Día 60…
En el 66 de la calle Star el resto de la gente empezaba a desperezarse. Andrei llevaba despierto desde las 5:35, cuando Lydia había dejado caer deliberadamente algo en el suelo del cuarto de baño. Desde que se había mudado a este piso, él y Jan vivían en estado de shock. Nunca habían conocido a una chica como ella y su única cualidad era que era pequeña. Lo bastante pequeña para caber en la diminuta cama de la diminuta habitación.
Andrei contempló el vacío, rememorando con nostalgia aquellos idílicos tiempos con su anterior inquilino, un electricista-acordeonista ucraniano llamado Oleksander. La convivencia con él había sido increíblemente fluida porque nunca estaba en casa. Se pasaba las noches en la pija habitación de su novia, Viktoriya, y su cuarto del 66 de la calle Star funcionaba básicamente como ropero. Hasta que Viktoriya se prendó de un irlandés, un funcionario con un alto cargo en el Ministerio de Agricultura, y Oleksander tuvo que depender nuevamente de sus propios recursos. Soportó varias noches en vela con las piernas asomando quince centímetros por un extremo de la cama. Cuando intentó remediar el déficit colocando una silla para apoyar los talones, la madera de los pies de la cama le cortó las pantorrillas, dejándole dos verdugones que han persistido hasta hoy. Finalmente consiguió desmontar los pies, con el único inconveniente de que el bastidor de la cama se vino abajo. Entonces optó por dormir con el colchón directamente en el suelo, pero su región lumbar protestó clamorosamente y después de treinta y cuatro días de terribles dolores, le comunicó a Andrei que no aguantaba más.
Muchas personas, en su mayoría hombres polacos, vieron la habitación, pero todas, sin excepción, se declararon demasiado grandes para el tamaño de esa cama. Además, se partían de risa al imaginarse a Oleksander Shevchenko (personaje célebre; sus actuaciones frente a Trinity se habían convertido casi en una atracción turística) tratando de echar un sueñecito en ese cuarto de muñecas. Así pues, cuando la irlandesa Lydia llegó, Andrei y Jan quedaron tan deslumbrados por sus diminutas proporciones que se les pasó totalmente por alto el hecho de que fuera un malvado elfo.
Ahora estaban pagando el precio.
Tenían conversaciones interminables cuando se preguntaban: ¿Por qué? ¿Por qué era tan desagradable? ¿Tan perezosa? ¿Tan cruel?
Andrei le advertía a Jan que tal vez nunca llegaran a averiguarlo. Tal vez lo mejor fuera, aconsejaba, aceptar que su agrio carácter era un hecho tan inevitable como la lluvia, como todo lo demás de este húmedo y desagradable país.
Una vez aseados y vestidos, los muchachos bajaron a la calle, donde abrieron las manos y, con sumo sarcasmo, expresaron su asombro por el hecho de que no estuviera diluviando antes de caminar los diez minutos hasta la parada de Luas. Allí tomaron direcciones diferentes, Andrei hacia un polígono industrial del este, Jan hacia un centro comercial del norte.
A Jan le gustaba decir que trabajaba en informática, lo cual, en cierto modo, era verdad. Estaba empleado en un supermercado gigantesco, donde atendía los pedidos online. Se pasaba el día recorriendo los pasillos y empujando una especie de supercarro del que colgaban doce cestas, que representaban doce clientes diferentes, cada una con su lista particular de artículos. Tras localizar los artículos de las doce listas y colocarlos en las cestas correspondientes, dejaba la mercancía en la zona de carga para que el camión la repartiera por todo Dublín. Hecho esto, caminaba penosamente hasta la impresora para reunir otras doce listas, colgar otras doce cestas en su supercarro y repetir el proceso. Había perdido la cuenta de cuántas veces realizaba ese ejercicio al día.
Andrei también trabajaba en informática, con la diferencia de que en su caso era verdad. Se paseaba por la ciudad con una furgoneta blanca, reparando ordenadores de oficinistas. La furgoneta ocupaba una gran parte de sus pensamientos. Él era un hombre pragmático y le fastidiaba terriblemente tener que devolverla cada noche al aparcamiento de la sede central, donde permanecía ociosa durante catorce inútiles horas cuando podría estar utilizándola para fines propios, concretamente para ir a recoger a Rosie. Se imaginaba aparcando delante de la casa que Rosie compartía con otras cuatro enfermeras, tocando la bocina y viéndola bajar aprisa y corriendo los escalones con la admiración reflejada en su rostro con forma de corazón. Salía con Rosie (una chica irlandesa, pero, exceptuando ese detalle, completamente diferente de la diabólica Lydia) desde hacía dos meses y ocho días y hasta la fecha ella se había negado a entregarle su virginidad. Andrei, con sus músculos y sus cautivadores ojos azules, estaba acostumbrado a que las chicas se rindieran al acto a sus encantos, pero el recato de Rosie lo tenía ciertamente impresionado y su lujuria inicial había evolucionado hacia algo mucho más complejo.