Día 37…

El problema, pensaba Lydia, era que su madre tenía la capacidad de permanecer lúcida durante breves períodos de tiempo. Cuando entró con Ellen en la consulta de William Copeland tuvo que reprimirse las ganas de decir: «Aquí tiene a mi madre, dele la petición para la resonancia y no le molestaremos más.» Pero el neurólogo insistió en «interrogar» a Ellen, que estuvo encantadora. Dijo correctamente el nombre del presidente y luego —y eso fue lo que desesperó a Lydia— fue capaz de hacer operaciones sencillas. La mujer que estaba forrando los bolsillos de medio Boyne porque no era capaz de reconocer un billete de diez podía multiplicar seis por doce. Por si eso fuera poco, se lució en un breve —y sumamente sencillo, señaló nerviosa Lydia— test de inteligencia.

—Todo parece correcto —dijo el doctor Copeland.

—El test era muy sencillo.

—Es estándar.

—Pero mi madre… está muy diferente.

—Póngame un ejemplo.

—Ya no entiende el dinero.

—Acaba de demostrar que sí.

—Solo está siendo educada porque usted es doctor…

—Neurólogo.

—Neurólogo. Cuando salgamos de aquí volverá a hacer cosas de chiflada.

—No me agrada el término chiflada.

—Pirada, entonces. —Como no parecía que el hombre tuviera intención de ablandarse, dijo—: ¿Puede pedirle una resonancia?

—No veo razón para ello.

—Cree que soy su difunta hermana.

—¿Lo cree? —le preguntó a Ellen.

—Lydia es casi idéntica a Sally cuando murió —respondió con calma Ellen—. A veces confundo los nombres.

El doctor Copeland asintió con la cabeza.

—Yo a veces llamo a mi hijo Sophie. Es el nombre de nuestra perra.

—Ha dejado de limpiar su casa —dijo Lydia—. Antes siempre la tenía como una patena.

—Tiene derecho a relajarse un poco. ¿No cree que ya hizo suficiente cuidando de usted y —consultó sus notas— sus hermanos?

Eso era exactamente lo que había dicho Ronnie.

—Pero la casa da asco. Lo siento, mamá, pero es así. No es normal. Me preocupa que haya ratas.

Ellen rió entre dientes.

—He estado en tu piso. Tú y Sissy vivíais en una pocilga.

—Pero yo tengo veintiséis años, mamá. Soy irresponsable. Me da igual la limpieza. Esas cosas solo cambian con la edad. Y —añadió angustiada— ya no vivo con Sissy. Me mudé hace dos meses. Otro detalle que has olvidado.

El doctor Copeland estaba garabateando en su cuaderno. Parecía que estuviera forcejeando con un desagradable dilema. Finalmente levantó la vista y habló.

—Deje que le diga algo, Lydia. A mi consulta llegan hijos adultos preocupados porque a sus padres les ha dado por hacer un viaje a Australia y, cito, «gastarse la herencia». Me dicen que sus padres han perdido el juicio.

Hubo una pausa.

—¡Yo no estoy intentando que encierren a mi madre para poder robarle su dinero! Para empezar, no tiene dinero. Mi madre ni siquiera es propietaria de la casa donde vive.

Copeland la miró fijamente, como si quisiera intimidarla para que confesara su crimen de falsa acusación, y de pronto Lydia recordó lo que todo el mundo sabía sobre los médicos de la cabeza: que estaban pirados, mucho más pirados que sus pacientes.

Después de una larga pausa, el doctor Copeland dijo:

—Lydia, ¿qué quiere para su madre?

—Quiero un nombre. Un nombre para lo que le pasa y que puedan darle pastillas para que se ponga bien.

—¿Y vuelva a limpiar?

—Vuelva a ser la de antes.

La estrella más brillante
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