Día 60…

El trayecto de Maeve hasta el trabajo estaba tan plagado de peligros que se podrían vender entradas para verlo. Era más temeraria y osada, si cabía, que cuatro años y medio atrás, cuando Matt reparó por primera vez en el pompón naranja de su gorro sorteando el tráfico. Ahora pasaba como un rayo por estrechos cañones formados por autobuses y camiones, trazaba complicados zigzags entre coches con los morros prácticamente pegados y —lo más impresionante de todo— se saltaba los semáforos en rojo a toda velocidad y se abría milagrosamente paso entre los conductores sobresaltados que avanzaban hacia ella a izquierda y derecha. Un ejercicio cargado de adrenalina que parecía contradecirse con su dulce y relajante despertador.

Ya no trabajaba en una compañía de software sino en el departamento de Reservas de Emerald, una pequeña cadena hotelera. El personal administrativo de Emerald estaba ubicado en el sótano del hotel insignia, el Isle. Maeve cruzó la larga oficina sonriendo y saludando con la cabeza y llegó a su mesa, que estaba justo al fondo.

Encendió su ordenador, cogió la bandeja de asuntos pendientes y se puso a trabajar de inmediato. A su alrededor, sus numerosos colegas hablaban de lo que habían cenado la noche anterior, pero Maeve mantenía los ojos fijos en la pantalla y tecleaba diligentemente.

Daba la impresión no solo de trabajar en el departamento de Reservas, sino de ser el departamento de Reservas. Ella y solo ella. Sus compañeros, unos veinte aproximadamente, estaban en Nóminas, Adquisiciones y Entrada y salida de mercancías, de modo que Maeve raras veces necesitaba detenerse en la mesa de otro para decirle cosas como: «¿Ves esta reserva? ¿Puedes conseguir las cuatro motos de nieve que piden?» Pero tampoco se prestaba a charlar demasiado con los compañeros. Era siempre muy amable, no me malinterpretes, pero se mostraba reservada, lo que no dejaba de sorprender. Como también sorprendía la simplicidad de su trabajo; francamente, hasta un mono bien entrenado habría podido hacerlo, y no era en absoluto la clase de trabajo que se esperaría de una mujer con su encanto y talento. ¿Qué había sido de aquellos días gloriosos en Goliath, cuando se mostró tan competente que su período de formación terminó dos semanas antes de lo previsto? A lo mejor el ambiente después de que Matt dejara a la adorable Natalie por Maeve se había enrarecido tanto que prefirieron irse a trabajar a otro lado, y dado el actual clima económico esto era lo mejor que había encontrado.

Maeve estuvo toda la mañana asignando suites de no fumadores y habitaciones dobles con camas separadas. Su tarea le producía cierto orgullo: la gente visitaba ciudades desconocidas y encontraba una cama aguardándole porque Maeve hacía eso posible.

A la una en punto dejó su cubículo y entró en una cafetería cercana, donde fue recibida cariñosamente por la mujer maternal que atendía la barra.

—Hola, Maeve. ¿Qué te pongo?

—Hola, Doreen. Bocadillo de ensalada…

—… de jamón, pan integral, sin mostaza. Bolsa de patatas fritas naturales y una lata de Fanta. No sé por qué me molesto en preguntar.

—Un día te sorprenderé —dijo Maeve.

—No lo hagas, podría darme un infarto. Ya hay suficiente incertidumbre en la vida. Me gusta así.

Cargada con su almuerzo, Maeve se sentó en los escalones del Central Bank, al sol, y procedió a escudriñar el enjambre de turistas y compradores en busca de una oportunidad para llevar a cabo su Acto Amable del día. ¿Tenía razón al pensar que en los meses más fríos resultaba más fácil?, se preguntó. Había comenzado en marzo, un mes en que la gente aún arrastraba complementos fáciles de perder como guantes, bufandas y gorros, y cuanto Maeve tenía que hacer era recoger la prenda extraviada, correr tras la persona y recibir sus palabras de agradecimiento. Por otro lado, el verano había llevado turistas, pobres extranjeros desconcertados con el ilógico sistema de calles dublinés, y en las últimas semanas su buena obra diaria le había caído muchas veces como llovida del cielo cuando algún italiano o estadounidense perplejo se le acercaba pidiendo indicaciones. Maeve se esforzaba por que los visitantes supieran exactamente adónde iban y a veces hasta los acompañaba parte del camino. Pero ese día la cosa estaba floja. No había nadie consultando mapas con cara de no entender nada, nadie necesitaba ayuda para subir un cochecito por los escalones, nadie necesitaba que le dejaran urgentemente un teléfono. Eran las dos menos diez, casi la hora de regresar al trabajo, y todavía no había encontrado una persona con la que ser amable cuando —¡ajá!— vislumbró una oportunidad. Una pareja joven, sin duda turistas. La chica estaba junto a un buzón verde de estilo muy irlandés y el chico le estaba haciendo una foto.

Maeve se levantó de un salto. No quería hacer algo así, nunca había querido hacerlo, pero seguro que después se sentiría mejor. Se interpuso en su línea de visión y se obligó a sonreír.

—¿Queréis que os haga una foto juntos al lado del buzón?

La pareja la miró atónita. A lo mejor no entendían el inglés.

—¿Franceses? —preguntó—. Voulez-vous

—Somos americanos —dijo la chica.

—Entonces, ¿os gustaría una foto juntos al lado… hum… del buzón?

—Eh… —dijo el muchacho, sujetando su cámara con gesto protector.

Maeve captó el problema.

—Oye, que no voy a robarte la cámara. Toma. —Tendió su bolso a la chica—. Cógelo como prenda. —La chica se negó—. Por favor —dijo Maeve—. Solo quiero ayudar.

—¿Se trata de eso de los actos amables hechos al azar? —preguntó la chica.

—¡Exacto! —El rostro de Maeve se iluminó.

—No pasa nada —dijo la chica al chico—. Dale la cámara.

Maeve hizo varias fotos y la pareja se mostró encantadora y agradecida y dijo que Maeve era «muy sólida» y «Si alguna vez visitas Seattle…».

—¿Me haréis una foto a mí y a mi marido?

—¡Claro!

En general, se sentía bastante mejor. El problema era que el libro que recomendaba esta práctica diaria —uno de esos libros de autoayuda— no tenía en cuenta el hecho de que los receptores del acto amable de Maeve no siempre se mostraban agradecidos. Muchas veces la trataban con desconcierto, desconfianza o incluso displicencia. La semana anterior, sin ir más lejos, se había pasado veinte minutos de su hora del almuerzo transportando una papelera Brabantia —no muy pesada pero incómoda de llevar— entre la multitud, nada menos que desde la calle Abbey hasta la estación del Dart de la calle Tara, y la mujer, la desconocida elegida al azar y dueña de la papelera, se molestó porque Maeve se negó a subirse al Dart con ella para ayudarle a transportar la papelera hasta su casa.

Pero hoy era un buen día. Se preguntó cómo le iría a Matt con su AA. Seguro que tenía que ver con el coche, cosas como ceder el paso a un conductor que salía de una calle secundaria. Siempre era esa clase de actos. En muchos aspectos, ella y Matt eran tan diferentes que le costaba creer que hubieran terminado juntos. Pero siempre había sentido por él una enorme ternura y todavía podía señalar el momento exacto en que empezó a enamorarse de él…

Ocurrió algo más de cuatro años atrás, una noche de sábado del mes de abril. Maeve estaba hecha un ovillo en la cama de David, medio adormilada, cuando de repente pegó un salto. Agarró la muñeca de David para mirar la hora.

—Ostras, David, son las ocho y media. ¡Arriba! ¿Quién se ducha primero?

—Espera. —David restó importancia a su agitación—. Relájate.

—¡Pero los demás nos estarán esperando! Si no nos ponemos en marcha ya, nos perderemos la actuación.

—Tranqui —dijo él, mirándola fijamente a los ojos, y Maeve sintió que recuperaba la calma—. Tranqui —repitió él—. No pasará nada por cinco o diez minutos.

—Vale —dijo Maeve, dejando ir su inquietud en un largo suspiro.

—Vale.

David y Maeve. Maeve y David. En cierto modo, Goliath era como una gran agencia de citas. Tenía más de doscientos empleados, la mayoría menores de treinta años, y solían moverse en grupos grandes, haciendo cosas galwayanas como ir a conciertos, festivales y actos solidarios. Si te gustaba alguien te asegurabas de acabar en su grupo. Pasabas de las citas formales, como cenas para dos, al menos entre los subordinados. Naturalmente, era diferente para los de dirección; los jefes de equipo como Matt y Nat eran otra especie, les iban las minivacaciones en hoteles rurales, masajes en pareja, servicio de habitaciones, todas esas historias. Pero nadie juzgaba a nadie; cada cual se dedicaba a lo suyo.

Al poco tiempo de iniciar su formación en Goliath, Maeve se dio cuenta de que sus colegas tenían un espíritu muy solidario. Casi antes de saber dónde estaba la máquina del café ya era miembro de un comité para organizar una comedia en beneficio de los sin techo. David era el impulsor del proyecto. Junto con los demás voluntarios, convenció a varios humoristas de renombre de que hicieran un número —renunciando a toda remuneración, naturalmente— para el personal de Goliath. Todo lo recaudado tendría un fin benéfico. A lo largo del mes que siguió, Maeve dedicó muchas de sus noches a ayudar a montar el evento y reparó en la atención que le prestaba David, la cual fue creciendo a medida que se acercaba el gran día. También advirtió que algunas de las chicas del comité estaban celosas del interés que David mostraba por ella, y no pudo evitar sentirse halagada. David era un hombre inteligente y con mucho mundo que no toleraba las injusticias y era un poco mayor que el resto, pero se había fijado en Maeve. El ex novio de Maeve, Harry, a quien había conocido en la Universidad de Galway y con quien había viajado a Australia, era simpático y todo eso, pero no impresionaba como David.

Finalmente llegó la gran noche y todo salió a pedir de boca gracias a la eficiente organización. Recaudaron miles de euros y después, cuando la juerga del comité hubo terminado, Maeve hizo lo que durante semanas supo que haría esa noche: irse a casa con David.

Y así empezaron a salir. Tenían mucho en común. Bicicletas. Cerveza. Grupos de música tuareg. Boogie-boarding en Clare. Hummus en la nevera. Novelas de Barbara Kingsolver. Tendencias altruistas. David era la persona más bondadosa y con más principios que Maeve había conocido en su vida.

—Me voy a la ducha —dijo Maeve.

Pero David la atrajo hacia sí y enredó un dedo en uno de sus rizos.

—No vayamos.

—¿Qué? ¿Adónde?

—Al concierto.

Maeve lo miró atónita.

—¿Qué haríamos entonces?

—Se me ocurren muchas cosas.

Habían pasado la tarde en la cama. Ella había tenido suficiente por el momento.

—Nunca he visto tocar a Fanfare Ciocarlia —repuso—. Quiero ir.

—Y yo quiero quedarme aquí contigo.

—Ya hemos pagado las entradas. —Seguro que eso funcionaba, pensó. David no era nada derrochador.

—Es solo dinero.

—Sí, pero…

—De acuerdo —suspiró David—. Prefieres estar con la gente con la que trabajas a estar conmigo.

—David… —Pero él ya se había levantado y puesto rumbo al cuarto de baño.

Y en el concierto —un grupo de músicos gitanos que interpretaban frenéticamente temas de James Bond con tubas— ¿a quién se encontró? ¡A Matt, nada menos! ¡Bailando como un loco con todos los demás! Fue toda una sorpresa, porque exceptuando las copas de los viernes al salir del trabajo, los jefes de equipo no acostumbraban a relacionarse con sus subordinados. Pero fue una sorpresa agradable, porque todo el mundo adoraba a Matt. Su equipo era el mejor. El trabajo era duro, sin duda, y muchas veces frustrante y estresante, pero como Matt estaba siempre contento y de buen humor, te reías.

—¡Matt! —gritó Maeve por encima del barullo—. No sabía que te gustara esta clase de música.

—Yo tampoco, pero es la bomba.

«¿La bomba?»

—¿Dónde está Nat?

—No ha venido. No le van estas cosas.

Bien hecho por haberse atrevido a ir sin ella, y lo que lo hacía aún más adorable era el hecho de que fuera… en fin, de que fuera tan pésimo bailarín. Se movía como un pato mareado y no temía que la gente se riera de él. Era enternecedor. Conmovida, Maeve pensó: «Matt…».

Esto de entrar y salir en sus baúles de los recuerdos… vaya, que lo hago pero en realidad no está bien. No puedo irrumpir sin más en sus pasados, buscar lo que quiero y luego salir, dejándolo todo como estaba. Ya he empezado a provocar reacciones, desasosiego, trastornos. Estoy penetrando en sus vidas, apareciendo en sus sueños, rondando en los márgenes de sus pensamientos. Durante los días y semanas siguientes, todos reconocerán que sentían que algo pasaba. Que lo sabían.

La estrella más brillante
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