Tres años atrás
—¿Y el resto? —preguntó Maeve al entrar en el piso de David y percatarse del silencio.
—No han llegado aún. Entra. —Señaló la sala de estar—. Ya sabes dónde está.
Todo estaba igual: la colcha de lana tosca sobre el sofá, el tapiz tibetano en la pared, la alfombra marroquí sobre el viejo parquet, las beanbags, las piezas de cerámica artesanal, la lámpara de lava, la guitarra en el rincón. Trastos, polvo y tabaco suelto por todas partes.
—¿Todavía tienes las mismas…?
—¿… compañeras de piso? No. Marta regresó a Chile y Holly está viajando. Ahora vivo con dos turcos. Puede que los conozcas más tarde.
Maeve no tenía pensado quedarse más de una hora; pero no tenía sentido hablar de marcharse cuando no había hecho más que llegar. David se alegraba tanto de verla…
—¿Quieres beber algo? —preguntó él.
—Un té, gracias.
—No, no, no. Me refiero a beber de verdad. No todos los días se casa mi ex novia. Cerveza.
Trajo un par de Dos Equis y se sentó en el sofá junto a Maeve.
—Por los viejos amigos.
Entrechocaron las botellas.
—Por los viejos amigos —le secundó ella.
Bebieron en silencio.
—¿Qué tal la luna de miel? —preguntó David.
—¡Increíble! —Maeve lamentó al instante haber sonado tan entusiasta.
—Oí que ibais a Malasia. Cuéntame.
—Pues…
—¿Se ve mucha presencia militar?
—Yo no vi ninguna.
—¿En serio?
David parecía sorprendido. Decepcionado, de hecho. Maeve comprendió que le habría encantado una historia sobre tropas de asalto fascistas moliendo a palos a los musulmanes locales por alguna pequeña demostración de fe, como pasearse con barba y sin bigote. Lamentó no poder complacerle.
David cambió de táctica.
—Entonces, ¿el islam lo controla todo?
—Caray, David, no lo sé. Algunas mujeres iban tapadas, otras no.
—Qué interesante. —David tamborileó sus dedos sobre el mentón, pensativo—. Tarde o temprano se les volverá en su contra, pero por el momento Malasia está siendo muy astuta al adoptar esa vía.
Maeve sabía a qué vía se refería, la que transcurría entre el imperialismo cultural americano y el fundamentalismo islámico. A ella le importaba la política mundial, pero de repente comprendió que David no estaba interesado en las interpretaciones positivas; parecía como si deseara que todo estuviera todo lo mal que pudiera estar.
—Te he echado de menos, Maeve. —Alargó una mano y enredó sus dedos en los rizos de su cuello. Maeve se quedó quieta. Aquello no estaba bien, pero había sido tan cruel con él que no quería aumentar su dolor pidiéndole que parara.
—Espero que podamos ser amigos, David.
—¿Como en los viejos tiempos?
—¡Exacto, como en los viejos tiempos! Y cuando conozcas bien a Matt, te encantará…
Con un movimiento inesperado, David colocó su cara justo delante de Maeve. Estupefacta, se dio cuenta de que se disponía a besarla. Giró rápidamente el rostro y la boca de David aterrizó en su oreja.
—David, lo siento, pero sabes que esto no puede ser.
Él frotó la cara contra su cuello y Maeve dijo:
—Lo siento, David. Oye, creo que será mejor que me vaya.
—Si todavía no has visto tu regalo de bodas.
Ella se levantó.
—No te preocupes. Puedes dármelo en otro momento. Lo siento, pero me voy.
—No tienes por qué asustarte. —David parecía sorprendido y dolido—. Después de lo que me hiciste, permite como mínimo que te haga un regalo de bodas.
—Lo sé, pero…
—Ven, vamos a verlo.
—¿Por qué? ¿Dónde está?
—Allí. —Señaló su habitación.
—Oh… No, David —farfulló—. Tráelo aquí.
—No puedo, es demasiado grande. Ven.
—Lo siento, David, no me parece bien…
David soltó un largo suspiro.
—¿Tienes idea de cómo me hace sentirme esto? —La miró con ojos heridos—. No voy a hacerte daño. Ven, es un regalo genial, te va a encantar.
—De acuerdo. —Así era David. David.
Mientras abría la puerta del dormitorio, dijo:
—Cierra los ojos.
Maeve sintió en los hombros el peso y el calor de sus manos, guiándola.
—Vaya numerito —rió Maeve—. Espero que merezca la pena.