Día 47
Conall estaba destrozado.
—Pero Katie, yo te quiero. —Era la primera vez que lo decía.
—No es cierto.
—Sí lo es. Siento lo de Helsinki. Siento lo de la boda de Jason. Sé lo importante que era para ti. Pero no podíamos cerrar la adquisición sin perder otros doce empleados…
—No quiero saberlo.
—Trabajaré menos. —Le cogió las manos—. Te lo prometo.
—Lo has dicho otras veces, Conall.
—Pero esta vez va en serio.
—No. —Katie retiró las manos—. No eres de fiar y no quiero seguir con esto.
Lo más extraño de todo era que hablaba en serio. No estaba jugando ni se sentía dividida por un conflicto entre su cabeza y su corazón en el que su cabeza le decía que tenía que terminar con esta historia mientras su corazón daba patadas y berreaba.
Conall era sexy, era poderoso, era rico, tenía una boca hermosa, olía fantástico, tenía una piel perfecta, tenía una barba de tres días, besaba bien, y a Katie le daba igual. No podía seguir bailando su danza, un paso adelante y otro atrás. Nunca antes se había sentido así: triste pero segura de que estaba tomando la decisión correcta. Tan segura que, de hecho, no era una decisión.
¿Cumplir cuarenta años le hacía eso a las personas? ¿Hacía que ya no estuvieran dispuestas a tolerar gilipolleces? ¿Hacía que se les acabara la paciencia? ¿Era posible que solo tuvieras una dosis de paciencia dada en una vida y ella hubiera agotado la suya? De cualquier manera, todo aquello era muy violento y muy, muy perturbador.
—Hablo en serio —dijo.
A juzgar por su cara de estupefacción, Conall estaba empezando a comprender que así era.
—No puedes evitarlo —continuó Katie—. Sé que nunca quisiste hacerme daño. No eres un mal hombre.
—¡Compadeciendo! —exclamó él—. ¡Me estás compadeciendo!
—No… yo… —Cielos, quizá sí.
—¿Qué voy a hacer sin ti?
—Prueba con una mujer más joven —dijo.
La miró horrorizado.
—No quiero una mujer más joven. Te quiero a ti.
—Una chica de veintitantos —prosiguió ella como si Conall no hubiera hablado—. Por lo general no conocen la diferencia entre una relación difícil y una relación jodida.
Sabía de lo que hablaba. Se había pasado la veintena sin ser capaz de ver la diferencia.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él—. ¿Qué ha cambiado?
Katie lo ignoraba. No era como si hubiera recibido una inyección masiva de autoestima y ahora fuera por el mundo gritando: «Soy fantástica y me merezco algo mejor. ¡R.E.S.P.E.T.O! R-E-S-P-EEEEEEE-T-O.»
—Sencillamente… ya no me apetece seguir.
—¿No te apetece?
—Conall, siempre he creído en el amor, en que el amor todo lo puede. Pero no es así. Porque aquí estoy, con cuarenta años, y el amor no ha podido con nada. Salvo con mi sentido común durante dos décadas y media.
—Pero, Katie…
—Ahora quiero que te vayas. Y recuerda, una chica de veintitantos.
Los corazones de Conall y Katie ya no vibran al unísono. Algo ha sacudido el corazón de Katie, alterándole el ritmo —podría ser ese maldito cambio de década—, y el corazón de Conall lo sabe. Está desorientado, tratando de ajustarse de nuevo en el pecho de Conall, tratando de adaptarse a ese nuevo ritmo, tratando de encontrar el camino de vuelta.