Día 40 (muy temprano)
Katie estaba ayudando a Keith Richards a ponerse los calcetines. «Ese es mi chico, así, muy bien, ahora el otro pie», cuando unos ruidos extraños en la puerta de su casa la despertaron. Tumbada de lado, se quedó muy quieta. Eran las cinco y veintinueve minutos de la mañana según los diabólicos números rojos del despertador y le estaban entrando a robar. Aguzó el oído y volvió a escuchar unos golpes sordos, como de un cuerpo cayendo contra la puerta de madera. ¿No debería hacer algo? ¿Como llamar a la policía? ¿Como ir a la cocina y agarrar algún utensilio para protegerse?
No podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Y no podía creer que un ladrón pudiera ser tan ruidoso. No daba crédito a semejante falta de profesionalidad.
Los ruidos aumentaron. El ladrón estaba dando empujones y embestidas a su puerta. Entonces llegó el ruido más aterrador de todos: el roce metálico de una llave buscando la cerradura.
¿Le había robado alguien la llave y hecho una copia? Desvariando a causa del miedo, hizo un repaso de su vida reciente, buscando algún momento en que hubiera desatendido su bolso.
Existía otra explicación para la presencia de esa persona en la puerta de su casa.
Podría ser… Conall.
La puerta se abrió con un chasquido y la persona, quienquiera que fuese, entró en el recibidor.
—Katie —oyó susurrar a Conall—. Katie.
«Debería haber cambiado esa estúpida cerradura.»
Conall llamó suavemente a la puerta de su dormitorio.
—Katie, ¿estás dormida? Despierta.
«Debería haberte pedido que me devolvieras la llave.»
La luz del cuarto se encendió de repente y casi la dejó ciega. Conall, algo desaliñado, estaba tambaleándose junto a su cama.
—Katie, me estoy volviendo loco.
—¿Por qué?
—Porque te quiero. Perdona por esto. —Agitó una mano para señalar su persona en medio del dormitorio a las cinco y media de la mañana—. Debería haberte telefoneado pero era demasiado tarde. O puede que demasiado pronto.
—Y has decidido que era preferible venir en persona.
—¡Exacto!
Estaba, comprendió Katie, bastante borracho.
—Katie, quiero casarme contigo. —Conall apoyó una rodilla en el suelo y se tambaleó ligeramente, pero enseguida recuperó el equilibrio.
Ella lo observaba preguntándose si estaba realmente despierta o había penetrado en uno de esos sueños en que sueñas que estás despierta.
—Cásate conmigo.
—¿Es una proposición de matrimonio?
—Sí.
Katie se estremeció. Era uno de los momentos más importantes de su vida. Se casaría con Conall Hathaway, soportaría su adicción al trabajo y su informalidad porque tenía muchas cosas buenas, y toda elección positiva en la vida traía consigo una pérdida de iguales proporciones. Además, existía la posibilidad de que Conall cambiara.
Sí, pensó, segura de su decisión, sería la esposa de Conall Hathaway y viviría con todos los placeres y la infelicidad que eso entrañaría si, y solo si, había traído consigo un anillo.
—¿El anillo? —le preguntó.
Sería una prueba de que la semana de separación lo había cambiado, de que en el futuro estaría más dispuesto a hacer concesiones.
Conall se palpó un bolsillo, luego el otro, y se puso a hurgar en los bolsillos del pantalón. Finalmente aceptó la desagradable verdad.
—No he traído ningún anillo…
Entonces, no había más que hablar. La decisión estaba tomada y la imagen de su vida como la esposa de Conall Hathaway se desvaneció en el aire.
—Lo habría comprado, pero he venido con tanta prisa que…
—Si no hay anillo no es una proposición de matrimonio como Dios manda —dijo.
—Puedo conseguir uno. —Ya tenía el móvil en la mano—. Trevor, soy Conall Hathaway. ¿Te he despertado? Presenta mis disculpas a tu encantadora esposa. —Estaba decididamente borracho, pensó Katie, por lo general no hablaba como si hubiera escapado de una novela de Dickens—. Escucha, necesito una sortija de brillantes. Ahora. Extrema importancia. Abre la tienda, te recompensaré por ello.
Conall tapó el auricular con la mano y preguntó a Katie:
—¿Brillantes está bien? —Como si estuviera encargando comida.
Ella negó con la cabeza.
—¿Esmeraldas? ¿Zafiros? Lo que tú quieras.
Katie negó de nuevo con la cabeza. Conall no podía solucionar esto con dinero.
—Trevor, te llamo dentro de un momento. —Conall estaba desconcertado—. Katie, ¿qué quieres?
—Nada.
—Pero… —Estaba pasmado. La gente siempre quería algo—. He cambiado. Contrataré a un ayudante. Empezaré a buscarlo mañana. Se acabaron los viajes largos. Se acabaron los trabajos urgentes y las jornadas de veinte horas.
Katie volvió a negar con la cabeza.
—Pero… ¿por qué? Pensaba que era lo que querías. —No entendía nada. Solo podía haber una explicación—. ¿Has conocido a alguien?
—… No… Yo… —Naturalmente que no había conocido a nadie, pero por la razón que fuera la imagen del hombre de cabellos dorados del piso de abajo afloró en su mente y Conall, astuto como era, lo captó.
—¡Sí! —exclamó, horrorizado.
—No.
Pero eso fue suficiente para Conall. Como un animal herido, necesitaba estar solo.
Se acercaba un taxi. Un regalo de los dioses, pensó, y levantó un brazo. El taxi se detuvo a su lado y Conall abrió la portezuela y se instaló en el asiento del copiloto.
—Baja —dijo la taxista—. Estoy fuera de servicio.
—Llévame a Donnybrook lo más deprisa que puedas.
—He terminado por esta noche. Tengo el piloto apagado. Baja.
—Entonces, ¿por qué has parado?
—No he parado. Iba a aparcar. —Con un eficiente chirrido hacia delante y un perfecto bucle hacia atrás, encajó el taxi en un espacio diminuto, una de las maniobras de aparcamiento más hábiles que Conall había visto en su vida—. Ya está, ya he aparcado —dijo—. Baja.
Conall sacó su billetera. Tenía que salir de ese horrible lugar, del escenario de su humillación, cuanto antes. Por segunda vez en los últimos cinco minutos, dijo:
—Te recompensaré.
—No estoy disponible. De hecho, estoy durmiendo con los ojos abiertos. No debería conducir, soy un peligro… —Entonces lo miró detenidamente—. ¿Qué te pasa?
—Nada.
—Mentira. Tienes la corbata torcida y el cabello despeinado.
—No necesito tu compasión.
—No te estoy compadeciendo. Guárdate la pasta. Te cobraré la tarifa normal si me cuentas qué te pasa. Las desgracias de los demás siempre consiguen animarme. ¿Adónde?
—A Wellington Road.
La taxista cerró la boca y arrancó.
—Era un buen hueco, el mejor que conseguiré jamás, y ya no estará cuando vuelva. Más vale que la historia sea buena. ¿Tiene que ver con la maestra sexy?
—¿Quién?
—La mujer de los melones y los zapatos. ¿Tu novia? ¡Gdansk!
—¿Te refieres a Katie? ¿De qué la conoces?
—Vivo en el mismo edificio. Debajo de ella.
—¿En serio? ¿En el sesenta y seis? El mundo es un pañuelo. Pero no es maestra.
—¿Institutriz, entonces? Y te ha dejado, ¿sí? ¿Por qué?
—Porque trabajo demasiado.
—¿Por qué? ¿Andas mal de dinero? ¿Estás ahorrando para cuando tu madre se pire y tengas que meterla en una residencia?
—No.
—¿Un jefe exigente?
—Trabajo para mí, básicamente.
—Entonces, básicamente, ¿trabajas demasiado porque te gusta?
—Gustar, lo que se dice gustar, no…
—¿Porque necesitas demostrar constantemente lo mucho que vales?
—Supongo. Por lo menos eso es lo que dicen mis novias. ¿Cómo lo sabías?
La taxista agitó una mano.
—Siempre llevo a tipos como tú. Ambiciosos y emocionalmente tarados. Gdansk.
—Pero voy a cambiar.
—Si me dieran un euro por cada vez que oigo eso, probablemente viviría en Wellington Road, al lado de tu casa.
—¿Por qué estás siempre diciendo «Gdansk»?
—Me gustar decir «Gdansk».
Siguió un largo silencio.
Finalmente, Conall preguntó:
—¿Por qué?
—El comienzo es alegre, suena como «G'day», good day, pero termina con el sonido «sssskkkk». Me encanta el sonido «sssskkkk», es un sonido viperino. Puedes usarlo para ahuyentar a la gente. Así. —Desvió la vista de la carretera y le siseó con saña—: ¡Ssssskkkk!
Conall retrocedió.
—¿Lo ves? Es una gran palabra. ¡Gdansk! Si quieres incorporarla a tu vida, adelante. Acéptala como un regalo.
Conall la estaba mirando con repentino interés. Qué criatura tan curiosa, tan mordaz…
—Seguro que tú cobrarías a la gente por usarla —continuó ella—. Supongo que por eso la gente como yo vive en Dublín 8 y la gente como tú vive en Wellington Road.
… Y ahora que la miraba bien se daba cuenta de lo bonita que era, con esos ojos brillantes, esa boca sexy, esa cabellera de rizos morenos…
—Claro que —añadió pensativamente— yo no soy una ambiciosa emocionalmente tarada y tú sí.
… Y de pronto recordó el consejo de Katie… y los consejos de Katie siempre eran acertados.
Lentamente, le preguntó:
—¿Qué edad tienes?
—No es asunto tuyo.
—¿No es asunto mío?… —Cada vez le caía mejor.
—Veintiséis.