Día 57
—Por lo general no me gustan los perros, pero tú eres diferente. Estás hecho de una pasta especial. Creo que confío en ti, y a mí no me resulta fácil confiar. ¿Quieres algo? ¿Qué es esto? Galletas caninas. Toma un par. Insisto. Te las mereces. Si quieres, me comeré una para acompañarte.
Desde su dormitorio, Jemima podía oír a Fionn en la cocina tratando de ganarse a Rencor. Poderoso enfrentamiento de voluntades. Rencor, criatura paranoica y vengativa que se sentía tremendamente amenazada, odiaba a Fionn. Pero Fionn tenía que conseguir que todo el mundo, perros inclusive, lo quisiera. Si no ocurría desde el principio, nada lo detenía, iba abriéndose paso con sonrisas y cumplidos hasta que la persona, de puro hartazgo, accedía a quererlo con todo su corazón. No obstante, teniendo en cuenta por lo que había pasado el pobrecillo, no había salido nada mal. Quizá algo propenso a preferir la compañía de las hortalizas a la de los seres humanos, pero si Jemima pensaba en el abanico de potenciales conductas disfuncionales —drogadicción, decoración compulsiva y demás—, no podía quejarse.
Jemima todavía se acordaba de cuando Fionn, con doce años, llegó a Pokey con Angeline, su madre. Su llegada generó un verdadero alboroto en el pueblo. Sus habitantes solo habían visto por la tele a gente como Angeline, con su belleza sofisticada, ojerosa, cautivadora, y su hija, una preciosa Angeline en miniatura. (Debido a sus rizos rubios y su carita mohína, la gente tardó seis meses en darse cuenta de que Fionn no era una chica.)
La historia era que se habían ido de Dublín «por el clima». La gente, naturalmente, lo interpretó como un eufemismo. ¿Estaba Angeline huyendo de la ley? ¿De un asunto de drogas que salió rana? Porque, ¿quién con dos dedos de frente se iría a vivir a Pokey por el clima? De hecho, como opinaban muchos de los lugareños más inquietos, ¿podía haber alguna razón para querer vivir en Pokey?
Madre e hija se instalaron en un piso de un dormitorio situado detrás de una casa de apuestas y casi tan pronto como cruzaron el umbral ya iban retrasadas con el pago del alquiler. Angeline consiguió un trabajo en el pub y lo perdió casi de inmediato. Encontró otro empleo en el fish and chips pero la despidieron antes de que terminara la semana. Su faceta de limpiadora tampoco duró mucho. El problema era que Angeline «enfermaba» a menudo.
«Holgazana», era la opinión general. «O borracha. Una dublinesa holgazana y borracha. Que se maquilla demasiado. Y hace ojitos a nuestros hombres.»
«Y tiene una hija falsa, no os olvidéis de la hija falsa.» (Angeline nunca había intentado hacer pasar a Fionn por una niña, pero el error de los lugareños les hizo sentirse idiotas y, luego, ofendidos.)
«Drogas», susurró alguien con una mano en la boca. «Y ese niño-niña no tiene padre.» Les encantaba hablar de Angeline. Inagotables, implacables, observaban y hablaban, hablaban y observaban, y perdieron todo su interés en espiar a los excéntricos protestantes de la ridícula casa de cristal. La belleza de Angeline, sus ojos perfilados con kohl, su pasado turbio… era mejor que un culebrón.
Cuando murió, nadie podía creerlo.
Al parecer, tenía un enfisema. La historia de que había venido a Pokey por el clima era completamente cierta. Había llegado en busca de aire fresco para reparar sus dañados pulmones cuando lo que en realidad necesitaba era medicación. Pero como era una mujer frágil y falta de sentido práctico que ansiaba obtener resultados positivos sin la más mínima comprensión de cómo hacer que ocurrieran, no había pedido ayuda.
Naturalmente, nadie en el pueblo le había ofrecido ayuda. No podían. Aunque se habían percatado de que llevaba una vida caótica —Fionn no iba al colegio y Angeline solía dar la nota en el supermercado porque no tenía dinero suficiente— la familia de Angeline tendría que haber llevado cuatro generaciones viviendo en el pueblo para poder aceptarla como uno de ellos. Duro, quizá, pero las reglas eran las reglas.
Todo el mundo dio por sentado que Angeline había sido una mujer ligera de cascos que ignoraba quién era el padre de su hijo, pero Fionn facilitó algunos detalles y una llamada telefónica a la policía de Pokey bastó para localizar a Pearse Purdue. Un hombre bello, en opinión de Jemima. Tanto como Angeline y, como ella, un espíritu libre. (O, si querías ser poco piadoso, que no era la intención de Jemima, patológicamente irresponsable.) Pescador de oficio, Pearse se había pasado la vida faenando con pesqueros a lo largo de la costa occidental. Fionn había sido el resultado de un breve pero apasionado matrimonio, y aunque se separaron —Pearse pasaba en el mar once meses al año y Angeline hablaba un pelín demasiado lento para su gusto— mantenían una relación cordial. Pearse quería a Fionn pero reconocía que era incapaz de hacerle de padre.
Había que buscarle una familia de acogida.
Fue entonces cuando Jemima y Giles intervinieron. La muerte de Angeline los había dejado horrorizados.
—¿Cómo hemos podido permitir que ocurriera? —le preguntó Jemima a Giles.
—Le llevabas sopa.
—Pero no era consciente de lo enferma que estaba. Fionn le daba Lemsip. Pensaba que no era más que un fuerte catarro.
—No podíamos saberlo —dijo Giles, masajeándole los hombros—. No podíamos saberlo. Pero ahora podemos darle un hogar a Fionn.
—Les dará mucho trabajo —le advirtió el hombre de Servicios Sociales a Jemima—. Ha heredado la tendencia irresponsable de ambos lados de la familia. Por duplicado. Es un caso perdido. Y parece una niña.
—A Giles y a mí no nos asusta —replicó Jemima—. Los niños equilibrados siempre encuentran un hogar, pero son los niños con problemas los que de verdad lo necesitan.