Día 60…
En el ático del 66 de la calle Star he observado que Potente Conall no ha venido esta mañana para colgar el espejo de Katie antes de partir para Helsinki. Sigue apoyado en el suelo. No sé por qué, pero eso me inquieta. Si el espejo no está colgado cuando Katie llegue a casa, estoy seguro de que habrá problemas.
Cielos, ahí viene…
Soltó el bolso y se quitó las botas. Una aterrizó en el suelo y la otra rebotó en el zócalo. Luego fue directa a la sala de estar, buscando su espejo.
Primero —¿ingenuamente quizá?— lo buscó en la pared y al no verlo dirigió la vista al suelo. Ahí estaba, exactamente donde había estado la última vez que lo vio, apoyado contra el armario y con aspecto, si eso era posible, contrito por su condición de haragán.
Lo contempló un largo, largo rato. Sus labios eran una línea fina, como si estuviera chupando algo desagradable.
Katie no se enfadaba con facilidad, pero ahora estaba enfadada.
Yo no quería un reloj de platino, estaba pensando. El reloj hizo que los regalos de los demás parecieran menudencias (su madre le había regalado una panera). No había querido que Conall pagara la cena de la noche anterior a los diez invitados porque todos los varones de su familia llevaban muy mal eso de que Conall fuera rico. (Había oído murmurar a su padre algo sobre los «capullos ostentosos», por mucho que él lo negara.) Lo único que había deseado como regalo de cumpleaños era que Conall cumpliera su promesa hecha diecisiete días atrás y pusiera una cosa en la pared para que ella pudiera colgar su espejo nuevo. Le había enseñado dónde lo quería, había marcado el lugar con un boli, y él le había asegurado que se pasaría un momento por la mañana, antes de ir a Helsinki, para hacer el trabajo. No serían más de cinco minutos, le prometió.
Había hecho que sonara tan sencillo que Katie hasta se preguntó si debería intentarlo ella misma, pero no tenía taladro y no quería un taladro y no iba a darle ahora por las cajas de herramientas rosas y los tacos de vivos colores.
Conall habría llamado a un carpintero o a un albañil —cuando Katie compró el espejo, eso fue lo que le ofreció— pero ella se opuso rotundamente. El esfuerzo de Conall, y solo de Conall, pondría ese espejo en la pared. Quería un gesto de su parte, un regalo de su tiempo y energía, algo que el dinero no pudiera comprar.
Agarró su móvil y disparó un mensaje:
Espejo, espejo en la pared. Oh, no. Espejo, espejo todavía en el suelo.
Estaba indignada, realmente indignada. Conall es un embustero egoísta, estaba pensando, Conall es un cabrón irresponsable. Solo que tales pensamientos eran mucho más rápidos y acalorados. Todas las promesas que Conall no había cumplido giraban como platos voladores multicolores, pero era con ella con quien estaba más enfadada. Nunca debería haber aceptado aquella primera cita. Después de todo, siempre había sabido que esto iba a pasar…
Ocho días laborables después de su llegada a Apex, Conall solicitó reunirse con Katie, que había tenido tiempo de sobra para preparar una negativa. Pero no la había preparado.
Él arrancó hablando de trabajo.
—Tengo noticias —dijo.
—¿Vas a venderme en eBay?
—No. Tengo informes de los artistas. Te tienen cariño. Dicen que los mimas. Puedes conservar tu trabajo.
—¿Y mi equipo?
—También.
—¿Todos?
—Todos.
—¿Mismo sueldo?
—Mismo sueldo.
Katie lo miró con suspicacia.
—Sin trampas, sin tapujos —dijo él—. Están redactando los nuevos contratos. Los tendrás en menos de una hora. Y ahora, ¿quieres salir conmigo?
Ella bajó la mirada y no contestó. Ese era el momento en que su interés personal chocaba con su lealtad hacia los colegas que Conall había despedido.
—¿Puedo invitarte al ballet? —le oyó preguntar.
Ella levantó bruscamente la cabeza.
—Dios, no. Lo encuentro tan aburrido que me entran ganas de llorar, y cuando se ponen de puntillas siento unas punzadas atroces en los pulgares de los pies de pura empatía.
En la cara de Conall se dibujó una sonrisa, quizá la primera que le veía.
—¿Punzadas en los pulgares de los pies? —La miró como si fuera un ser extraño y cautivador—. Entiendo. ¿Qué me dices de la ópera? ¿Te gustaría eso?
—No, no. No la soporto. Ya escucho suficiente música debido a mi trabajo. Odio toda la música.
—¿Toda? —Parecía estupefacto—. ¿Incluido Leonard Cohen?
—Incluido Leonard Cohen.
—Caray, qué lástima. Para ti, me refiero… Yo adoro la música.
—Porque eres hombre.
Eso le hizo reír. Por dentro, pero no dejaba de ser una risa.
—¿Y qué clase de música te gusta? —preguntó Katie.
—Ópera, por supuesto, pero en realidad toda. Salvo, quizá, las baladas.
—Pues a mí me gusta el silencio.
—¿El silencio? —Maravillado, Conall meneó la cabeza. Katie se hallaba en esa posición insólita en que cada palabra que salía de su boca era calificada de fascinante. Saboréalo, se dijo. El recuerdo te hará compañía en la vejez.
—No te gusta el ballet, no te gusta la ópera, no te gusta la música. ¿Qué te gusta entonces?
Katie lo meditó.
—Comer. Dormir. Beber vino con mis amigos y hablar de las rupturas de los famosos. —Los días de mentir a un hombre para parecer fascinante habían quedado atrás.
—¿Comer…? —preguntó él—. ¿Dormir…? —La admiración se reflejó nuevamente en su cara.
Ella había ignorado hasta ese momento que fuera tan interesante.
—Sobre todo comer —dijo.
—No tienes pinta de comilona.
Si supiera la batalla que lidiaba con su apetito… Semejaba un rottweiler luchando por soltarse de la correa para zamparse cuanto encontraba a su paso.
—Tengo una entrenadora personal —confesó.
—Yo también —dijo él.
—La mía se llama Florence. Me saca a correr bajo la lluvia y me hace pegar saltos en el aparcamiento de Tesco. Solo la veo una vez por semana pero confía en que yo entrene por mi cuenta y me siento culpable si no lo hago.
—El mío se llama Igor. Vamos al gimnasio.
—Nunca quise ser la clase de persona que tiene un entrenador personal —confesó Katie.
Pero tampoco quería ser la clase de persona que vestía tejanos de la talla 46, y si la dejaran sola eso sería exactamente lo que ocurriría.
—¿Qué me dices del próximo sábado? —preguntó Conall.
—¿Por qué quieres salir conmigo? Seguro que no soy tu tipo.
—No lo eres, pero… —Meneó la cabeza—. Esto, no puedo dejar de pensar en ti.
Ella le clavó una mirada suplicante. Se lo estaba poniendo muy difícil.
—Solo una cita —dijo él.
Una cita. No le estaba pidiendo que se casara con él. No porque Katie quisiera casarse. Cierto que en otros tiempos había deseado el anillo y el vestido y los hijos. Eran muchas las cosas que había querido en otros tiempos: tener la talla 36, hablar italiano, oír que Brad había vuelto con Jennifer. Nada de eso había ocurrido y, sin embargo, aquí estaba.
Y aunque quisiera casarse, tenía claro que no sería con Conall. Eran muy pocos los hombres que llegaban a los cuarenta y dos (como Conall) sin haberse casado alguna vez. Hasta los más hábiles huyendo del compromiso, como George Clooney, tenían un fracaso matrimonial en algún rincón de su pasado.
—¿Qué hacías en la papelería? —le preguntó de repente Katie—. ¿Recuerdas que un día nos vimos…?
—Lo recuerdo. Solo estaba… mirando…
—¿Quieres decir que no entraste para comprar algo en concreto? ¿Que solo estabas… curioseando?
—¿Curioseando? Supongo que podría decirse así. El caso es que… me gustan las papelerías.
A Katie se le aceleró el corazón: tenían un interés común.
—¿Qué me dices de las farmacias? ¿Alguna vez curioseas en las farmacias?
—Me gustan —respondió él con cautela.
—A mí me encantan. Son una influencia muy beneficiosa. Pueden ayudarte a dormir mejor, aliviar una indigestión, broncearte la piel…
—Estoy de acuerdo. Pero donde más disfruto es en las ferreterías. ¿Tú?
—Bueno, son prácticas —reconoció con la misma cautela que él. No soportaba las ferreterías, las encontraba frías. Pero estaba dispuesta a darles una oportunidad.
—¿El sábado? —dijo él, captando que ella empezaba a ablandarse.
¿Qué había de la gente a la que había echado? Por otro lado, solo se tenía una vida y una oportunidad para ser feliz…
—¿Tienes chocolate? —le preguntó.
Él la miró sorprendido.
—Sí.
—Quiero decir encima.
Se palpó el bolsillo.
—Sí.
—¿Siempre llevas chocolate encima?
—Esto… sí.
¿Un hombre que siempre llevaba chocolate encima? Eso significaría el beso de la muerte en su batalla contra la comida. Pero ¿cómo no iba a dejarse cautivar —aunque solo fuera una pizca— por un hombre que tenía los mismos gustos que ella?
—Vale —dijo—. El sábado.
Conall suspiró.
—Gracias.
Eso causó consternación entre los familiares y amigos de Katie. Todo el mundo tenía una opinión.
Su amiga Sinead estaba eufórica.
—¡Todavía hay esperanza para todas nosotras! —Sinead y Katie habían servido en las trincheras de las chicas solteras—. Katie, prométeme que le darás al sexo todo el tiempo. Hazlo por mí y por el resto de las solteronas en sequía.
Su amiga MaryRose se mostró algo más cauta.
—Chinga todo lo que puedas, por supuesto, pero no pienses que por ser una anciana no te puede pasar. —MaryRose, a sus cuarenta años y medio, acababa de convertirse en madre soltera primeriza—. Que tu mantra sea: precauciones, precauciones, precauciones.
Penny, la madre de Katie, dijo:
—No sé por qué pierdes el tiempo con él. Si tiene cuarenta y dos años y aún no se ha casado, dudo mucho que vaya a casarse ahora.
La hermana de Katie, Naomi, fue la más agorera.
—Te hará picadillo.
—En absoluto —replicó Katie—. No pienso enamorarme de él.
—Entonces, ¿por qué te molestas?
—Solo estoy matando el tiempo hasta morirme.