Día 32…
Lydia no reconoció el número de teléfono pero contestó de todos modos, qué demonios. Vive un poco.
—Soy Conall Hathaway.
—Por el amor de… ¿Cómo has conseguido mi número?
—Me has telefoneado esta mañana para decirme que estabas delante de mi casa.
¡Su pelo! ¡Su delicado y maldito pelo! Debería haber bajado del coche y llamado a la puerta.
—He decidido aceptar tu invitación.
—¿Qué invitación?
—La de mañana. Me tomaré el día libre y lo pasaremos juntos. Cogeremos el coche e iremos a… ¿qué has dicho? ¿A limpiar? ¿A ver a tu madre?
—Solo lo he dicho porque sabía que no te molaría.
—Pues sí me mola.
—No quiero que vengas.
—¿A qué hora te recojo?
—A ninguna. No vas a venir. Hazte a la idea. Ve a trabajar, gana otro millón de euros.
—Iré.
Sonaba firme y convincente y Lydia se alegró de haber conocido a otros de su clase en el pasado. Había llevado a unos cuantos en el taxi a lo largo de los años. Hombres —porque casi siempre eran hombres— seguros de sí mismos, empeñados en una idea y sin el más mínimo interés por lo que los demás pudieran desear. Querían lo que querían e iban a por ello sin importarles el caos que pudieran generar. Había una expresión que utilizaban los tipos del ejército cuando intentaban justificar la muerte de un montón de civiles. «Daño colateral», era. Sí, a los Conall Hathaway de este mundo les traían sin cuidado los daños colaterales que causaban.
—Calcula salir a eso de las diez —estaba diciendo—. No conviene salir antes por el tráfico, pero si salimos más tarde se nos habrá ido la mitad del día.
Si se lo estuviera haciendo a otra tal vez le habría funcionado, pero con ella no iba a funcionarle.
—Entonces, ¿nos vemos a las diez?
—Nos vemos a las diez —repitió Lydia con sarcasmo.
Saldría a las nueve.