Día 57…

Andrei y Jan caminaban por Eden Quay sosteniendo a un hombre corpulento que parecía incapaz de andar e incluso de sostenerse derecho. Aperitivo un viernes al mediodía con demasiado alcohol, probablemente.

Formando un muro inquebrantable, avanzaban por la acera generando bastante trastorno. Los peatones se veían obligados a apartarse y luego se volvían para lanzarles miradas hostiles. Pero después de observarlo minuciosamente, advertí que la persona del medio no era un hombre obeso con un aturdimiento etílico que lo hacía aún más pesado, sino un oso de peluche enorme. Más grande incluso que Andrei y Jan.

El trío continuó por Eden Quay hasta llegar a la terminal de autobuses. Jan se disponía a subir al autobús de Limerick, donde Magdalena, su enamorada, vivía actualmente, trabajando en la recepción de un gran hotel. El domingo era su cumpleaños y Magdalena adoraba los osos de peluche.

—¿Limerick? —preguntó el hombre que vendía los billetes—. ¿Una persona?

—Una persona.

El hombre, un tal Mick Larkin, se inclinó hacia delante sobre su silla giratoria.

—¿Él también va?

—¿Quién? —preguntó Andrei—. ¿Bobo?

—¿Bobo es el oso?

—Sí.

—Pues Bobo precisa billete. Es demasiado grande, necesitará un asiento para él solo.

—Va a ver a su novia —repuso Andrei.

—¿Quién? ¿Bobo? —El señor Larkin era un burócrata al que le gustaba saber exactamente con qué estaba tratando.

—No. Jan. Este hombre. Es el cumpleaños de Magdalena, una chica de gustos caros. —(En realidad, Magdalena era una chica dulce y fácil de complacer, pero a Andrei le encantaba esa expresión y la usaba siempre que podía.)—. Jan tiene cuidadosamente calculado su presupuesto y necesita todo el dinero que lleva encima.

El señor Larkin se encogió de hombros.

—Bobo necesita billete.

—Qué poco romántico es usted —protestó Andrei.

—Como vosotros. Sois polacos, no italianos.

La ira creció en Andrei. Todo el mundo tenía una idea equivocada de ellos. Pensaban que los polacos eran albañiles que trabajaban a sol y a sombra y carecían de sentimientos. No tenían ni idea de cómo eran realmente.

Jan estaba haciendo un cálculo rápido de sus fondos y el resultado lo impulsó a decir:

—Andrei, estoy mustio.

—¿Lo ve? —Andrei señaló el apenado rostro de Jan—. ¡Mire lo mustio que lo ha puesto!

—Mustio —oyó decir Andrei a alguien de la cola—. Una palabra que apenas se escucha hoy día.

—Sí, y es buena —dijo otra voz.

—Expresa muy bien el sentimiento. ¡Mustio!

—¡Mustio! Me pregunto por qué cayó en desuso. —Una voz nueva. Varias personas se sumaron a la conversación—. Mustio, mustio, mustio, mustio. ¿Qué decimos en lugar de eso?

—Cabreado.

—Pachucho.

—Bajo. Gris. Depre. Hecho polvo.

—¡No me extraña que «mustio» desapareciera del mercado! Ha sido invadido por todas esas palabras nuevas. Las leyes de la oferta y la demanda siempre te acaban pillando.

—¿Qué problema tienen con el oso? Voy a perder mi autobús —dijo un hombre seis puestos más atrás—. Aunque casi lo preferiría. Un fin de semana con mi familia me deja… en fin.

—Le entiendo —dijo la chica que tenía delante—. Bajo. Gris. Depre. Hecho polvo.

—¡Mustio! —añadió él, y la cola entera rompió en carcajadas.

—Yo no quiero perder mi autobús —se quejó otra mujer. Caminó hasta el frente de la cola y dijo—: Podría ponerse el oso en la falda.

El señor Larkin meneó la cabeza con pesar.

—Bobo es demasiado grande.

—¿Bobo es el oso? Muy bien, entonces el hombre podría sentarse en la falda de Bobo.

—Ahora que lo dice…

Mientras Andrei les decía adiós con la mano, Jan se encaramó a la falda de Bobo y pronunció con los labios a través de la ventanilla del autobús:

—Eres un héroe.

En cuanto hubieron desaparecido de su vista, Andrei se dirigió al gimnasio, donde pasó sesenta y siete minutos levantando pesas. Luego se marchó a casa a admirar su cerveza. Se frotó las manos, feliz con su nueva libertad. Andrei tenía muchas responsabilidades sobre los hombros: era la principal fuente de ingresos de sus padres y sus hermanas menores, que vivían en Gdansk; sentía el impulso de proteger a Jan, que parecía encontrar la vida en este país aún más dura que él; y había empezado a preocuparle que Rosie llegara sana y salva a casa de sus turnos de noche a pesar de que seguía negándose a acostarse con él. A veces Andrei sentía que era el responsable de que el mundo siguiera girando. Pero hoy todas sus liberaciones habían llegado a la vez: había enviado un fajo de dinero a casa, por lo que se había deshecho de la sensación de agobio que siempre lo perseguía; durante todo el fin de semana Jan sería responsabilidad de Magdalena; Rosie estaba en Cork en una despedida de soltera y, por tanto, fuera de su jurisdicción; tenía una nevera llena de cerveza y un grupo de amigos que vendría más tarde; pero, he aquí lo mejor de todo, el malvado elfo había salido de viaje. Lo sabía porque su bolsa de fin de semana había desaparecido. Y también su desodorante.

Solía ausentarse los fines de semana, que pasaba atormentando al Pobre Infeliz. No obstante, Andrei abrigaba la secreta y vaga esperanza de que la bolsa desaparecida fuera señal de una ausencia más larga.

Nada, ni siquiera tropezar con la lata de cerveza que el elfo había dejado en medio del suelo de la cocina, podía estropear su felicidad.

La estrella más brillante
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