Día 37…

Cuatrocientos euros costó. Cuatrocientos euros para que prácticamente la acusaran de intentar internar a su madre a fin de poder acceder a su dinero, como si estuvieran en alguna novela del siglo XIX, quizá escrita por una de las Brontë. Lydia no era aficionada a la lectura, de modo que no podía asegurarlo, pero le habían hecho leer algo en el colegio y esto se lo recordaba.

Menudo imbécil ese William Copeland.

Sin embargo, era consciente de que este Irkustkoso trastorno tenía que ver, en parte, con el dinero. Desde el instante en que su madre había empezado a desvariar el miedo se había apoderado de Lydia: el miedo a que su madre cambiara, el miedo a que su madre desapareciera y el miedo a que su madre muriera. Pero si iba más adentro, si descendía hasta el último nivel, descubría que debajo de todos esos miedos estaba, como le había ocurrido toda su vida, el miedo a no tener suficiente dinero. ¿Y si tenían que ingresar a su madre en una residencia? Alguien tendría que pagarla y, a diferencia de otras familias, los Duffy estaban sin blanca.

Su madre no era propietaria de la casa donde vivía. Lydia no tenía dinero, Murdy no tenía dinero, Raymond no tenía dinero. Ronnie se comportaba como si no tuviera dinero si bien era la clase de persona de la que se sabría, después de que la palmara, que poseía millones en propiedades; pero, de todos modos, no era dado a compartir.

Mientras sus hermanos estaban cada vez más convencidos de que no pasaba nada, Lydia se había ido al otro extremo y había empezado a prepararse para una catástrofe. Se había puesto a trabajar de sol a sol, había dejado de comprarse deportivas de marca, se había mudado a un piso más barato y había empezado a jugar a la lotería.

Incluso había visitado un par de residencias de las que, ¡señor!, había huido horrorizada. Llenas de vejestorios. Nunca antes había visto a gente anciana, por lo menos en la vida real, y estos eran muertos vivientes. Tampoco antes había experimentado semejantes olores. Era cierto eso que decían de que las residencias apestaban a pipí. Por Dios. Cuando llegara el momento, no podría meter a su madre en una de esas residencias. Claro que tampoco podía permitírselo. Tanto en una como en otra el astronómico precio había sido la guinda podrida del agusanado pastel.

—Sube al coche, mamá.

—No.

—Sube, es hora de ir a casa.

Ellen forcejeó.

—¡Suéltame de una vez, Sally!

—¿De modo que has decidido estar loca otra vez? ¡Eh! —gritó Lydia a la segunda planta del edificio que acababan de abandonar—. Eh, listillo Copeland, mi madre vuelve a estar chiflada. Baje y hágale ahora el test de inteligencia.

—¡Chis, Sally, chis! ¡Deja de gritar!

—¡No me llamo Sally! ¡Soy Lydia, tu hija!

Ellen tenía los ojos abiertos como platos y los labios le temblaban. Parecía una niña a la que acababan de regañar y Lydia, asaltada por el sentimiento de culpa, casi se puso de rodillas.

—Lo siento, mamá, lo siento mucho. No puedes evitarlo, sé que no puedes evitarlo.

—Yo también lo siento mucho.

Llorando, se dieron un abrazo.

—No te enfades conmigo —farfulló Ellen con la boca pegada al hombro de Lydia.

—No estoy enfadada. Lo siento, mamá, lo siento mucho.

—Eres mi niña, Sally, mi mascota, haría cualquier cosa por ti.

Lydia miraba la carretera sin verla, demasiado abatida para importarle cómo conducía.

Había tenido que pelear mucho para conseguir aquella cita, convencida de que un médico de verdad vería lo que ella veía, de que recomendaría a su madre para un escáner, de que eso que le pasaba en el cerebro resultaría evidente y la curarían.

¿Qué podía hacer ahora? ¿Presentarse de nuevo en el despacho de Buddy Scutt y pedir otra solicitud? Seguro que ese viejo imbécil se negaba a dársela; como mucho la derivaría a otro de sus colegas, el cual le soltaría el mismo rollo. ¿Qué podías hacer cuando los médicos no podían, o no querían, ver que alguien estaba enfermo, o perdiendo la cabeza o como quieras llamarlo? Tal vez debería intentar que su madre viera a otro médico, alguien que no fuera un viejo amigo, un médico al que no le preocuparan las consecuencias de dar un diagnóstico desagradable. No le resultaría fácil. A su madre le horrorizaba ofender a los del pueblo cambiando de proveedor; todavía iba al mismo carnicero que le había vendido un kilo de jamón rancio para la fiesta de confirmación de Murdy veinticinco años atrás.

Pero no pensaría en eso ahora, se dijo. Pensaría en otra cosa, en algo agradable. Pero su cabeza no podía parar. Le lanzaba panoramas cada vez más desoladores. ¿Y si la situación empeoraba? ¿Y si llegaba un día en que su madre ya no podía estar sola? La mayoría de los viejos vecinos, con excepción de Flan Ramble, habían muerto. Casi todas las casas de su calle habían sido vendidas a ejecutivos jóvenes que se pasaban todo el día fuera, trabajando en Dublín, y no tenían el más mínimo interés en cuidar de una mujer senil.

¿Y por qué debería depender su madre de la buena voluntad de sus vecinos cuando tenía cuatro hijos? Pero seguro que los chicos se negaban a hacer turnos, y ella no podía obligarles. Podía obligar a la mayoría de la gente a hacer casi cualquier cosa, pero sus hermanos estaban hechos de la misma pasta que ella.

No paraban de decirle que se instalara de nuevo en Boyne si tan preocupada estaba. Pero ella prefería Dublín; allí podía ganar más dinero… Además, no quería vivir otra vez en Boyne. Por decirlo de una manera suave. De hecho, se volvería loca. Sería como enterrarla viva. En menos de un mes acabaría tan chiflada como su madre.

Dios, cómo añoraba a la persona que había sido antes de tener que vivir con esta enorme preocupación. Antes era una chica enérgica, dura e inmune al dolor, para la que todo era posible porque no le tenía miedo a nada. Ahora se sentía vulnerable y llena de heridas.

Era demasiado joven para esto. Su madre no iba a ponerse bien pero nadie estaba dispuesto a compartir esa carga con ella, y una chica egoísta e irresponsable de veintiséis años no debería tener que soportar ese amor, ese dolor, ese miedo, esa soledad.

El móvil le pitó dos veces en el regazo y se le erizó la piel. «¡Gilbert!» Pero era un mensaje de texto de Poppy. ¡Basta! ¡Se acabó! Habían pasado ocho días y ocho días eran más que suficientes. Gilbert no iba a llamarla; ella no iba a llamarlo. Se acabó eso de estar todo el rato mirando el móvil. Se acabó eso de alimentar esperanzas. Y aunque se le pusiera de rodillas como muestra de arrepentimiento, no volvería con él.

Detuvo el coche en la cuneta.

—¿Qué ocurre, Sally? —Ellen la miró desconcertada.

Lydia borró con vehemencia el número de Gilbert. ¡Ya está! Aunque se emborrachara no podría llamarle. Durante un delicado instante temió ponerse a llorar otra vez —el asunto de su madre le estaba afectando profundamente—, pero apoyó la cabeza en el respaldo hasta que el picor de las lágrimas pasó.

Luego dirigió la mirada a Boyne y se sumó de nuevo al tráfico.

La estrella más brillante
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