Día 41 (muy temprano)

—Tres cafés dobles —dijo Lydia.

—Estás sola —dijo Eugene.

Lydia apenas podía verlo a través del vapor de la máquina del café.

—Estoy hecha polvo —explicó Lydia—. Tengo que durar hasta las nueve.

Eugene miró el mugriento reloj de la pared. Eran las cuatro y veinte de la mañana.

—Tienes muchas horas por delante. ¿Quieres comer algo?

—Algo con mucho azúcar.

—Bien. Enseguida te lo llevo.

Lydia se volvió, buscando una silla libre. El local estaba lleno de taxistas desayunando en mitad de la noche y —¡Gdansk!— vislumbró una cara conocida.

—¡Eh, Odenigbo!

Odenigbo levantó la cabeza, la miró alarmado, suavizó la expresión y le saludó fríamente con un gesto de cabeza antes de darse la vuelta muy lentamente.

¡Irkutsk! Nada de Gdansk.

—Hay demasiada gente aquí —murmuró hacia Eugene—. Estaré fuera.

Cerró la puerta al ruido y el vapor y, sintiendo el aire fresco de la noche en su rostro caliente, tragó saliva. Odenigbo ignorándola, eso sí era un palo. Pero había que ser muy ilusa para esperar que los amigos de Gilbert siguieran siendo sus amigos. Cuestión de lealtad y todo eso. Lo entendía. Lydia se la había jugado a Gilbert, era lógico que sus compadres se pusieran de su parte. Pero le daba pena. Echaba de menos a los demás nigerianos, eran gente divertida. Además, Gilbert también se la había jugado a ella. ¡Qué injusto!

Necesitaba hablar con alguien. Eran las cuatro y veinticinco de la madrugada. ¿Qué probabilidades había de que Poppy estuviera despierta? Muchas, en realidad. Iba a casarse al cabo de cinco semanas; hacía meses que no dormía una noche de un tirón.

¿Estás despierta?

Diez segundos más tarde Poppy llamó.

—Me has pillado en un buen momento. Acabo de tener una pesadilla sobre las flores y estoy en la cama temblando. ¿Y si son horribles?

—Son flores, no pueden ser horribles.

—Mamá estuvo en una boda la semana pasada y dijo que las flores eran horrorosas.

Sí, pero la señora Batch era una vieja amargada que veía defectos en todo. Si la admitieran en el cielo, armaría un escándalo en la recepción, pidiendo ver al director para quejarse a voz en grito de que se respiraba demasiada dicha y felicidad.

—Tus flores serán muy bonitas, Poppy, relájate. No pienso casarme nunca si así es como te hace sentirte. Odenigbo acaba de ignorarme.

—Caray, qué palo. Aunque tú no esperarías que yo, Sissy y Shoane estuviéramos amables con Gilbert si nos lo encontráramos.

Hubo un silencio. Ambas tenían sus dudas con respecto a Shoane.

—Tienes razón, me enfadaría mucho. Supongo que… me hizo pensar en lo que ha pasado. Hazme el test, Poppy.

—Solo puedes responder sí o no, ¿de acuerdo? Pregunta número uno: ¿Tu vida ha terminado?

—No.

—¿No conocerás a otro hombre en lo que te queda de vida?

—Sí, sí, claro que sí. Espero.

—Cuando te imaginas a Gilbert con otras chicas, ¿te dan ganas de arrancarte la piel?

—Sí.

—¿Lamentas todas las veces que le dijiste a tu buena amiga Poppy que cerrara el pico cuando decía que Gilbert tenía esposa y seis hijos en Lagos?

—No.

—Oh. ¿Estás segura?

—¡Sigue!

—Sigo. Estás todo el rato fantaseando con que Gilbert llama a tu puerta y te dice que haría cualquier cosa…

—… como quemar su chaqueta de Alexander McQueen, la que le costó mil euros, para demostrarme lo mucho que lo siente.

—Lo interpretaré como un sí. ¿Le dijiste que le querías?

—Sabes que no.

—¿Te dijo él que te quería?

—No. Te lo habría contado.

—¿Le querías?

—No lo sé. Esperaba que el Test de Poppy me lo dijera.

—¿Te quería?

—Es evidente que no si se lo montaba con otras.

—¿Habíais hecho planes juntos para las vacaciones? ¿Unos días en Barcelona, por ejemplo?

—No, pero no porque él no quisiera, sino porque yo no podía…

—El Test de Poppy solo acepta un sí o un no por respuesta. De modo que eso es un no. Déjame sumar los puntos. Ya lo tengo. Se trata de una relación, aunque yo no la llamaría bien bien relación, superficial. Dolerá unos días, mucho, pero la herida no es profunda. Como un corte de papel.

—¡Un corte de papel! —A Lydia le gustaba cómo sonaba eso—. Te entiendo. Muy doloroso, sorprendentemente doloroso teniendo en cuenta que no era más que un puto papelito y no una de esas espadas enormes con las que ejecutan a la gente en los vídeos de Al-Qaeda.

—Durante unos días todo lo que hagas te dolerá.

—Y después, ¿se irá el dolor?

—Y ni siquiera lo notarás. ¿Piensas que podrías volver con él? —preguntó con delicadeza Poppy.

Lydia soltó un bufido.

—En absoluto. No lo querría a mi lado. —Además, era una situación complicada. No era como otras rupturas donde solo una persona ha obrado mal y el otro puede esperar como un mártir petulante a que suplique su perdón. Los dos habían obrado mal y eso significaba que no había vuelta atrás.

—Vale. Se te pasará. Y recuerda que en el lugar del que vino, Lagos, hay muchos más —añadió Poppy.

Poppy tenía razón en una cosa: siempre había hombres yendo y viniendo, aunque Lydia todavía esperaba conocer a alguno que no la decepcionara con su ñoñería, su deslealtad o su escandalosa estupidez.

—¿Sabes una cosa, Poppy? Con los hombres no es la desesperanza lo que me mata…

Juntas, clamaron:

—… sino la esperanza.

—¿Cuándo habré superado lo de Gilbert? —preguntó Lydia.

—¿Han pasado tres días? Pon una semana. ¿Puedo volver ya a mis pesadillas?

Lydia no quería colgar. Quería hablar de lo mucho que se odiaba por pensar que Gilbert era digno de ella. Pero entonces Poppy le reñiría por tener la autoestima exageradamente alta y le diría que no caería bien a las demás chicas si iba diciendo esas cosas.

Pero había algo más.

—¿Qué me dices del… del otro… —Lydia se atragantó—… hombre?

—¿De Andrei, el compañero de piso con el que te acostaste? El Test de Poppy no cubre esa área.

—Pero ¿qué piensas?

—Pienso que cada vez que lo mires te vendrá el sentimiento de culpa, confusión…

—Asco.

—¿Asco? ¿Hasta ese punto?

—No he sido capaz de estar en el piso con él desde…

Desde el momento aquel —bueno, momentos— de demente lujuria. En cuanto terminaron, ella se largó pitando del piso y se fue a ver a Gilbert, tratando de convencerse de que si confesaba podría hacer que no hubiera ocurrido. Dios, ¿cómo podía ser tan corta? Descubrió que sí, que había ocurrido y, peor aún, que ella y Gilbert ya no estaban juntos. El simple hecho de pensar en Andrei le producía tal asco que no había sido capaz, literalmente, de respirar el mismo aire que él. Y como no tenía adónde ir —la casa de Gilbert ya no era una opción— recorría las calles de noche recogiendo un pasajero aquí y otro allá. Cuando llegaba a casa, a eso de las ocho y media de la mañana, Andrei ya se había ido a trabajar. Con los días se había amoldado a un horario de trabajo diferente, conduciendo de noche y regresando a casa para dormir únicamente cuando tenía la certeza de que Andrei se había ido. Dentro de unas semanas se iría de vacaciones a Polonia; tal vez consiguiera evitarlo hasta entonces.

—Personalmente —dijo Poppy—, creo que Andrei está como un tren. No me extraña que te lo…

—¡Calla, te lo ruego, calla! —El vello se le erizó al pensar que habían… ¡puaj!… tenido sexo. ¡Sexo! ¡Puaj, puaj, puaj!

—De acuerdo, asco. Le culpas por tu ruptura con Gilbert, pero tendrás que contenerte hasta que uno de los dos se mude. Aprende a vivir con ello.

—Probablemente no debería habérselo dicho a Gilbert.

—Eso no cambiaría el hecho de que él te estaba engañando.

—Sí, es preferible que me haya enterado. —Por enésima vez la asaltó una rabia incandescente.

—Lydia, tengo que dormir. Olvida a Gilbert. Nos vemos.

Poppy se esfumó, dejando a Lydia sola con sus pensamientos. No podía creer lo deprisa que había cambiado todo. Hacía tan solo una semana, de hecho cuatro días, su vida —casi toda su vida— era genial. Tenía un hombre caliente y sus amigos le caían bien y juntos habían formado una pequeña comunidad, casi una familia. Entonces tuvo ese rollo demencial con Andrei y de repente todo se había ido al garete. Si hubiera sabido apreciar lo que tenía…

¡Irkutsk! Propinó una patada a una lata vacía y esta rebotó varias veces en la acera con un estruendo que atravesó el sereno aire de la noche. Se sentía mal. Entre ella y Gilbert había conexión. Creía que tenían algo bastante sólido, pero solo hizo falta una breve charla para arruinarlo. Ambos habían quedado mal, como personas egoístas, infieles y superficiales, y eso bastaba para cargarse cualquier posibilidad de quemar chaquetas y volver juntos. No porque ella quisiera volver, pensó mientras su imaginación se dedicaba amablemente a lanzarle imágenes de Gilbert montándoselo con alguna chica misteriosa, y otra oleada de rabia la inundó. A la mierda con él.

Unos fuertes golpecitos la despertaron bruscamente. Lydia tenía la cara aplastada contra el volante, la lengua pegada al paladar y el corazón acelerado. Levantó la cabeza y vio el rostro atónito de Jan mirándola a través de la ventanilla del coche.

—¿Qué haces ahí? —le oyó preguntar.

Eso, ¿qué hacía ahí? Estaba demasiado aturdida por el brusco despertar para poder hablar. Ignoraba qué estaba pasando. Miró a su alrededor. Por lo visto estaba en su coche. Estacionada en la calle Star. Era de día. Hacía sol.

—Pensaba que habías tenido infarto. —Jan sonaba esperanzado.

Con mano torpe, Lydia bajó la ventanilla.

—¿Qué hora es? —Tenía la voz pastosa.

—Las nueve y media.

—¿De la mañana? —Desde que hacía el turno de noche el reloj de su cuerpo se había vuelto loco.

—De la mañana. Me voy a trabajar. Segundo turno.

Lydia hizo memoria. Después de los tres cafés y el donut había conseguido el pasajero de sus sueños, nada menos que hasta Skerries. Pero su suerte acabó ahí. Cuando regresó al centro de la ciudad, esperó más de una hora en una fila interminable de taxis y a las siete tiró la toalla. Regresó a casa, estacionó en la calle Star y cayó en la cuenta de que era domingo y Andrei seguiría durmiendo, de modo que decidió esperar. Debía haberse dormido en algún momento.

—¿Tengo una marca en la cara? —preguntó—. ¿Del volante?

—Sí. Eres una persona Toyota ahora y para siempre.

—¿Está…? Eh… ¿Quién hay en casa?

—Nadie. Andrei ha salido.

Era cuanto necesitaba saber.

Entró en el piso y aunque la asaltó una necesidad imperiosa de meterse en la red, primero necesitaba una ducha. Seguía sin gustarle el agua, pero los últimos días, durante los breves segundos que pasaba bajo el chorro hirviente, se frotaba la piel hasta dejarla roja y escocida, en un intento de borrar las sucias caricias de Andrei. ¡Puaj!

La estrella más brillante
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