Día 43
Los años te han tratado bien. Son los fines de semana los que han provocado el daño.
Katie lo encontró tan sorprendente y gracioso que su garganta emitió un ruidito. ¿Podía decirse que había sido una carcajada?, se preguntó. ¿Podía describir la cita como «de carcajada»? Agarró automáticamente el móvil: a Conall le iba a encantar.
Entonces se acordó de que no podía llamarle. Ni ahora ni nunca. Su garganta emitió otro ruidito y esta vez seguro que no fue una carcajada.
Los días en que podía coger desenfadadamente el teléfono y leer en voz alta la cita aguda e implacable de la agenda de ese día eran historia.
Oh. Eso no le gustaba nada. No se sentía muy bien esa mañana. La noche del lunes, la noche de la ruptura, la pasó tranquila. La noche del martes la pasó tranquila. La noche del miércoles la pasó tranquila. La noche de ayer no la pasó tranquila.
Porque había cometido el terrible, terrible error de leer un libro de Anita Brookner —no recordaba el título, todos se parecían— que le había metido el miedo en el cuerpo. Estaba convencida de que el resto de su vida tendría que pasar sus vacaciones con alguna compañera del trabajo a la que apenas conocía, una mujer con tendencias lésbicas reprimidas, y juntas visitarían catedrales. Llevarían un calzado resistente y guías turísticas y pasarían días enteros admirando naves del siglo XV. Por las noches cenarían un menú acompañado de una copa de tinto de la casa y la lesbiana reprimida diría: «Los hombres son unas criaturas repugnantes. Nosotras, las mujeres, podemos proporcionarnos mutuamente el consuelo que necesitamos.»
He ahí lo que sucedía cuando tenías cuarenta años y estabas sola.
Lo más probable, de hecho, es que muriera sola. La encontrarían cuando ya llevara ocho días muerta, y solo los maullidos de sus veintisiete gatos famélicos alertarían a sus indiferentes e insensibles vecinos.
Pero eso no le preocupaba en exceso; después de todo, estaría muerta. Lo que realmente le preocupaba eran las vacaciones: el calzado resistente, las catedrales, la comida cutre del menú (sopa del día, melón) y todas las cosas deliciosas de la carta —langostinos, lubina— que tendría prohibido pedir. ¿Y si le apetecía una segunda copa de vino? ¿Permitiría su compañera bollera semejante exceso?
Se frotó los ojos. Qué visión de la vida tan deprimente… Y —se le acababa de ocurrir otra cosa— tendrían una caja de bombones, una marca insulsa como Milk Tray, y cada noche, antes de trepar a sus respectivas camas individuales para leer cuatro páginas de sus libros instructivos, su compañera la invitaría a un bombón. A modo de agradecimiento, Katie se vería obligada a pasar horas leyendo la guía, y más tiempo aún saboreando el pedacito, el único pedacito de placer en su vida. Luego su compañera guardaría de nuevo la caja en su maleta —¡que cerraría con llave!— hasta la noche siguiente.
¡Oh, Dios! ¡Dios, Dios, Dios!
El problema estaba en que no había sido lo suficientemente realista desde el principio. Conall era un hombre especial, con una gran presencia; había ocupado un gran espacio. No podías expulsar de tu vida a alguien como él sin pasar por algún tipo de reajuste. Se había engañado al pensar que sería fácil. Si sumaba a eso el hecho de que era su primera ruptura en los cuarenta, ¿cómo no iba a costarle?
Así y todo, dejando a un lado este nuevo temor de pasar las vacaciones con una lesbiana reprimida, lo estaba llevando bien. Bebiendo una botella de vino todas las noches, cierto, durmiendo fatal, cierto, cogiendo el teléfono doce veces al día para llamar a Conall, cierto, pero lo estaba llevando bien.