Día 57…

Lydia, resacosa y exhausta, había aparcado para comerse su almuerzo —un yogur y un plátano, todo lo que su estómago podía tolerar después de la cantidad de alcohol que había consumido la noche anterior— cuando sonó el móvil: un número del condado de Meath que no reconocía. ¡Hasta que lo reconoció! Mierda.

—¿Lydia? Soy Flan Ramble…

—Hola, Flan. —Habló deprisa, invadida por una leve sensación de temor. Flan solo llamaba para dar malas noticias. De hecho, se diría que disfrutaba con ello.

—No me llames Flan. Para ti soy el señor Ramble.

—¿Qué ocurre?

—Ha habido un pequeño… incidente.

—¿Qué? —«Habla de una vez.»

—Si te dijera las palabras «un pequeño incendio en casa», ¿captarías lo que quiero decir?

—¿Un incendio? ¿En casa? ¿Pequeño?

—¡Lo has entendido a la primera! Se dejó una cacerola en el fuego, las cortinas se incendiaron y las ventanas estallaron. No hay daños grandes que lamentar, pero te dará mucho trabajo deshacerte de las manchas de tizne. —Flan rió entre dientes—. Será mejor que bajes ahora mismo con tus brochas.

—Estoy en Dublín, señor Ramble. —«Flan, Flan, Flan.»

—He intentado localizar a Murdy y Ronnie, pero no he podido dar con ellos.

Qué sorpresa.

—Estoy en Dublín —repitió Lydia—. Nos separan setenta kilómetros de carretera con mucho tráfico.

—Alguien tiene que venir —insistió Flan, sonando incómodo.

«Irkutsk, Irkutsk, Irkutsk.»

Por mucho que detestara a Flan Ramble, y lo detestaba profundamente, el hombre se limitaba a pasar información.

—Da acuerdo, gracias. Voy para allá.

No tenía tiempo de almorzar. Apagó la luz de Libre, lamentando terriblemente perder los ingresos de medio día, y se dirigió a casa. Mientras conducía llamó a Murdy, quien, para su sorpresa, contestó.

—Pensaba que eras el banco —aulló—. ¡Estoy en medio de una crisis! Me han cortado la línea de crédito. Tendré que cerrar si no consigo treinta de los grandes antes de que termine el día.

¡Y le colgó! ¡Le colgó! Estaba acostumbrada a que le colgara, pero ¿no se daba cuenta de que esto era diferente? Peor. Un incendio. Llamas. Cortinas ardiendo. Algo serio.

Seguidamente llamó a Ronnie, quien —para gran asombro de Lydia— se negó a intervenir.

—Estás haciendo un drama de una simple crisis —dijo con una tranquilidad exasperante—. Otra vez.

—¡La casa se ha incendiado!

—Si estás tan preocupada, ¿qué haces que no estás ya aquí?

Y le colgó. ¡Ssskkkk! Esto era una locura. ¿Por qué era ella la única que…? Con dedos temblorosos, llamó a Raymond, pero tenía el teléfono apagado. ¿Por qué tenía el teléfono apagado? Porque lo sabía. Le habían dado el chivatazo.

A la mierda con él. A la mierda con todos, maldita pandilla de cabrones inútiles y egoístas. Ojalá se pudran en Archangelsk. Ojalá se encuentren un día en Murmansk en pleno invierno sin guantes. Ojalá se caigan por la borda de un barco en un dique seco de Gdansk. No le quedaba más remedio que ir a Boyne, al condado de Meath, y tenía que hacerlo ya si quería ahorrarse el éxodo de Dublín de los viernes. Veinte minutos más tarde supondrían tres horas más de viaje atascada en la N3, inhalando humo, apuntando al oeste, con un sol deslumbrante y abrasador en plena cara en un coche sin aire acondicionado.

Deprimida, elaboró un plan. Cuando llegara a Boyne iría a ver a ese imbécil de Buddy Scutt y no se marcharía hasta conseguir lo que quería, lo que deberían haber recibido hace meses.

Su última llamada fue a Gilbert. El teléfono sonó durante un buen rato y finalmente saltó el buzón de voz.

—Esta noche no estaré en Dublín. Puede que mañana tampoco. Llámame —dijo. Pero presentía que no lo haría. Probablemente se enfadaría e intentaría castigarla por haberlo abandonado sin apenas previo aviso.

A veces tenía sus dudas con respecto a Gilbert.

Como decía Poppy: «Nunca te fíes de un hombre que tiene dos móviles.»

Y Gilbert tenía tres.

Que ella supiera.

Al llegar al 66 de la calle Star, subió corriendo las escaleras y entró como una bala en la cocina para guardar el yogur en la nevera, pero se la encontró llena a reventar de latas de cerveza, una extraña pócima que compraban en la tienda polaca. Jan tenía previsto ir a ver a su novia el fin de semana, de modo que Andrei estaba planeando una juerga con sus colegas. No quedaba literalmente un solo hueco para su yogur de fresa. ¡Un simple yogur de fresa! Con la de chicas que necesitaban espacio para la leche de soja y el brócoli y las semillas de lino y todos esos productos voluminosos. No se imaginaban lo afortunados que eran de tenerla a ella.

Extrajo una lata del anillo de plástico, colocó su pequeño yogur rosa en medio de esa masa marrón y dejó cuidadosamente la lata de cerveza en el suelo de la cocina con la esperanza de que Andrei tropezara con ella.

Luego empezó a tirar cosas —ropa interior, unos tejanos, el iPod— en una bolsa. ¿Qué más necesitaba para estas improvisadas minivacaciones? Desodorante, cepillo de dientes, toallitas desmaquillantes… Sonó el telefonillo; probablemente alguien de otro piso que había olvidado la llave. Abrió.

A través del umbral de la sala vio el ordenador. ¿Debería conectarse? ¿Echar un vistazo rápido? De pronto sintió un impulso casi irresistible. No, no hay tiempo. Una última mirada de águila en el cuarto de baño por si se había dejado algo; en Boyne había tiendas, desde luego, pero quizá no tuviera tiempo para… ¿Qué era eso? Estaban llamando a la puerta del piso. ¡Irkutsk! No debería haber abierto la puerta de abajo sin preguntar primero. Pero no importaba, tenía las pilas puestas y quienesquiera que fueran esos intrusos —mormones, políticos— se los quitaría de encima en un santiamén. Los tendría saliendo por la puerta en… ¿en cuánto tiempo podría hacerlo?, se preguntó. Quince segundos, se dijo.

Abrió la puerta bruscamente.

—Soy una cristiana piadosa, no voto y no tengo dinero para comprar nada.

Frente a ella había una chica que no tenía pinta ni de mormona ni de política. La pista era la ausencia de una gran sonrisa falsa pegada al careto. Pero tal vez quisiera venderle algo. Maquillaje barato, supuso.

—Busco a Oleksander —dijo la chica.

—¿Quieres decir que buscas la iluminación? —La chica no era irlandesa; quizá se hacía un lío con las palabras.

—No. Busco a Oleksander. Un hombre.

—Tendrás que buscarlo en otro lado. Aquí no vive nadie con ese nombre.

—Un hombre ucraniano.

—Puedo ofrecerte a un par de polacos, si quieres.

—¡Pero este es el piso de Oleksander!

—Aquí no hay ningún Oleksander y tengo prisa.

Escurridiza como una anguila, la chica se coló en el piso y entró en la diminuta habitación.

—Vive aquí.

—Esta es mi habitación. Ah, seguramente te refieres al inquilino anterior. —Ahora que lo pensaba, había visto algunos sobres dirigidos a Oleksander no sé qué. Andrei los amontonaba en la cocina—. Me tenías preocupada. Pensaba que eras una pirada.

—¿Oleksander se ha ido? —aulló la chica—. ¿Adónde?

—No tengo ni idea.

—¡Tengo que hablar con él! Oleksander es hombre sexy, hermoso.

—Llámale.

—¡Borré número!

Lydia la miró impotente mientras se devanaba los sesos en busca de una solución, algo que le permitiera deshacerse de esa chica para poder seguir haciendo la bolsa.

—Seguro que vuelve algún día para recoger su correo. Escribe una nota y yo se la daré.

La chica ya estaba garabateando en una hoja de papel.

—Soy Viktoriya. Por favor, dile que tiene que llamarme.

—Se lo diré, se lo diré, ahora debo…

—Y dile también que cometí gran error. Hombre de Ministerio de Agricultura era estúpido y olía a vaca.

—Olía a vaca. Entendido.

—¿Me prometes que se lo dirás?

—Sí, sí, te lo prometo.

Pero Viktoriya seguía sin moverse, como si creyera que si esperaba el tiempo necesario, ese Oleksander saldría de debajo de la cama cubierto de bolas de pelusa.

—No está aquí, en serio. Tienes que irte. Tengo mis propios problemas que resolver.

La estrella más brillante
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