Día 53…

—El edén está en todas partes. —Fionn le sonrió cálidamente a la cámara—. Incluso en un pequeño piso del centro urbano como este. —Señaló con el brazo el espacio y la cámara giró para mostrar una minicocina atestada.

—Bien, Fionn —dijo Grainne—. Solo que con un poco más de entusiasmo. El edén está EN TODAS PARTES. Como queriendo decir, ¿no es asombroso?

—El edén está EN TODAS PARTES. —Fionn le sonrió cálidamente a la cámara—. Incluso en un pequeño piso del centro urbano como este. —Abarcó el espacio con el brazo y la cámara giró para mostrar una minicocina atestada.

—Bien, Fionn. Solo que con un poco más de asombro. INCLUSO en… espera, diminuto, diminuto me gusta más. —Grainne corrigió su guión—. Incluso en un diminuto piso del centro urbano como este.

—El edén está EN TODAS PARTES. —Fionn le sonrió cálidamente a la cámara—. INCLUSO en un DIMINUTO piso del centro urbano como este. —Abarcó el espacio con el brazo y la cámara giró para mostrar una minicocina atestada.

—Un poco mejor. Repítelo.

«Caray, caray», pensó Rencor sonriendo maliciosamente para sí. A Fionn no se le daba muy bien que digamos. ¿Cuántas veces había repetido ya esta pantomima? Sinceramente, tantas que había perdido la cuenta.

—Fionn, solo quiero que sepas que no tiene nada de raro hacer tantas tomas —dijo Grainne—. No significa que lo estés haciendo mal.

«Caray, caray», pensó Rencor mirándose las uñas y ocultando otra sonrisita. Ahora lo trataban con condescendencia, de hecho, lo trataban con lástima. Excellent Little Productions no tardaría en darse cuenta del terrible error que había cometido y Fionn Purdue sería devuelto en el Monaghan Meteorite a su casa de Pokey, avergonzado y humillado, para no volver jamás.

El muy idiota no parecía darse cuenta de lo mal que lo hacía. Decía sus frases y movía los brazos cuando se lo pedían, pero estaba pensando en esa chica, Maeve. «Está extático», pensó Rencor con desdén. Entre toma y toma, Fionn caía en un profundo estado de idiotez, con una lánguida media sonrisa en la cara, mientras en su cabeza repetía una y otra vez la palabra «Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve. Maeve.» Los demás no, pero Rencor podía oírla perfectamente.

—Bien, Fionn, vamos allá —dijo Grainne.

—El edén está EN TODAS PARTES. —Fionn le sonrió cálidamente a la cámara—. INCLUSO en un DIMINUTO piso del centro urbano como este. —Abarcó el espacio con un brazo y la cámara giró para mostrar una minicocina atestada.

Grainne meneó la cabeza.

—Lo siento, Fionn. En esta ocasión no has sido tú.

«Por una vez…», pensó Rencor con despiadado placer.

—El sonido está recogiendo algo. —A esto siguió una conversación queda entre Grainne y el hombre del sonido, que llevaba unos auriculares supersensibles—. Un autobús en la calle pasando por encima de una alcantarilla.

—¿No podemos pedirles que paren?

—Podemos intentarlo.

La mensajera, una joven llena de piercings llamada Darleen, fue enviada a la calle con instrucciones de desviar todos los autobuses hasta nuevo aviso.

—Eso es imposible —dijo.

—En tu entrevista dijiste que querías trabajar en televisión —espetó Grainne—. Dijiste que estabas dispuesta a hacer lo que hiciera falta. —Se encogió de hombros—. Pues esto es lo que hace falta.

«Una tía dura esa Grainne», pensó Rencor con secreta admiración.

Darleen debió de conseguir algo en la calle porque después de dos tomas más Grainne estuvo satisfecha con la actuación de Fionn, el sonido, la luz y todo lo demás.

En la siguiente escena, la cámara acompañaba a Fionn hasta la pared del fondo de la cocina, donde abría una ventana y le sonreía a la cámara.

—Damas y caballeros, entren conmigo en el edén. —Con delicadeza, posó su sucia mano en el saliente—. También conocido como alféizar. —Sonrió de nuevo, como si estuviera compartiendo un secreto con los espectadores, y Rencor tragó saliva. Por un instante Fionn había parecido una estrella. Se volvió rápidamente hacia Jemima. ¿Lo había notado?

Pero Jemima se había pasado la mañana mirando a Fionn como si fuera Daniel Day Lewis ofreciendo una actuación merecedora de un Oscar. No podía ocultarlo cuando se trataba de Fionn, advirtió Rencor. Pensaba que todo lo que hacía, hasta la tontería más grande, era absolutamente maravilloso. Aunque Rencor tenía que reconocer que mostraba la misma generosidad con él. Pero lo de Fionn era diferente.

Al final del día Grainne Butcher estaba bastante satisfecha. Para alguien que nunca había hecho esto, Fionn Purdue no lo hacía nada mal. Y salía genial: la cara, el cuerpo, el pelo, las manos. Esas sucias, encantadoras manos. Le harían muchos primeros planos mientras apretaba la tierra en las jardineras y replantaba delicadamente ramitas y frotaba dulcemente las hojas con el índice y el pulgar.

Grainne, que no era dada a los halagos a menos que no le quedara más remedio, debía reconocer que Fionn tenía tanto de paciente como de guapo. No creía haber trabajado nunca con alguien capaz de soportar con tan buen talante la repetición de tantas tomas. Estaba claro que Fionn Purdue no iba sobrado de ego.

Se preguntó cuánto duraría eso. Empezaban a comportarse como divos la primera vez que veían su foto en el periódico. Y Fionn iba a recibir mucha atención; a Grainne ya le habían pedido cuatro entrevistas con él y solo hacía un día que habían enviado el comunicado de prensa.

Existía, naturalmente, una pequeña posibilidad de que Fionn conservara la humildad. Pero a su ego aún le quedaba mucho por experimentar, habiendo vivido recluido en un pueblo de mala muerte como Pokey, sin otra ambición que quitarles los hierbajos a unas cuantas amas de casa desesperadas.

—Hemos terminado por hoy —dijo Grainne—. Buen trabajo, Fionn. Nos veremos mañana por la mañana. Esto… ¿vendrán otra vez Jemima y Rencor? —Por extraño que pareciera, sentía que ese perro tenía un problema de actitud.

—Todavía no lo sé —dijo Fionn—. ¿Y si invitara a otra persona en su lugar? ¿Es posible?

—Claro. ¿Quién?

Pero Fionn no parecía estar escuchándola. Se había replegado en sí mismo. ¡Artistas! ¡Unos colgados! Era la característica que más le exasperaba. Podía soportar a la gente poseída por toda clase de demonios, desde la rabia hasta la tacañería y los celos patológicos, pero, como mujer pragmática que era, los cuelgues (si esa era la palabra) la sacaban de quicio. Los ojos de Fionn se centraron de nuevo cuando emergió de dondequiera que hubiera estado.

—Grainne —dijo—, ¿cómo se llama esa emoción en la que no puedes dejar de pensar en una persona?

—Eh… ¿Obsesión?

Fionn chasqueó los dedos, agradecido.

—¡Obsesión! ¡Exacto!

La estrella más brillante
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