SEMBRANDO UN CAMPO FÉRTIL

FELIPE González sentía sobre sus hombros el enorme peso de la responsabilidad. Tal era el agobio que tardó un año entero en salir al jardín, darse una vuelta y disfrutar de aquel vergel incomparable. Un domingo, sin más, abrió una puerta, salió al exterior y, acompañado de su hijo Pablo, buscó el lugar más apropiado para plantar un huerto. Con una azada cada uno, trabajaron sin descanso durante aquella mañana en lo que, poco después, se convertiría en un campo fértil, además de un lugar emblemático para el presidente y sus hijos. Si la tierra hablara, nos contaría muchas cosas, relataría palpitantes conversaciones, reproduciría diálogos de familia, todo cuanto transcurrió en ese escenario, testigo de alegrías y juegos, y refugio donde se mitigaron los efectos lacerantes de frustraciones y desencuentros.

Aquello fue como un milagro. La parcela producía tanto que la cocina del palacio no daba a basto a consumir toda la cosecha que el presidente recogía. Y después llegaron los bonsáis. Le regalaron uno y quiso aprender a cuidarlo. En poco tiempo Felipe González se convirtió en «el hombre que susurraba a los bonsáis». Los bonsáis le escuchaban y, con la ayuda de un experto, el jardín japonés de La Moncloa se convirtió en uno de los más importantes del mundo. Era espectacular y los jefes de Estado y de Gobierno que visitaban oficialmente la Presidencia del Gobierno quedaban maravillados al contemplar su belleza. El propio emperador de Japón comentó: «El presidente español sabe infinitamente más de bonsáis que yo mismo, a pesar de que me considero un buen conocedor».

Las damas de La Moncloa
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