estaría esperando fuera.

Giró el pomo, abrió la puerta y de pie, en el escalón, estaba…

—¿Conall?

—¿Katie?

«Cuántas cosas extrañas están sucediendo —pensó ella—. No puedo asimilarlas todas.»

—Son las cinco de la mañana —dijo.

—Las cinco y cuarto. —Conall miró su reloj y luego miró a Katie, completamente atónito—. Estaba a punto de llamar a tu piso para que me abrieras. Mira. —Señaló su mano—. Me disponía a tocar el botón con tu nombre y de pronto… te has materializado.

—He debido oír tu coche —dijo débilmente Katie—. ¿Estás buscando a Lydia?

—No. Está trabajando. —Bueno, tal vez; por lo menos su coche no estaba. No tenía intención de contarle ahora a Katie que habían roto—. Hace una media hora me he despertado sobresaltado y lo primero que he pensado ha sido: «La bañera.»

—Yo también. —Katie le mostró los avíos de limpieza—. No quería que Maeve…

—… se encontrara todo ese horror…

—… así que he decidido bajar y…

—… vaciar la bañera y…

—… limpiar un poco.

Intercambiaron una sonrisa trémula.

—Me gustan tus zapatos —dijo él.

—Hay que mantener ciertos mínimos. ¿Y qué llevas puesto tú? —Tocó su jersey negro con las yemas de los dedos—. ¿Cachemir? ¿Para limpiar sangre?

—No tengo ni idea de qué es —repuso Conall—. Necesitaba ponerme algo. Además, qué importa si se mancha de sangre.

Katie asintió con gravedad.

—Te entiendo. Hay cosas mucho más importantes. Pero Matt se pondrá bien. Fionn me ha dicho que le han puesto cuatro litros de sangre y que saldrá del hospital por la mañana.

Conall asintió.

—¿Le conocías? ¿A Matt?

—Solo de saludarlo en la escalera. ¿Y tú?

—Solo de vista.

—Pero eso no cambia las cosas.

—No… Temía que Maeve hubiera regresado —dijo Conall.

—Fionn me ha dicho que a medianoche seguía en el hospital.

—… y las llaves están aquí…

—… supongo que podemos entrar…

Entraron en el silencioso piso y recorrieron el corto pasillo hasta el cuarto de baño. Conall empujó la puerta con las puntas de los dedos y ahí estaba la bañera, llena de sangre. Más roja y espeluznante aún de lo que la recordaba.

Tragó saliva.

—Hay que quitar el tapón.

Se miraron.

—Yo lo haré —dijo Katie.

—No, déjame a mí…

Katie avanzó dos pasos, hundió un brazo, tiró con fuerza y, al instante, un ruido de desagüe.

—Ya está. —Intentó sonreír.

—… Eh… gracias. Eres asombrosa. —Conall le tendió una toalla para que se secara el brazo.

Katie se encogió de hombros, algo cohibida.

—No ha sido nada.

—Yo no quería hacerlo.

—Nadie querría hacer algo así.

—Creía que estaba muerto —dijo Conall con la voz ronca—. La primera vez al entrar ha sido horrible. Nunca lo olvidaré.

—Yo al principio, curiosamente, no sabía qué estaba mirando —dijo Katie—. No podía entenderlo.

—Sé a qué te refieres…

—No entendía por qué el agua estaba tan roja.

—Y por qué Matt estaba tan… ya sabes. Nunca se está preparado para ver algo así.

—Nunca —convino Katie con empatía—. Es lo más espantoso que he visto en mi vida. Dios… —Lágrimas silenciosas empezaron a rodar por su cara.

—¡No llores! —Conall le colocó una mano tímida en el hombro y como Katie seguía llorando, la atrajo hacia sí—. Se pondrá bien.

—Pero es tan triste. —Katie se dejó apretar contra la suavidad de su jersey. Poder soltarse era un alivio—. ¿Qué estaría pasando en sus vidas para llegar a esto?

Conall descansó el mentón en la cabeza de Katie y ella lloró en su jersey. Cuando lo peor del llanto pasó, se apartó.

—Ya estoy bien.

—¿Seguro?

—Sí. Gracias. —Pero se había sentido bien en sus brazos, y de repente se le ocurrió que ella y Conall tal vez pudieran ser amigos, después de todo—. Limpiemos.

—De acuerdo. —Conall procedió a recoger del suelo las toallas ensangrentadas—. ¿Qué hago con esto?

—Mételo en la lavadora y… Oh, probablemente no tienes ni idea de cómo se pone una lavadora.

—Naturalmente que sí.

—Veámoslo.

—¡Muy bien!

Conall avanzó con el fardo de toallas por el pasillo hasta dar con el lavadero, lo metió en la lavadora y cerró la portezuela.

—Tienes que encenderla —dijo Katie—. Y seleccionar el programa adecuado.

—Lo sé.

Conall giró la esfera un par de veces —no podía ser tan difícil— y esperó a que ocurriera algo.

—Detergente —dijo Katie, pasándole una caja.

—Ah, sí, casi lo olvido. —Abrió la portezuela y cuando se disponía a verter media caja Katie lo detuvo.

—No, ahí no. —Estaba riendo. De hecho, le había entrado la risa tonta. Probablemente una reacción retardada—. No tienes ni idea, ¿verdad?

Conall la miró. Nunca reconocía no saber algo.

—Esta máquina es diferente del modelo que yo tengo.

Katie le sostuvo la mirada hasta que Conall bajó la vista.

—De acuerdo, no tengo ni idea.

—Fabuloso —dijo Katie casi con alegría—. Era cuanto deseaba oír.

Puso el detergente, seleccionó el programa adecuado y cuando el tambor empezó a girar, regresaron al cuarto de baño y juntos procedieron a fregar la bañera y el suelo, a limpiar las salpicaduras rojas que adornaban las paredes y baldosas, borrando todas las huellas. Trabajaron en silencio hasta terminar la tarea.

—Creo que ya está todo. —Blandiendo el brazo, Katie pasó el estropajo por la última mancha y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la bañera.

»Dios, ha sido duro. —Se secó el sudor de la cara con la manga de la chaqueta.

—Pero gratificante. —Conall se unió a ella en el suelo, reclinándose en la pared opuesta.

—También.

Animada por el ambiente casi festivo que los envolvía, decidió arriesgarse.

—Conall, ¿puedo hacerte una pregunta? Hay algo que me tiene muy intrigada.

—Adelante.

—¿Hablas portugués?

—Bueno, digamos que me defiendo.

—¿En serio? ¿Lo juras por Dios?

—Sí.

—¿Y por qué lo sabía Jason?

—… Veamos… —Conall se tamborileó los labios con los dedos mientras pensaba—. ¡Ah, sí! Me lo encontré en un acto de la Cámara de Comercio Portuguesa. Su prometida, y ahora supongo que su esposa, es portuguesa. Pero eso ya lo sabes.

—Me gusta saber que no siempre mientes.

Conall la miró horrorizado.

—¡Venga ya! ¡No me mires así!

Rápidamente, Conall dijo:

—Katie, he cambiado.

—Qué suerte para Lydia. Siempre te dije que mi sucesora recogería los frutos de mi duro trabajo.

—Sí, pero…

—Pensaba que había oído voces.

Conall y Katie se volvieron bruscamente. Jemima, aparentando cada uno de sus ochenta y ocho años, estaba en la puerta del cuarto de baño.

—Quería borrar todas las huellas de la insensatez de Matthew antes de que Maeve lo trajera a casa, pero veo que dos ángeles protectores se me han adelantado.

Dos horas

Jemima, tras persuadir a Maeve de que esperara en el hospital hasta las siete para acompañar a Matt a casa, tenía una última buena obra que hacer, y la verdad que ese encantador escenario, con Katie y Conall trabajando codo con codo, no podía ser más idóneo. La vida era una cuestión de sincronía. Y también la muerte.

Se llevó el dorso de la mano a la frente y, doblegándose como un acordeón, se permitió un pequeño colapso.

—¡Ostras! —Conall se levantó de un salto y la cogió antes de que sus rodillas golpearan el suelo—. ¿Se encuentra bien?

«¿Tú qué crees, querido? Acabo de fingir un desvanecimiento impecable.»

—Será mejor que se estire. —Conall miró a Katie en busca de confirmación y ella asintió.

—Jemima, si Conall la sostiene, ¿cree que podría subir hasta su casa? —preguntó Katie.

—Sí —dijo débilmente Jemima. Qué criatura tan considerada, esta Katie. Qué desagradable sería para Matthew y Maeve encontrarse a una anciana enferma tirada en su sofá. Además, Jemima tenía sus propios planes, y prefería llevarlos a cabo sin interrupciones.

Conall insistió en trasladar a Jemima en brazos hasta su piso, donde sorteó hábilmente el pesado mobiliario que abarrotaba el salón y la dejó cuidadosamente en el diván. Rencor se paseaba inquieto, como una vieja maniática.

—Lamento mucho el numerito —murmuró Jemima.

—Todos estamos un poco tocados por lo ocurrido anoche —dijo Katie.

—¿Podemos darle algo? —le preguntó Conall—. ¿Un vaso de agua? ¿Una pastilla?

—Cielo santo, no —dijo Jemima—. No necesito nada. Nada salvo…

—¿Salvo? —dijo Katie—. ¿Le gustaría que Fionn estuviera aquí? —La preocupación se reflejó en su rostro. Su expresión decía «No sé dónde está».

—No necesito a Fionn. —Pese a lo mucho que lo quería, Jemima tenía cosas más importantes que hacer—. Pero ¿podríais tú y Conall quedaros un rato conmigo? No será mucho, os lo aseguro.

—Por supuesto —dijo Katie.

—Claro —añadió Conall.

Katie era una chica adorable, pensó Jemima. Desde el principio había sabido que se quedaría. Y Conall, lógicamente, haría cualquier cosa por complacer a Katie.

De modo que Fionn no había pasado la noche en casa de Jemima, pensó Katie. Eso significaba que la había pasado en otro lugar, lo que abría todo un abanico de posibilidades y ninguna de ellas agradable. Había conocido a una chica y se había acostado con ella. ¡Pero no! ¡No pensaría en eso! Ahora no. En otro momento, cuando se sintiera con fuerzas. Porque iba a dolerle, y mucho. No solo por los celos de lo que hubiera estado haciendo en su ausencia, no solo por el dolor de la ruptura —porque todo apuntaba a que la relación entre ella y Fionn estaba agotada— sino por todo el sufrimiento que Fionn había sofocado en ella. Fionn había conseguido anestesiarle la tristeza relacionada con Conall, sacar brillo a su rutina hasta convertirla en una gema fulgurante y enseñarle que había vida, mucha vida, después de los cuarenta. Todo eso se había terminado, comprendió Katie. Se había agotado.

Su mayor miedo era volver a sentir la terrible sensación de pérdida que había experimentado cuando descubrió que Conall estaba saliendo con Lydia. El dolor fue atroz y no se veía con fuerzas para volver a pasar por él. Un impulso masoquista la llevó a hacer una breve exploración, solo para comprobar cuán terrible era… pero probablemente no estaba indagando lo bastante a fondo, porque se sentía sorprendentemente bien.

¡Y a lo mejor estaba bien! ¿Había sido esa la finalidad de Fionn? ¿Entrar en su vida para sanarla y marcharse una vez que estuviera completamente curada?

Había tomado una copa con Conall y su novia. Y ella y Conall habían limpiado un cuarto de baño en un ambiente cordial. Y míralos ahora, atendiendo a una anciana.

O puede que estuviera interpretando mal la situación con Fionn. Tal vez lo único que había sucedido era que habían tenido su primera discusión seria. Tal vez Fionn estuviera pasando la noche con Grainne y Mervyn y en cualquier momento aparecería por la puerta, contrito y rebosante de amor, y se abrazarían y llorarían, diciéndose lo mucho que lo sentían, y saldrían fortalecidos de la experiencia. Podría ocurrir.

Jemima se quitó algunas horquillas del moño.

—Me estaban agujereando el cráneo —dijo—. Llevo ochenta años soportando esta incomodidad diaria y ya he tenido suficiente.

—Va a soltarse el pelo —dijo Conall.

—¡Justamente, querido!

—Nunca es demasiado tarde.

—Quédate con esa idea, Conall, como dicen en esos programas americanos. Y ahora… —Jemima se reclinó de nuevo en el diván. Estaba pálida por el esfuerzo de quitarse las horquillas.

Katie se arrodilló junto al diván, con una mesa de caoba maciza detrás y un sillón de flores al lado.

—¿Quiere que le coja la mano? —Intuía que Jemima necesitaba un poco de consuelo, pero nunca podías estar seguro con los pijos protestantes. Las muestras de afecto podían ofenderles terriblemente.

—¿No te importa, cielo? Me reconfortaría mucho. —Jemima esbozó una sonrisa de agradecimiento y alargó una mano menuda y venosa.

—Si quiere, yo puedo cogerle la otra —se ofreció Conall.

—¡Conall! —exclamó Jemima—. Eso sería maravilloso.

Katie lo miró sorprendida. ¿Cuándo había empezado a ser amable con las ancianas? Conall se encogió de hombros, como diciendo «¿Por qué no?».

Efectivamente, ¿por qué no?

Rencor se instaló en medio, entre Katie y Conall, con su peluda cabeza sobre el regazo de Jemima, y en lo único que Katie podía pensar era en lo raro, rarísimo, que era todo eso. ¡Ella! ¡Y Conall Hathaway! ¡En el apartamento de Jemima! ¡Con las manos cogidas! ¿Qué habían hecho para acabar en un triángulo tan extraño?

Nadie hablaba. Los acontecimientos de las últimas doce horas los habían dejado agotados, comprendió Katie. Transcurrido un rato, una vocecita dentro de su cabeza se preguntó, inquieta, cuánto tiempo esperaba Jemima que permanecieran así. ¿Se sentía lo bastante recuperada para quedarse sola? Pero sería poco cortés preguntárselo. Además, de un momento a otro Conall tendría que largarse para coger un avión o absorber el mundo, y entretanto no podía negar que estar sentada en la moqueta de Jemima, cogiéndole la mano, le producía una extraña paz. Tan solo podía oír sus respectivas respiraciones, la de Conall, la de Jemima y la suya propia. Y la del perro, claro.

—¿Puedo…? —preguntó Jemima con cautela—. ¿Puedo…? Hum… ¿pensaréis mal de mí si os pido un pequeño favor?

—Adelante —dijo Conall.

—¿Podríais contarme… el caso es que es algo que he deseado toda mi vida… algún chisme?

Una hora

Desconocido y pelado, un tablero de DM esperando una mano de pintura. Al ver la puerta, Maeve se indignó.

—Mira lo que has hecho —le dijo a Matt.

—Dios. —Matt contempló el tablero en tanto se preguntaba qué había sucedido. Parecía mareado.

—Supongo que esas deben de ser las llaves. —Maeve agarró un juego de la mesa del vestíbulo y Matt alargó una mano, esperando que se las pasara, pero ella ya estaba introduciendo una llave en la cerradura.

Volvía a estar furiosa. El sermón de Jemima había conseguido calmarla; durante un rato se había sentido extrañamente esperanzada, pero ahora la ira la inundaba de nuevo y dominaba todos sus sentidos: se notaba la piel densa, las manos torpes, los ojos calientes, la lengua hinchada. Llevaba tanto tiempo sin sentir nada que ahora todo se le venía encima de golpe y su cuerpo luchaba por contenerlo.

Sus dedos temblorosos tardaron un rato en pillarle el truco a la nueva cerradura.

—Joder con la llave —murmuró. Maeve raras veces decía palabrotas, y la experiencia le resultó sumamente gratificante. Cuando la cerradura cedió al fin, abrió la puerta con un fuerte y agradable empujón. Lo primero que notó fue el olor a limpio que flotaba en el aire. Seguramente alguno de sus vecinos había entrado en el piso para hacer desaparecer todas las huellas de… de… no sabía cómo describir lo que Matt había hecho.

Era todo un detalle. Probablemente había sido Katie, se dijo. Pero no pudo evitar que su ira se filtrara también en ese acto de buena vecindad. A Matt no le habría ido nada mal ver otra prueba de lo que había hecho.

—¿Te apetece un té? —le preguntó de mala gana.

—Me encantaría.

Maeve puso agua a hervir, entró en el dormitorio y sacó una enorme maleta de debajo de la cama. La habían usado por última vez en su luna de miel; todavía llevaba colgada la etiqueta de Malaysian Air. Cogió la maleta con los dos brazos y la dejó caer con fuerza sobre la cama, donde rebotó varias veces. Luego levantó la cerradura y, con un amplio gesto de los brazos, la abrió.

Empezaría con los zapatos de Matt. Ahí estaban, colocados ordenadamente en el suelo del armario. Procedió a lanzarlos uno a uno en dirección a la cama. Los había que aterrizaban en la maleta, otros rebotaban en la cama, golpeaban el radiador o se estrellaban contra la ventana.

Era como un juego, y bastante divertido, la verdad, por lo que se llevó un disgusto cuando se le acabaron los zapatos.

En cualquier caso, seguro que el agua hervía ya. Fue a la cocina y preparó té. Matt estaba sentado en el sofá de la sala, encogido y avergonzado.

—Té. —Le pasó bruscamente la taza—. He empezado a recoger tus cosas.

Matt la miró atónito.

—¿Oh? —preguntó ella—. Creías que no hablaba en serio, pero te equivocabas. Esto es real. Está ocurriendo.

—¿Cómo te las apañarás sola?

—No pensaste en eso cuando te preparaste el baño ayer, ¿verdad?

Matt dejó caer la cabeza.

—No debí hacerlo. —Se atragantó—. Ojalá pudiera dar marcha atrás.

—Sabré arreglármelas sola. Será mejor que vivir contigo y esperar a que intentes matarte de nuevo.

Mientras estaba sentada al lado de la camilla en el servicio de urgencias, había elaborado un plan. No era su intención echar a Matt del piso, solo quería asustarlo como él la había asustado a ella, porque tenía previsto volver a casa de sus padres. Su vida estaba acabada de todas formas, había acabado tres años atrás, y vivir en el culo del mundo no podía empeorarla. Y si en la granja su desesperación se volvía insoportable, siempre podía ahorcarse en un granero o hacer equilibrios por el borde de un foso de estiércol o acercarse más de la cuenta a una cosechadora. Opciones no le faltarían. Bien mirado, era un auténtico milagro que la gente de campo lograra vivir más allá de los veintiuno.

Llevaba tanto tiempo pensando en la muerte que se sentía totalmente cómoda con la idea. Tenía que reconocer que no había llegado tan lejos como Matt, pero no quería vivir. La diferencia era que no había estado segura de cómo quería quitarse la vida. Pero tarde o temprano lo habría hecho.

Treinta minutos

Lydia estaba tan agotada que se sentía enferma. Los trágicos sucesos de esa noche habían hecho mella y no le quedaban fuerzas para nada. Ni siquiera para dormir. ¿Era eso posible?, se preguntó. ¿Estar demasiado cansada para poder dormir? Pero estaba demasiado cansada para pensar en eso. La tele, he ahí lo que necesitaba. Se desplomó cuan larga era en el sofá y buscó el mando. Gracias a Dios que era sábado y no tenía que soportar las porquerías matinales de los días laborables: cambios de imagen, dietas y recetas. Primero encontró un programa sobre Botsuana, luego dio con otro sobre Cuba. Entre el sueño y la vigila, disfrutó de su indolencia soñando con países remotos. Caray, qué gustazo. Podía quedarse dormida allí mismo sin el temor de que los polacos la molestaran.

Cuando el timbre del telefonillo sonó, interrumpiendo bruscamente su placidez, se puso furiosa. ¡No! ¡Nooooo! No pienso contestar.

Sonó de nuevo.

No pienso contestar.

Sonó de nuevo.

Aunque llames un millón de veces, le dijo al telefonillo, no pienso contestar.

Sonó de nuevo.

¡Maldita sea! Se levantó del sofá impulsando la barriga hacia delante, como una saltadora de pértiga. Avanzó dando tumbos por el pasillo y apretó el botón del telefonillo. Diez segundos después alguien llamó a su puerta y Lydia la abrió con vehemencia.

—¿Qué?

Delante había un hombre de ojos castaños, cabellos ligeramente largos y un aire salvaje. Seguro que vende fregonas, se dijo. Pero, para su espanto, advirtió que debajo del sobaco llevaba un estuche con algún tipo de instrumento musical. ¿Un músico callejero a domicilio? ¿Cuándo había empezado esa broma? Dios todopoderoso, ¿pretenden atormentarnos hasta en nuestra propia casa?

—Te daré dinero si prometes no cantar —dijo.

Él la miró desconcertado.

—Soy Oleksander. Oleksander Shevchenko.

—¿Quién? ¡Ah! La persona que vivía aquí antes que yo. —¡No un animador errante! La cara de Lydia se iluminó.

—¿Y tú? —dijo él—. ¿Eres nueva inquilina? ¿Vives en cuartito?

—Sí, sí. ¿Vienes a recoger tu correo? Entra, entra.

—… ¿Y nadie de tu familia sabía que Charlie tenía un hijo? —Jemima no podía creerlo.

—Nadie —respondió Conall con cierta petulancia, contento de poder ofrecerle tan jugoso chisme a Jemima—. Solo Katie, y porque yo se lo conté. Me enteré por pura casualidad. —Conall tropezó con la información cuando estaba «racionalizando» una empresa y una mujer le suplicó que le conservara el empleo porque tenía un hijo que mantener y no recibía un céntimo del padre, que resultó ser Charlie Richmond, el hermano menor de Katie.

—Pero ¿por qué tu hermano se negó a contárselo a tus padres? —Jemima deseaba entenderlo—. Seguro que les habría encantado saber que tenían un nieto.

—Porque la madre de Katie es… —Conall se detuvo y miró a Katie.

—¿Qué? —repuso ella.

Eligiendo cuidadosamente las palabras, Conall dijo:

—Una mujer insatisfecha que… eh… subestima a sus hijos.

Katie bajó la mirada y sonrió para sí.

—Nunca me lo dijiste.

Los ojos de Conall ardieron de indignación.

—No habría servido de nada. He cometido muchos errores contigo, demasiados, pero no soy ningún estúpido.

—Debo decir —intervino alegremente Jemima— que es un chisme de lo más entretenido. Ha merecido la pena esperar toda una vida. —Se revolvió bajo el peso de la cabeza de Rencor—. Ahí no, querido. Me duele demasiado.

—¿Por qué? —preguntó Katie, tal como esperaba Jemima.

—Hace cuatro años tuve cáncer. —Con un gesto despreocupado de la mano, dio a entender que no fue peor que un golpe en el dedo gordo del pie—. Y el muy sinvergüenza ha vuelto.

Katie y Conall se miraron.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Katie con cautela—. ¿Se ha hecho pruebas?

—No es necesario, puedo sentir los tumores. Uno en el hígado, bastante grande. Ya no puedo abrocharme la falda. Una auténtica lata. —Sonrió—. Cuando ya no te entra la falda, significa que es hora de partir.

—… Eh… nosotros podemos comprarle una falda nueva —dijo Conall, tratando de ocultar su abatimiento bajo un tono jovial—. Un ropero completo.

—Eres muy amable, pero eso no haría desaparecer los bultos que tengo debajo del brazo izquierdo, ni los de detrás de las rodillas.

La sonrisa desapareció bruscamente de su cara. Conall miró nervioso a Katie. ¿Hablaba Jemima en serio? Katie respondió a la mirada implorante de Conall sacudiendo levemente la cabeza: no tenía la menor idea de lo que estaba pasando.

—Ya veo que os he violentado —dijo Jemima— y os pido disculpas. Y también puedo ver que dudáis de lo que os digo, pero os aseguro que hablo completamente en serio.

Como respuesta a su silencio, repitió:

—Completamente en serio.

—Entiendo… —Conall parecía perplejo—. ¿Cómo podemos ayudarla?

—No podéis.

—Siempre se puede. —Conall hurgó en su bolsillo, buscando el móvil—. Encontraré un médico.

—No hay problema que se le resista. —Jemima le sonrió a Katie, que no le veía la gracia por ningún lado—. Apuesto a que llamará a la sacrificada Eilish. ¡Consigue una puerta nueva, Eilish! ¡Consigue un oncólogo, Eilish! Pobre mujer. Conall, guarda ese maldito cacharro. Ningún médico puede ayudarme ya.

Jemima giró el cuerpo para arrebatarle la BlackBerry y la falda se le levantó, revelando unos extraños bultos y protuberancias, como minicordilleras, detrás de sendas rodillas.

Dios mío, pensó Katie, no había exagerado un ápice.

Miró a Conall y supo, por la expresión de su cara, que se había sobrepuesto al shock inicial.

—¡Se acabó! —Había tenido suficiente—. ¡Voy a pedir una ambulancia!

—¡Ni hablar! —aulló Jemima—. Te lo prohíbo terminantemente.

Conall advirtió, atónito, que le daba miedo desafiarla.

—Ya es tarde —prosiguió Jemima.

—No lo es. —Conall ya podía verla entrando en camilla en un quirófano, recibiendo inyecciones de fármacos mágicos, cientos de maneras en que los médicos podían curarla. Nervioso, se pasó la BlackBerry de una mano a otra.

—Ya es tarde, querido —repitió Jemima.

—No podemos quedarnos cruzados de brazos. —Conall creía que iba a reventar de impotencia.

—Sí podemos —dijo Jemima—. Será una buena lección para ti, Conall. A veces, cruzarse de brazos es lo mejor que uno puede hacer.

—Pero ¿por qué no ha hecho nada hasta ahora? —exclamó Katie. ¿Por qué Fionn no había insistido en que buscara ayuda? ¿Y por qué no le había contado que Jemima estaba enferma?

Jemima parecía avergonzada.

—¿Me tacharíais de cobarde si os dijera que no quería soportar otra tanda de quimio? Es terriblemente desagradable. Tengo ochenta y ocho años y he tenido una buena vida, exceptuando, claro está, la falta de chismes.

—Pero ¿y el dolor? ¿Acaso no siente dolor? —preguntó Conall.

—Ah, el dolor —dijo desdeñosamente Jemima—. La gente tiene pánico al dolor, pero ¿de qué otra manera podemos saber que estamos vivos? Conall, te lo ruego, guarda ese teléfono y vuelve a cogerme la mano. Me estaba gustando.

A regañadientes, Conall se sentó de nuevo en el suelo y Jemima le tendió una mano.

—¿Por qué nos cuenta todo esto si no quiere que la ayudemos? —preguntó.

—No has de tener miedo, Conall. Todas las cosas ocurren por algo.

—Eso no es una respuesta.

Jemima rió.

—Y eso tampoco.

—¿Hay alguna persona a la que le gustaría que telefoneáramos? —preguntó Katie, eligiendo sus palabras con cuidado. No había duda de que Jemima estaba muy enferma, mucho más de lo que habían imaginado cuando había sufrido el pequeño desvanecimiento en casa de Matt y Maeve, y por el momento no parecía que fuera a levantarse del diván. ¿Hasta qué punto era apropiado que fueran ella y Conall quienes la acompañaran? Jemima conocía a Katie bastante bien, pero Conall era prácticamente un desconocido—. ¿Para que esté aquí con usted?

—Os quiero a vosotros dos.

«¿Por qué?»

—Sea como sea —Katie hizo acopio de valor—, Fionn debería estar aquí.

Eso significaba que tenía que intentar localizarlo, algo que no quería hacer porque podría tropezar con una situación dolorosa.

—Durante las últimas semanas he intentado contárselo varias veces, pero siempre nos interrumpían.

—¿Me está diciendo…? —Dios mío, Fionn no lo sabía—. Conall, déjame tu teléfono, deprisa, el mío está arriba.

Conall se lo pasó con mano torpe y Katie le dejó a Fionn un mensaje seco y escueto: «Vuelve a casa enseguida. Es urgente.»

—Yo también quería quitarme la vida —dijo de repente Maeve.

Matt la miró atónito.

—¿Por qué no me lo contaste?

—¿Por qué no me lo contaste tú a mí?

Matt levantó la vista. Tenía los hombros hundidos, los ojos muertos.

—Jesús, qué desastre —dijo en un tono hastiado—. Tú querías quitarte la vida y yo, de hecho, lo he intentado. Supongo que el verdadero milagro es que hayamos sobrevivido todo este tiempo.

—Ha sido… —Maeve tuvo que callar—. No puedo encontrar la palabra justa. Una pesadilla no sería lo bastante precisa, se queda demasiado corta.

—Las pesadillas terminan.

—Y esto seguía y seguía. A veces, de niña, pensaba en mi vida y me preguntaba qué iba a ocurrirme, porque siempre decían que a todo el mundo le pasaban cosas malas en algún momento. Yo intentaba prepararme pensando en cosas que podrían ocurrirme. Pero nunca se me ocurrió pensar en esto. Nunca pensé que podrían violarme. Y nunca pensé que me sentiría tan… tan… Nunca imaginé que fuera posible sentirse tan mal durante tanto tiempo.

—Cariño…

—Y te pido perdón, Matt. Sé que para ti ha sido muy duro. Te viste atrapado en mis problemas. No habías previsto algo así cuando te casaste conmigo.

—Te quería.

—Pero fue demasiado para los dos. Somos humanos. Y los dos queríamos quitarnos la vida. Eso no es una buena señal.

Matt esbozó una sonrisa débil.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó Maeve—. ¿Sigues sin verte capaz de seguir adelante?

—No tanto como antes.

—Como yo. Ven, ayúdame a guardar tus cosas.

Lentamente, Matt recogió sus zapatos de todos los rincones del dormitorio e hizo una fila con ellos en el suelo.

—Será mejor que guardemos primero la ropa —dijo.

—Vale. —Maeve abrió uno de los cajones de Matt, agarró una brazada de ropa y al volcarla sobre la maleta, los recuerdos la asaltaron. Era el olor, comprendió. El impacto de la ropa había levantado una nube de olor. Podía oler su luna de miel: sal marina, sándalo, aire húmedo y fecundo— como si estuvieran ahora en ella. ¿No era increíble que el residuo hubiera sobrevivido con tanta fuerza durante tres largos años? En el fondo de la maleta todavía había pétalos de rosa secos. Cogió un par.

—¿Los recuerdas?

—Por supuesto. —Los ojos de Matt brillaron durante unos instantes—. Cada noche, después de cenar. —Regresaban a su habitación y descubrían que una persona misteriosa había dibujado con pétalos de rosa un enorme corazón rojo sobre la colcha.

—Al principio nos pareció superromántico.

—Ah, no, a mí siempre me pareció una cursilada.

—No seas mentiroso. ¡Te encantaba!

—Supongo que me parecía bonito que alguien se tomara la molestia.

—Pero poco a poco nos convertimos en unos ingratos, ¿recuerdas? Decíamos que los corazones eran cada vez más pequeños y torcidos.

—Y los pétalos se nos colaban en la cama.

—… y nos los encontrábamos en todas partes —dijo Maeve.

—En todas partes —repitió él.

—¿Te acuerdas del baño que nos preparó el mayordomo?

—No… ¡Ah, sí! Es cierto. ¡Otra vez los malditos pétalos!

—Acabamos cubiertos de pétalos y no podíamos quitárnoslos…

—… y se habían ennegrecido con el agua y parecía que tuviéramos sarcoma de Kaposi.

Pero eso no les impidió secar al otro con suma delicadeza y hacer el amor por enésima vez. Era increíble, pensó Maeve, la cantidad de sexo que practicaron durante esas dos semanas, como si hubieran sabido que todo iba a detenerse de golpe y que debían disfrutar al máximo mientras pudieran.

—Éramos tan felices en aquel entonces… —dijo Maeve—. Porque lo éramos, ¿verdad? ¿No me lo estoy inventando?

—Me sentía el hombre más afortunado del planeta. Hablo en serio. Tú eras todo lo que siempre deseé… No, mejor dicho eras todo lo que ignoraba que siempre había deseado y me aterraba la idea de no conquistarte.

—Y ya ves cómo ha terminado —dijo Maeve—. Tres años después intentas matarte.

Asaltada por el espantoso recuerdo, Maeve sintió unas ganas terribles de llorar.

—Maeve, por favor, lo hice porque pensaba que estarías mejor sin mí. Pensaba que no podía ayudarte.

—Pues estabas muy equivocado.

Maeve se acercó a Matt y se abrazó con fuerza a su cuerpo, a su firmeza, su realidad, su calor, su vida, mientras sentía los latidos de ambos corazones.

—No vuelvas a hacerme esto —susurró—. Ha sido mucho peor que todo lo que ha sucedido en los últimos tres años. Muchísimo peor.

—Entra, entra. Tus cartas están en la cocina. No tengo tiempo para cumplidos, estaba viendo un…

Suavemente, Oleksander Shevchenko le preguntó:

—¿Encuentras cómoda mi cama?

Lydia casi se había dado la vuelta, pero la impertinencia le hizo girarse de nuevo con una mueca de desprecio. Menudo sinvergüenza. Últimamente solo tropezaba con sinvergüenzas.

—¿Mi cama…? —insistió él con mirada insolente—. ¿Es de tu agrado?

—Ya que lo preguntas —Lydia le miró directamente a los ojos—, tu cama es de mi agrado. —Sabía defenderse perfectamente de los hombres insolentes.

¡Un momento! Sus corrientes cardíacas se están descontrolando, ahí mismo, en el recibidor, con luces parpadeantes y el sonido de aplausos, como una máquina tragaperras cuando alguien ha hecho premio.

Pero ¿es eso suficiente? ¿Estamos a tiempo? ¿Pueden enamorarse y tener sexo en los próximos veintidós minutos? Porque es todo lo que me queda.

De repente —no, por favor, no— Lydia se acordó de la chica que había preguntado por Oleksander, recordó que le había prometido que si Oleksander iba le daría su número de teléfono. Y en opinión de Lydia, una promesa era una promesa.

—Vino alguien preguntando por ti.

El miedo se dibujó en la cara de Oleksander.

—¿Hombres grandes con pistolas?

—No, una chica.

—Bromeaba. —Oleksander suspiró con pesar—. Los ucranianos somos muy bromistas. Nos gusta mucho el cachondeo, como a los irlandeses, pero la barrera del idioma… Me paso el día gastando bromas pero no consigo que los irlandeses las pillen.

—Bueno, ¿quieres las cartas o no?

La siguió hasta la cocina, donde Lydia buscó la pila de sobres.

—¿La chica que vino era Viktoriya? —preguntó.

—No —dijo Lydia pensativamente—. No se llamaba Viktoriya. Siobhan, creo que se llamaba, una cobradora de morosos irlandesa que quería entregarte una orden judicial.

Oleksander la miró horrorizado.

—Pero yo no tengo… yo no he…

Lydia dejó pasar tres segundos. Cuatro. Cinco. Luego, dijo con dulzura:

—Era una broma.

—¡Ah! ¡Cachondeándote de mí!

—Eso, cachondeándome de ti. He oído que te encanta.

Estos dos encajan a la perfección, sencillamente a la perfección. Arqueamientos de ceja, expresiones de desafío y miradas provocativas. Si pudiera guiarlos hacia el dormitorio… Sé que Lydia no me vendría con historias de que ella no se acostaría con un hombre al que solo hace diez minutos que conoce. Para reacciones espontáneas, para alguien que coja el toro por los cuernos, ella es mi chica.

—Sí, era Viktoriya.

¡Viktoriya da igual! ¡Olvídala, olvídala!

La cara de Oleksander se iluminó para ensombrecerse un instante después.

—No tengo su teléfono.

—No te preocupes, lo dejó anotado. Y me dio un recado para ti… —¿Cómo era?—. Sobre un hombre. El hombre…

—¿Del Ministerio de Agricultura?

—Exacto. Me dijo que te dijera que olía a vaca.

Oleksander rió para sí.

—Qué peste, ¿no?

—A menos que te guste cómo huelen las vacas, supongo. Toma. —Lydia había encontrado la nota de Viktoriya—. Y aquí tienes tu correo.

Veinte minutos

El único sonido en la estancia era el tic-tac de un enorme reloj de madera. Jemima tenía los ojos cerrados, serenos, y Katie, Conall y Rencor la observaban con ternura. Katie se había olvidado de la idea de escapar y, a juzgar por la tranquilidad que irradiaba, dedujo que Conall había renunciado a la demente idea del quirófano y la quimio. En la estancia reinaban un silencio y una calma tales que Katie empezó a sumirse en un estado de somnolencia, y no fue devuelta al presente hasta que Jemima habló.

—He tenido una vida buena y feliz en la tierra.

—¿Qué más se puede pedir? —dijo Conall.

—La muerte es triste solo si no has vivido plenamente.

¿Muerte? «¿Muerte?» Katie y Conall se miraron.

—Estoy lista para partir.

¿Quería decir que pensaba morirse en ese momento?

—Sí, queridos.

«¿Ahora de ahora? ¿Aquí?»

—En los próximos minutos. Y quiero hacerlo en mi casa, con vosotros dos a mi lado.

Katie y Conall se miraron de nuevo.

«Creo que deberíamos darle ese gusto», decían los ojos de Conall.

Yo también.

«¿Nos olvidamos de la ambulancia y todo lo demás?»

Hagamos lo que nos pide y…

«… que sea lo que Dios quiera.»

¿Cómo se habían puesto las cosas tan serias tan deprisa?

—No es algo repentino —dijo Jemima—. La muerte lleva semanas rondándome.

Es ahora cuando comprendo que Jemima no andaba equivocada; siempre hubo otra presencia en esta casa. Aparte de la mía, quiero decir. Las veces que lo hacía tan bien que me asustaba a mí mismo, en realidad no era yo. Era nuestra amiga la Parca, la que pone fin a la vida.

Suele ser la norma: uno entra y otro sale.

En silencio y armonía, Maeve y Matt llenaron la maleta con la ropa de él. Curiosamente, cuantas más cosas guardaban menos sensación daba de que fuera a marcharse.

—Ahora vuelvo —le dijo a Maeve.

—¿Adónde vas?

—Tengo frío.

—Si piensas cortarte las venas…

—No volveré a hacerlo.

—Más te vale.

—Sé que es agosto, pero ¿te importa que encienda la calefacción?

Maeve lo meditó.

—Metámonos un rato en la cama. Seguro que ahí estaremos más calentitos.

Arrojaron la maleta al suelo y casi todas las cosas que habían guardado salieron rodando. Luego se tumbaron completamente vestidos y lanzaron el edredón al aire, dejando que cayera y los envolviera suavemente. Maeve enredó sus piernas en las de Matt y le frotó enérgicamente la espalda, los hombros, los brazos.

—¿Mejor?

—Sí.

—Bien.

—Oye, se me ha ocurrido una idea —dijo de repente Matt.

—¿Qué?

—Podríamos adoptar un gatito. O un perro.

—¿Un perro? —dijo Maeve lentamente—. No, tendría celos.

Lydia le entregó a Oleksander un puñado de sobres.

—Dime dónde vives ahora. Dame tu dirección.

Él ladeó la cabeza y le clavó una mirada insolente.

—¿Para que puedas hacerme una visita y ver mi dormitorio nuevo?

Lydia adoptó una expresión de cortés irritación. «Me doy cuenta de tu insolencia. Pero yo puedo ser más insolente aún», decía su mirada.

—Para que pueda enviarte tus cosas —respondió— y dejes de presentarte aquí cuando estoy viendo a Michael Palin.

¡Ahora, ahora! ¡Lanzaos, poneos con ello de una vez! ¡Sexo, sexo, mucho sexo! ¡Mi vida depende de ello!

Quince minutos

—Trataos bien —murmuró Jemima, cerrando los ojos.

—¿Quiénes? —preguntó Conall. Solo quería cerciorarse.

—Vosotros dos. Tú y Katie.

—De acuerdo.

La respiración de Jemima se calmó y el movimiento de su pecho amainó hasta hacerse imperceptible. Conall se sentía… bueno, no lo sabía muy bien, solo sabía que ya no estaba asustado, no como lo había estado cuando Jemima había desvelado lo enferma que estaba. Ya no necesitaba hacer llamadas telefónicas ni organizar lo inorganizable ni huir. Estaba dispuesto a permanecer sentado en esa moqueta de violento estampado el tiempo que hiciera falta, sosteniendo la mano de una mujer moribunda.

Qué extraña coincidencia que, por segunda vez en un día, se hallara delante de la fina línea que separaba la vida de la muerte. Pero esta vez era distinto, esta vez lo sentía, curiosamente, como algo bello.

Oleksander se inclina un poco más para coger las cartas. Tiene la cara tan cerca de la de Lydia que casi no tendría que moverse para besarla.

¡Créeme, el aire rezuma sexo! Un beso y la pasión los arrastrará; hay tanta burbujeando entre ellos… Un beso es todo lo que pido, el resto vendrá solo.

Pero Oleksander ríe quedamente, cruza la puerta y desaparece escaleras abajo.

Volverá Pero no a tiempo para mí.

Porras.

—¿En serio que Conall echó la puerta abajo? —preguntó Matt.

—Y tomó el control de la situación. Empezó a lanzar órdenes a diestro y siniestro y todo el mundo obedecía. ¿Has entrado en calor?

—No. Sigue frotando.

—Deberíamos agradecérselo con un detalle.

—Estoy de acuerdo. ¿Alguna idea?

—Sí.

—… ¿Te apetece compartirla conmigo?

—Le pondremos su nombre a nuestro bebé.

—¿Qué bebé?

—Vamos a tener un bebé.

—¿En serio? —Matt se apartó para poder mirar a Maeve directamente a los ojos.

—Lo dijo la anciana vidente de arriba.

—Pero… ¿cómo vamos a hacerlo?

—Así. —Maeve se sacó la camiseta por la cabeza y se bajó los pantalones de pana y las bragas—. ¿Te importaría…?

Matt la miró fijamente y, con una expresión casi de pánico, como si temiera que fuera a cambiar de opinión, se quitó la ropa y deslizó sus brazos alrededor de Maeve, envolviéndola con suma delicadeza. Por primera vez en tres años sentía su suave cuerpo desnudo junto al suyo, muslo contra muslo, pecho contra pecho, el gozo de su mano sobre la dulce cadera de ella.

Maeve tenía el rostro cubierto de lágrimas. Matt las besó.

—¿Quieres que pare? —preguntó.

—No, no, no.

—¿Está bien así? —La acarició con dulzura.

Ella asintió.

—¿Y así?

—Todo, Matt, todo está bien.

Cinco minutos

Conall deslizó su mano libre sobre la de Katie. Ella lo miró y sonrió.

¡Increíble! Sus corrientes cardíacas vuelven a estar en perfecta sintonía.

Era ahora o nunca. Conall tenía que hablar. Tenía algo muy importante que decir.

—Katie, yo…

Un ruido en la puerta les hizo levantar la vista.

—¡Fionn! —exclamó Katie.

¡No! ¡No, no, no!

Fionn contempló de hito en hito a Jemima sobre el diván, a Rencor sollozando quedamente y la mano de Conall en la de Katie.

Entonces, en un tono más suave, Katie se levantó y volvió a decir:

—Fionn…

Sólo cuando Rencor echó la cabeza atrás y empezó a aullar Conall comprendió lo que había sucedido.

Lenta, suave, pacientemente, sin apartar sus ojos de los de ella, Matt se dejó guiar por Maeve y, en el instante en que sus cuerpos se fundieron, se detuvo y la mirada que compartieron fue de triunfo.

—¡Ostras, lo hemos conseguido! —exclamó Maeve. Apenas podía creerlo.

—Tienes razón, lo hemos conseguido. —Era real. Estaba ocurriendo de verdad. Con Maeve, su hermosa Maeve, quien lograba cautivar a completos desconocidos para que recogieran sus monedas del suelo del Dart—. Lo hemos conseguido los dos juntos.

—A eso se le llama trabajo en equipo.

—Un excelente trabajo en equipo.

—Matt, no llores.

—¿Estoy llorando? —Sí, estaba llorando. Pero ¿por qué si era tan feliz?—. Aunque no eres la más idónea para hablar.

Por el rabillo de los ojos de Maeve rodaban lágrimas.

—Creía que esto jamás volvería a ocurrir.

—¿No?

—¿Tú?

—¿Yo? ¡Jamás he perdido la esperanza!

Rieron, lloraron, de alegría, de alivio. Hacía mucho, mucho tiempo que se habían perdido el uno al otro, y habían creído que para siempre. Pero habían encontrado el camino de vuelta a casa, el camino del reencuentro.

Y justo a tiempo…

Ahí voy… Me han dado el empujoncito y ya está ocurriendo, me estoy disolviendo, estoy empezando a olvidar. Caray… ¡ya estoy dentro! ¡Existo! Soy el bebé de Maeve y Matt. Aunque ellos han estado siempre en mi punto de mira, tengo que reconocer que ha habido momentos en que he temido que no lo conseguiría. ¿Soy niño o niña? En realidad no importa, porque finalmente estoy dentro y… oooh… siento lo mismo que Killian en el relato… un fuerte hormigueo, y como la ola que borra las huellas en la arena, me desvanezco lentamente, despejando el camino para que mi alma sea reescrita por una persona completamente nueva.

Y el hombre y la mujer, gente buena y humilde, compañeros tiernos y afectuosos que compartían una sola alma, que habían soportado numerosas penalidades, que habían vivido momentos de temor, soledad y desesperanza, recuperaron la dicha y el amor cuando descubrieron que finalmente habían sido bendecidos con un hijo.

La estrella más brillante
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