LAS VACACIONES DE VERANO
UNO de los momentos más entrañables para los González-Romero era la llegada de las vacaciones, sinónimo de descanso, de convivencia familiar y de alejamiento de las incomodidades y el agobio de la vida en La Moncloa. El primer verano como presidente del Gobierno, González se decantó por una finca del Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), en Soria. Con agrado no fingido recibieron a los reporteros, que simpatizaron sin reservas con aquel matrimonio y sus tres hijos que habían elegido unas vacaciones modestas, aunque en un paraje maravilloso. Pasados varios días, los niños empezaron a quejarse de las estrictas medidas de seguridad a las que habían de someterse, también allí, en aquel lugar donde inocentemente creyeron haber escapado al férreo control de su protección personal. Pero nada es perfecto.
Al año siguiente, Felipe y Carmen decidieron aceptar las invitaciones de los presidentes italiano y colombiano, Bettino Craxi y Belisario Betancurt. Primero pasaron unos días en la casa de los Craxi en Hammamet, en las costas de Túnez, y luego viajaron a Colombia y Venezuela, donde disfrutaron de unas jornadas idílicas en lujosas mansiones que los mandatarios habían puesto a su entera disposición. En España, la opinión pública no vio con buenos ojos aquellas vacaciones en el extranjero; en primer lugar, por ser en el extranjero, y en segundo, porque aquel plan olía a «nuevos ricos» por todas partes.
Pero fue en el verano de 1985 cuando Felipe González escandalizó a la opinión pública, a la derecha y a la izquierda, al tomar la decisión de realizar un crucero en el yate Azor, el histórico barco de Franco en el que pasaba sus veraneos y sus jornadas de pesca en el Cantábrico. El Pardo, el pazo de Meirás y el Azor formaban el triunvirato conceptual asimilado a la familia del dictador. Muchos socialistas se sintieron avergonzados al ver a su líder encantado de la vida a bordo de aquel barco, de infausto recuerdo. Después de aquello la familia se fue a Mallorca, a la casa prestada del conocido arquitecto Pere Nicolau.
Escarmentados por la reacción de los medios de comunicación españoles, para los González desproporcionada, decidieron que los planes de verano serían, a partir de aquel año, analizados con lupa. Y encontraron su lugar: Doñana. El palacio de las Marismillas, que nada tiene de palacio convencional, se convirtió en su segunda casa, prácticamente como una residencia oficial de verano. Allí los González podían pasear, estaban a un paso de Sevilla, era más fácil recibir visitas, reunirse con familiares y conocidos, y los hijos tenían su propio grupo de amigos en Matalascañas. El matrimonio disfrutó como nunca de los paseos por el coto, una de las reservas naturales más hermosas de España, y de unas playas tranquilas y solitarias, cuyas condiciones de seguridad eran óptimas. Carmen allí se sentía feliz, estaba en su tierra, cerca de sus amigos y lejos de las miradas indiscretas de los fotógrafos, y Felipe, que conocía el coto como la palma de su mano, siguió cultivando sus bonsáis en aquel paraíso.