Día 25…

Matt no reconoció el número pero respondió de todos modos. En Ventas siempre tenías que responder por si se trataba de alguien que había decidido inopinadamente comprar un sistema de software de un millón de euros y este era el único momento en que podía llamar.

—Le habla Matt Geary.

—Soy Russ.

¡Dios! El amigo de Alex, el otro padrino.

—¡Russ! —Automáticamente adoptó un tono eufórico. No sabía nada de Alex desde que le había dado plantón la semana antes, y en cierto modo su silencio era más vergonzante que si le hubiera telefoneado para echarle la bronca—. ¿Cómo va todo, Russ?

—No muy bien. ¿Qué te ocurre, Matt? Tu hermano va a casarse…

—Es el trabajo —le interrumpió—. Ya sabes, ¡corren tiempos difíciles! —Soltó una risotada—. ¡Estoy hasta las cejas!

—He reservado los vuelos a Las Vegas.

—¿En serio? —¡Mierda!—. Buen trabajo. Un millón de gracias…

—Para doce. Volamos el 23 de agosto y regresamos el 30. Necesito que me pagues con un talón. Te enviaré los datos por correo electrónico.

—Gracias, Russ.

—Supongo que ya has pedido esa semana en el trabajo.

—¡Claro! ¡Hace siglos! —Ni lo había mencionado.

—Bien. Estábamos un poco preocupados… También he reservado el hotel.

—¿En serio? ¡Sí que has hecho cosas!

—El Metro MGM. Compartirás habitación con Walter.

—¿Mi padre? Ostras…

—Si no te gusta, te aguantas. Haber venido la semana pasada al Duke. Ahora escúchame bien, Matt. Alex ha puesto mucho de su parte en todo esto, pero hay cosas que solo tú y yo podemos organizar.

—¿Como qué?

—Sorpresas —espetó irritado Russ—. Ir en quad, esa clase de cosas. No podemos esperar que el pobre Alex reserve sus propias sorpresas. Tenemos que vernos.

—¡Claro! Oye, te llamaré dentro de uno o dos días.

—No, quedemos en algo ahora…

—¡Claro! Te llamaré. —Matt colgó de golpe. El teléfono se le resbaló de las manos. Las tenía empapadas de sudor.

—Y dígame, señor Geary, ¿cuánto falta para que cierre el trato con su Bank of British Columbia?

Las manos de Matt no se habían secado aún por la llamada de Russ cuando le avisaron de que debía presentarse en el Despacho del Terror para dar cuenta a Kevin Day, el director ejecutivo, de todo el dinero que se había gastado intentando en balde vender un sistema al Bank of British Columbia.

Los tres peces gordos de Edios —el director ejecutivo, el director financiero y el presidente— se habían reunido en el despacho de Kevin y estaban impacientes por hablar con Matt. Sin previo aviso.

—Ha aflojado una buena pasta —dijo el director financiero, dando golpecitos a una hoja y evaluando a Matt con la mirada.

—Tenía que gastarla para conseguir el acuerdo. —¿Podían ver el sudor brillando en su cara bajo las fuertes luces del techo?

—¿Y cuándo cerrará ese acuerdo? —preguntó Kevin Day.

¿Cuándo? Hacía más de diez días que el banco no respondía a sus llamadas.

—Creo que… —empezó Matt, mirando el rincón del techo—. Yo diría que lo tendremos todo listo la próxima semana.

—¿En serio? —Otra mirada perspicaz del director financiero.

Matt sintió un nudo en el estómago. Dios, estaba asustado. Debería haberse imaginado que eso iba a ocurrir. No entendía por qué no se había preparado.

—La próxima semana. Excelente —dijo el presidente—. Y cuénteme, Matt, ¿cómo anda la moral del equipo?

La moral estaba por los suelos. Matt y su equipo habían invertido un montón de energía en ese acuerdo, el banco no había respondido pero tampoco los había liberado para que pudieran lamerse las heridas y pasar a otra historia.

—¿La moral? —Matt esbozó una sonrisa de oreja a oreja y notó que un hilo de sudor le caía por la espalda—. ¡Por las nubes!

Matt tenía el candidato perfecto delante de sus narices. Un anciano atascado en la caja automática de Tesco. No conseguía registrar los códigos de barras e ignoraba que tenía que pesar las manzanas. Parecía confundido y algo intimidado por las vibraciones hostiles de la agresiva cola que había generado a su espalda. Un regalo del cielo. Matt solo tenía que acercarse, marcar las manzanas en la pantalla y mostrarle dónde estaba el código de barras de sus galletas.

Pero pasó de largo y se colocó en otra cola.

Nada de Acto Amable ese día. Y nunca más. ¿Para qué? No servían de nada. Y pensaba decírselo a Maeve. Esa noche, cuando llegara a casa y ella le preguntara, como siempre, cuál había sido su Acto Amable del día, le diría que no lo había hecho. Así, sin más. Sin explicaciones ni disculpas nerviosas. Le dejaría bien claro que había tenido una oportunidad de oro y que la había dejado pasar. A ver qué decía a eso.

—¿Qué tal tu día? —le preguntó Matt a Maeve.

—Como siempre.

«Vamos, pregunta, pregunta.»

Estaba preparado, estaba listo, estaba a punto.

«Vamos, pregunta, pregunta.»

Pero Maeve no preguntó. Tampoco le relató su AA del día, lo cual también era extraño. Pero más le extrañó que, llegada la hora de acostarse, se pusieran su ropa de dormir y Maeve no sacara de su cajón las libretas de las Tres Bendiciones.

En vista de que no le daba ninguna explicación, Matt finalmente estalló. Tenía que saber qué estaba pasando.

—Maeve… esto… ¿hoy no anotamos las Tres Bendiciones?

—No.

—¿Lo quieres dejar?

—Sí.

—… ¿Por qué?

—Porque no funciona.

Entonces Matt se asustó de verdad.

La estrella más brillante
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