IMPETUOSA Y COMPETITIVA

ANA María Botella Serrano nació en la clínica del Rosario de Madrid el 24 de julio de 1953. Primera hija, primera sobrina y primera nieta para ambas familias. Su padre, Ernesto Botella Pradillo, era ingeniero industrial, y su madre, Ana María Serrano Sancho-Álvarez, una mujer de su época: de profesión, sus labores. La familia vivía en un magnífico chalé situado en la calle Carbonero y Sol de la colonia El Viso, propiedad de la madre. Ana es la mayor de una saga de trece. Tiene cinco hermanas: Macarena, María Jesús, Belén, Marta y Cristina. Y siete hermanos: Ernesto, Juan, Ignacio, Javier, José, Álvaro y Marcos. En resumen, el hogar de una familia numerosa al uso, de aquellas a las que en tiempos de Franco se les concedían premios de natalidad, con una educación netamente conservadora y un omnipresente espíritu religioso.

Ana estudió en el colegio de las Madres Irlandesas, en el barrio de Salamanca, y fue una alumna dócil y aventajada. Sacaba muy buenas notas, era muy competitiva y siempre se posicionaba entre las primeras de la clase. La educación de las religiosas era rígida en lo que se refiere a las reglas de urbanidad y disciplina académica. No se discutían las decisiones de las monjas y Ana aprendió desde niña que las normas no se cuestionaban, ni en el colegio ni en casa. Es decir, su educación fue absolutamente piramidal. Por otra parte, como la de la mayoría de las españolas de la época.

Durante los años escolares, Ana hizo grandes amigas que aún hoy conserva, entre ellas Lola Utrera, María José González del Valle y Cristina Elvira. Esta última recuerda, entre divertida y nostálgica, cómo era en aquel tiempo el hogar de los Botella: «La casa de Ana era un hervidero, con muchos chillidos y algarabía, pero también se percibía que había una gran unión». Ana tan solo guarda un mal recuerdo de su etapa de colegial: las clases de costura. «Es que yo cosía muy mal, y no creas, sigo igual —y añade—: Es más, es que no me gusta. Soy una negada con la aguja. Si no tengo más remedio que coser un botón, lo coso, pero ni me gusta ni lo hago bien».

Sin duda, su hermana Macarena, la segunda, y con una diferencia de edad de solo año y medio, se convirtió en su amiga y aliada. Compartían habitación, juegos de infancia y amigos, y, sin duda, esa conexión especial perdura a día de hoy. Fueron las encargadas de abrir camino a sus hermanos para conseguir algunas libertades juveniles, aunque ellos se quejaban de que siempre fueron las favoritas de sus padres, pues tenían cierto predicamento y más ventajas que el resto.

Otra cuestión no menor que percibimos las mujeres de nuestra generación, entre las que me incluyo, es la dedicación en cuerpo y alma de nuestras madres a nuestros padres. Ana aprendió pronto que lo más importante para su madre eran su marido y sus hijos, y eso, como a tantas, se nos grabó bajo la piel a sangre y fuego. Pero cuando empezó a hacerse mayor, sus hermanos recuerdan que tenía un carácter fuerte y que, además, era impetuosa y reivindicativa. Ana se considera perteneciente a la generación de la ruptura. Su educación siempre estuvo encaminada hacia el matrimonio, pero en su casa las circunstancias eran especiales, porque al ser trece hermanos, sus padres les repetían que lo único que obtendrían en la vida sería lo que fueran capaces de conseguir por ellos mismos. No hubo diferencia en la educación de niños y niñas. «Por una parte, éramos una familia tradicional y, por otra, no lo éramos», concluye Ana.

Y llegó la adolescencia y, con ella, la edad en la que las españolas empezábamos a tener contacto con elementos del género masculino, puesto que los centros escolares estaban separados por sexos. Ana Botella recuerda aquellos años de los guateques en los que, como mucho, los chicos y las chicas se cogían de la mano mientras sonaban las canciones de los Beatles. Pero Ana tenía mucho éxito entre los varones. Era lista, simpática y atractiva, y siempre la rondaba un buen número de pretendientes. En aquellos tiempos los padres eran muy exigentes y las normas muy estrictas. La madre Ángels, que dio clases de matemáticas a Ana, recuerda bien a sus padres: «Eran una pareja joven, con mucha fuerza y una alegría contagiosa, con tantos hijos como tenían».

Beatriz Pérez-Aranda y José Luis Roig cuentan en su libro Ana Botella. La biografía infinidad de anécdotas juveniles, entre ellas lo que le costó sacarse el carné de conducir. Y es que conducir nunca fue una de sus debilidades ni de sus habilidades. Cuando cumplió los dieciocho años, y después de hacerse la remolona, se decidió a sacarse el permiso. Su escaso interés la llevaba cada día a sentarse en el asiento del acompañante y no en el del conductor, y por más que el sufrido profesor de la autoescuela le explicaba que difícilmente llegaría a manejar un vehículo desde el lado del copiloto, no había manera y Ana seguía con la misma querencia hacia el asiento que ella consideraba más seguro. Después de ocho días, el instructor, al borde de la desesperación ante tanta torpeza, le dijo: «Pero, señorita, ¿otra vez? ¿Qué hace ahí? Colóquese al volante, por favor». Como no podía ser de otra manera, Ana Botella necesitó varias convocatorias para conseguir su carné de conducir.

Las damas de La Moncloa
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