Día 37…
Naomi se equivocaba al decir que Conall nunca había ido de vacaciones con Katie. Habían pasado un fin de semana en Budapest y cuatro días en un hotel fabuloso de Ibiza (que acabaron siendo dos por un retraso en el vuelo), pero el viaje que Katie recordaba con más cariño era el primero. Llevaban saliendo juntos menos de un mes cuando Conall se presentó con dos billetes a Tallin. Todavía estaba intentando resarcirla por el desastre de Glyndebourne.
—He elegido Tallin porque tiene una farmacia de seiscientos años de antigüedad —le explicó—. Y sé que te encantan las farmacias.
Llegaron el viernes por la noche y lo primero que hicieron al día siguiente fue ir a la farmacia. Bueno, en realidad fue la tercera o la cuarta cosa que hicieron, recordó Katie. Se despertaron en la amplia cama de madera tallada, hicieron el amor lenta y sensualmente y, a renglón seguido, desayunaron con champán y fresas porque Conall, por mucho que dijeran de él, que era un fantasma y todo eso, sabía hacer las cosas bien. Finalmente se vistieron y tuvieron una charla con el conserje sobre mapas y direcciones. Bueno, Conall la tuvo. A Katie no le interesaban esas cosas. Pensaba que eran solo para hombres; les encantaban los rotuladores y señalar con una x los lugares clave. Cuando terminaron de hablar, Katie echó a andar hacia la salida y el sol de la mañana cuando Conall tiró de ella hacia las escaleras.
—Concédeme unos minutos de tu tiempo —murmuró con un brillo en los ojos.
Irrumpieron en la suite que acababan de abandonar, la atravesaron a trompicones y cayeron sobre la cama, donde echaron un polvo rápido pero muy sexy.
—Bien. —Conall levantó a Katie de la cama y le ayudó a ponerse el sujetador—. Y ahora, a la farmacia.
Era una farmacia antigua y preciosa, el Taj Majal de las reboticas. Tenía las paredes forradas de pequeños cajones de madera y estantes con tarros de cristal marrón etiquetados con símbolos químicos. La luz, reflejada en los espejos manchados, era tenue y respetuosa. Se trataba, sin embargo, de una farmacia en funcionamiento que, para deleite de Katie, tenía expuesta una plétora de productos modernos.
—Vamos —dijo Conall—, hazme de guía. —La atrajo hacia sí—. ¿Qué te…? Oye, que no te dé vergüenza.
—Pues claro que me da vergüenza —repuso ella—. Soy la única persona que conozco que curiosea en las farmacias.
—Y yo curioseo en las ferreterías. Nuestro próximo viaje será a la ferretería más grande del mundo. Y los dos curioseamos en las papelerías.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—Lo juro por Dios. Quiero que me enseñes las cosas que te gustan. —Levantó una caja—. ¿Qué es esto?
—Un jabón contra el acné. —Nada especial.
Katie no se entretuvo con los productos para el pelo y la piel. Por muy enérgicamente que Conall asintiera con la cabeza, sospechaba que estaba fingiendo. En cualquier caso, su sección favorita era la de primeros auxilios. Hacían cosas realmente ingeniosas.
—¿Qué es esto? —Conall cogió un cilindro de plástico.
—Oh, Conall. —Katie no pudo reprimir su entusiasmo—. Es un limpiador de heridas. Es brillante. ¿Recuerdas cuando de niño te caías y te hacías un corte en la rodilla y se te metía arenilla y piedrecitas y el daño que te hacía cuando te lo limpiaban con un trapo? Pues eso ya es historia. Ahora solo tienes que rociarte esto. Creo que tiene algo de anestesia local y, naturalmente, es antibacteriano.
Conall leyó las instrucciones.
—Entiendo. Limpia los «cuerpos extraños». O sea…
—… ¡las piedrecitas y la arenilla!
—Caray, me gustaría hacerme una herida para poder probarlo.
Katie lo miró de soslayo y los dos rompieron a reír.
—No te estoy tomando el pelo —exclamó Conall—. Es cierto que lo encuentro interesante. ¿Y esto de aquí qué es?
—Son tiritas líquidas, para esas partes incómodas donde no puedes ponerte una tirita normal. Solo tienes que rociar la zona.
Conall apretó el pitorro y una gota le cayó en el dedo.
—¡Se ha secado al instante! ¡Mira! —Agitó la mano—. ¿Y actúa como una tirita?
—Sella la herida para que no haya infección.
—Entiendo. Es genial.
—Creo que esto es nuevo. —Katie cogió algo que tradujo como gargarismos de equinácea—. A veces ves cosas en el extranjero que no ves en casa. Debe de ser fantástico para el invierno, para cuando notas que te empieza a doler la garganta.
Él insistió en comprárselo.
Katie sabía que Conall no le había pillado el punto a las farmacias, nadie se lo pillaba. Pero había tenido el detalle de intentarlo.