Día 45
—Gilbert, me he acostado… —Lydia se detuvo. Si iba a decirle la verdad, mejor hacerlo con delicadeza—. He tenido sexo con Andrei.
Esperó a que la cólera le contrajera el rostro, pero exceptuando un pequeño temblor detrás de los ojos, Gilbert permaneció impasible. Después de mirarla fijamente unos instantes, preguntó educadamente:
—¿Con Andrei? ¿Tu compañero de piso?
—Sí.
—¿El que te cae tan mal?
—… Eh… sí.
—Quizá —dijo con su voz de chocolate negro— podrías tener la gentileza de explicarme qué ocurrió.
Lydia abrió la boca y un segundo después la cerró. No era fácil.
—Todo empezó por un cazo —dijo.
—¿Un cazo?
—Ya sabes, una cacerola, una cacerola pequeña. Estábamos en la cocina. Andrei quería usarla pero yo no la había lavado. Estaba molesto. Aunque siempre está molesto.
Lydia se preguntó de qué manera podía describir lo que ocurrió después. Andrei estrelló el cazo contra la encimera y miró enfurecido a Lydia. Sus ojos azules echaban fuego y un músculo le latía en la mandíbula. Ella lo miró con igual furia y de repente —y era cierto que no sabía cómo describir de qué manera había comenzado— se estaban besando apasionadamente, salvajemente, y fue un gran alivio. Luego ella, ávida de más, le arrancó la ropa y él se la llevó a su dormitorio y ella, atrapada en su abrazo de acero, cayó sobre la cama y él le susurró ternezas en polaco y la llenó de ardientes besos en el nacimiento del pelo y ella alargó un brazo, que tenía inexplicablemente desnudo, y arrojó la foto de Rosie al suelo y él rió. Y pese a la estrechez de la cama individual, y pese a lo mucho que le desagradaba Andrei, fue el mejor sexo de su vida.
Pero no podía contarle eso a Gilbert.
—El piso es demasiado pequeño —dijo, la única explicación algo lógica que se le ocurría—. Creo que los hombres y las mujeres no están hechos para vivir tan apretados. Cuando muchas mujeres viven unas encima de otras sus menstruaciones se sincronizan. Cuando un hombre y una mujer viven juntos acaban acostándose… —Calló. No había quien se lo tragara—. No significó nada.
Tenía que reconocer que habían sido los quince minutos más intensos de su vida; nunca había estado tan agradecida de haber nacido, de tener piel y terminaciones nerviosas y sentido del tacto y del olor y del gusto, pero no había significado nada.
—«¿No significó nada?» Hablas como un hombre. —Gilbert tenía el semblante frío. No parecía muy convencido.
—No significó nada. No volverá a ocurrir. Ni siquiera me gusta… en cambio tú me gustas mucho.
—Lydia. —Gilbert martilleó la mesa con sus largos y elegantes dedos—. Me estoy preguntando por qué me estás contando esto.
—Porque es lo correcto. Quiero ser sincera contigo. Yo te respeto, Gilbert.
—¿Me respetas? ¿Te acuestas con otro hombre y tu manera de mostrarme tu respeto es contándomelo?
—¡No! Me acuesto con otro hombre, fortuitamente debo añadir, y te respeto lo bastante como para contarte la verdad. ¿Crees que me apetecía contártelo? Habría sido mucho más fácil no decírtelo, tratarte como un estúpido infeliz que se disgustaría demasiado, pero eso no habría estado bien. La sinceridad es importante. Si no hay sinceridad, no hay nada.
Pero incluso mientras lo decía se preguntó si no estaría equivocada.
—¿Cuándo tuvo lugar ese encuentro fortuito? —preguntó Gilbert.
Lydia miró su reloj.
—Hace una hora y… treinta y siete minutos.
—¿Has venido directamente de la cama a contármelo?
—Tenía que hacerlo. —Había sentido que cada segundo que pasaba sin que Gilbert lo supiera era un mayor insulto hacia él…
—Qué considerada.
… aunque Gilbert estaba ahora tan enfadado que Lydia empezaba a tener sus dudas. Pero no habría podido vivir con ese secreto. Lo ideal habría sido que no se hubiera acostado con Andrei, pero, por desgracia, no era una opción.
—¿Crees que has sido mi única mujer? —preguntó quedamente Gilbert con un repentino rencor en la mirada.
Lydia tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
—Sí —contestó—. Eso creo.
—Ha habido otras.
—Ya. —Soltó un largo y profundo suspiro—. Menos mal que estamos teniendo esta pequeña charla, ¿no?
—Pero esas otras mujeres no significaron nada —dijo triunfalmente Gilbert, repitiendo con sarcasmo las palabras de ella.
—¿No significaron nada? ¿Como en mi caso? Pero, curiosamente —dijo Lydia mientras se levantaba para marcharse—, a lo último que me recuerdas cuando hablas es a un hombre.