Día 53…
Fionn se levantó.
—¿Adónde vas? —le preguntó secamente Jemima.
—… A… a ningún lado. —Volvió a sentarse en el sillón con fundas protectoras y fingió concentrarse en el viejo televisor.
Bebieron su té en silencio, luego Fionn dejó la taza en el platito ruidosamente para señalar un cambio de actividad. Poniéndose en pie, dijo como si tal cosa:
—Creo que voy a estirar las piernas.
—Ya las tienes lo bastante largas. Siéntate.
—Necesito salir, Jemima. Un chico de campo como yo no puede permanecer encerrado en un piso tan pequeño. Necesito dar una vuelta.
—Son las diez de la noche. Las calles estarán llenas de gamberros y matones.
—¿Y qué?
—Podrías salir mal parado —replicó maliciosamente Jemima—. Un simple chico de campo como tú.
—Solo unos minutos… —Fionn ya estaba en la puerta.
—Está casada —dijo Jemima en un tono categórico.
—¿Quién?
—Ya sabes quién. Maeve.
Pero no se sentía casada, pensó Fionn.
—Creía que siempre te mantenías alejado de las mujeres casadas.
Y así era, por supuesto, cualquier persona decente lo haría. Pero Maeve era diferente. No sabía decir por qué, en qué sentido, solo sabía que era diferente.
—Fuiste educado en el respeto a las mujeres casadas.
Jemima estaba intentando avergonzarlo para que se olvidara de Maeve, pero era en vano. ¡No podía! Fionn no daba crédito a la intensidad de sus sentimientos. La había tenido en la cabeza todo el día, como un zumbido de fondo. Era la primera vez que una mujer le afectaba de ese modo y, francamente, le traía sin cuidado que tuviera marido. La quería e iba a conseguirla.
—Siento… ¿cómo expresarlo? Siento que en realidad no está casada. —Fionn meneó la cabeza y afiló la mirada—. Ese Matt…
—¡Se llama Matthew!
—… me da mala espina. Sospecho que la tiene prisionera.
—¿Has perdido el juicio? —le preguntó Jemima con los ojillos brillantes como los de un pájaro—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
—Créeme, Jemima, en esa casa pasa algo raro.
—¡Tonterías! Simplemente estás intentando justificarte de un acto horrible. Pero no voy a permitir que lo hagas.
—¿Y cómo piensas detenerme? —De repente volvía a ser el gallito de los quince años.
—Te prohíbo que salgas.
Jemima lo fulminó con los ojos. Fionn había olvidado el poder de esa mirada. La fuerza irresistible, solían llamarla él y Giles. Penetrándolo como un rayo láser, lo obligó a cruzar la sala de estar y lo empujó de nuevo contra el sillón, donde se derrumbó, agotado y alicaído.
Jemima esbozó una sonrisa amable.
—¿Más té, querido?
«Métete el té por tu escuálido culo protestante.»
—Sí —farfulló Fionn.
—Y ahora dime —prosiguió secamente Jemima mientras levantaba la tetera—, ¿qué pensabas hacer? ¿Llamar a su puerta e invitarla a salir con su marido sentado a un metro de ella?
—Había pensado invitarlos a los dos a la grabación —dijo Fionn con frialdad—. A los dos. A la gente le gustan esas cosas.
—Gracias, pero creo que no les hace ninguna falta visitar un estudio de televisión.