EL HOMBRE QUE SE CRECIÓ ANTE LA ADVERSIDAD
ALGUNOS periodistas, proclives a elaborar perfiles psicológicos a partir de sus experiencias profesionales con nuestros dirigentes políticos, aconsejan no votar a Mariano Rajoy en el caso de querer sentar en La Moncloa a un alma exquisita, a un poeta o a un marido hacendoso, porque al líder popular no le gusta la lírica y en su casa es un hombre desastrado que ni ayuda ni cocina. Su máxima contribución gastronómica son los espaguetis con mejillones de lata, reminiscencia de sus años de estudiante en Santiago. No le vote tampoco si sueña con un presidente del Gobierno aventurero y audaz, un héroe romántico o un experto en cualquier disciplina artística. Mariano Rajoy no es tampoco un intelectual, ni lo pretende. Es un hombre parsimonioso, amigo del buen comer y beber, cauto, reflexivo, inteligente, emotivo y con una acusada incapacidad para las efusiones, y tan tímido que a sus cincuenta y siete años todavía enrojece ante los elogios. Es feliz con una tarde de sofá ante el televisor viendo un partido del Real Madrid, del Depor o del Celta, y si puede fumarse un puro, la felicidad ya es completa. Le encanta comentar con su hijo mayor, Mariano, los avatares del juego y explicarle las reglas y los entresijos del deporte.
En lo que se refiere a la literatura, Rajoy siempre ha preferido las vivencias personales a la narrativa social. Lee de todo, sobre todo a los clásicos, ensayo y novela, pero sin mucho distingo. En una misma tarde pueden pasar por sus manos Ortega y La catedral del mar. Tampoco le hace ascos a las revistas del corazón, que suele hojear durante los vuelos. Mariano Rajoy es un político pragmático, sin grandes filosofías ideológicas, que confía ciegamente en el trabajo y el sentido común, un individualista desordenado, incluso caótico, con alma de opositor acostumbrado a pelear ante los problemas en solitario. Es un gestor eficaz y corrige personalmente todos los discursos e intervenciones que le preparan. No dice nada que no lleve su sello.
Rajoy, desde su infancia, siempre tuvo aspecto de mayor y es ahora cuando ha terminado por adquirir la estampa de un caballero antiguo. Dicen sus amigos de juventud que su figura seria, reservada, alta en demasía, con eternas gafas, ha permanecido inalterable a lo largo de los años, lo mismo que su humor socarrón, su bonhomía, su carácter afable, leal. Mariano siempre fue un niño responsable y un estudiante empollón, dotado de una memoria formidable. Su hermano pequeño, Enrique, cuenta que Mariano siempre respondía ante su padre por todos. Mariano era el mayor, el protector. La primera noche que los hermanos pasaron en un internado en los jesuitas, como consecuencia de un cambio de destino de su padre, Enrique estaba asustado y no podía dormir: «Yo tenía diez años y era una situación desconocida para mí. Me levanté de la cama y salí al pasillo. Y allí estaba mi hermano mayor...».
Mariano Rajoy ha heredado de su padre una timidez congénita, el retraimiento y una austeridad emocional que en ocasiones puede resultar exasperante. Su madre, sin embargo, fue una mujer alegre y extrovertida que falleció de leucemia. Mariano lloró mucho su muerte. Reflexivo y analítico, no es un hombre que ceda fácilmente a las emociones o a las pasiones. Incluso la política, por la que renunció a la seguridad vitalicia del trabajo bien remunerado que le brindaba su plaza de registrador de la propiedad, es en su caso una pasión fría. En su casa nunca se habló de política, pero a los veintidós años, cuando preparaba las oposiciones, Mariano ya pegaba carteles por la noche ayudando a un pariente que se presentaba por Alianza Popular. Sus amigos no recuerdan que mostrara pasión por la política, pero después de hacer la mili en Valencia, comenzó a mostrar un mayor interés por el futuro de España.
A los veintiséis años ya era diputado, y a los veintiocho, presidente de la Diputación. «Es que en Pontevedra éramos cinco militantes en total», explica Rajoy. Pero cuando Fraga le destituyó fulminantemente de la Presidencia del partido en Galicia para dársela a Barreiros, Mariano Rajoy ya tenía un pie en Madrid y la confianza de José María Aznar. El largo y tortuoso camino recorrido hasta llegar a La Moncloa ha tenido sus compensaciones. No cabe duda de que la adversidad le ha enseñado mucho. Rajoy se ha convertido en un buen parlamentario y ahora se muestra en los eventos públicos con mayor soltura. En sus actos de partido se le puede ver lanzando besos, abrazando a militantes y estrechando las manos del público. Y, así, Mariano Rajoy va sumando rasguños y contusiones a sus manos castigadas por los apretones y el roce de anillos y sortijas. Son las llagas de la gloria que tanto le ha costado conseguir.