LA AMBICIÓN DE UN PRESIDENTE
EL nombramiento de Adolfo Suárez causó la sorpresa de propios y extraños. Era nada menos que ministro secretario general del Movimiento. Por tanto, la lectura fácil y la conclusión obvia en aquellos momentos y sin ninguna perspectiva era la continuidad. Hasta sus propios padres se sorprendieron con la noticia, aunque estaban curados de espanto, porque a los veinticuatro años, ya terminada la carrera de Derecho, que cursó en la Universidad de Salamanca como alumno libre, el joven Adolfo, de repente, mostró unos deseos irrefrenables de ser sacerdote. Sí, el mismo hijo intrépido, vividor, aficionado a los toros y con un éxito incontestable con las mujeres...
Corría el 25 de septiembre de 1932. Adolfo Suárez nació en Cebreros no por casualidad, sino por empeño de su madre, en la vieja y rústica casa de sus mayores. Pero no era un pueblerino, aunque sí un poco provinciano. Su familia sabía bien lo que eran las estrecheces económicas y los conflictos generacionales. El padre, Hipólito Suárez, ejercía como procurador en los Tribunales de Ávila, y su madre, Herminia González, regentaba una fábrica de licores, que terminó arruinada. El padre, con una filosofía de la vida más alegre y desenfadada, un buen día dio un portazo y se fue a Madrid. Adolfo, que era el mayor de los hermanos pero aún muy joven, tuvo que asumir el papel de cabeza de familia. Después le seguían, por orden, Hipólito, que estudió Medicina, Ricardo «Caco» y José Mari, que son periodistas, y la única chica, Menchu, que se casó con un abulense serio y trabajador, Aurelio Delgado, que se convertiría después en la mano derecha de Suárez durante su etapa como presidente del Gobierno. Su padre decía que Adolfo era muy mandón, inteligente y buen hijo. Su madre, Herminia, hablaba de él como de un niño básicamente bueno con el que nunca tuvo especiales problemas.
Dicen que Adolfo Suárez se pasó la vida buscando el equilibrio, y ese tipo de comportamiento obedecía a una personalidad heredada de sus padres. «Mi padre era un hombre de acción y mi madre más espiritual, más reflexiva, si quieres». Cuando hablaba de su madre, los ojos del presidente se iluminaban:
La adoro. Es una mujer increíble. Te puedo asegurar que soy lo que soy gracias a ella. Me ha apoyado siempre. Me ha hecho reflexionar profundamente cuando mi impetuosidad adolescente o juvenil me podía haber jugado malas pasadas. Como todas las madres, medió entre mi padre y yo, que no siempre estábamos de acuerdo en muchas cosas. No sé qué decirte de ella porque todo sería poco. Cuando asumí la Presidencia del Gobierno se sintió muy orgullosa de mí, pero a la vez sufría, porque era consciente de que podía pasarlo muy mal. Creo que le he proporcionado muchas satisfacciones, pero también muchos quebraderos de cabeza que mis hermanos no le han dado. Es una mujer sencilla, muy familiar, pero también tiene un carácter muy fuerte. Ha tenido que desarrollarlo. Mi padre no siempre estaba en casa y ella tenía que hacer de madre y de padre. Ella supo llevarnos a todos por el camino recto, casi sin que se notara. Es más lista que el hambre. Adolfo Suárez era un hombre de pocos vicios. El primero, el tabaco, sobre todo los Cohibas. Si le preguntaban por el número de puros que fumaba al día, decía que cuatro o cinco. Eso era lo normal, pero había muchos días de seis o siete. Los puros y el café, con mucho azúcar, eran dos elementos inseparables de su imagen, dos notas de color en la vida de un hombre austero. El otro gran vicio del presidente era el baño. Cuando se sentía cansado o abatido, solo pensaba en un buen baño de agua caliente. Tras el ritual, aparecía de nuevo con un aspecto fantástico, sin la menor huella de desmayo. Estrenaba cara y buen humor... y hasta se mostraba más hablador y afectuoso. En cierta ocasión, en un hotel de Jerez, durante una campaña electoral, se encontraba muy tocado, griposo y con afonía. La cosa no mejoraba ni con el consabido baño espumoso y relajante. Como no viajaba con él ningún médico personal, sus colaboradores decidieron llamar al facultativo del hotel, quien, tras examinarle, le recomendó vahos y le recetó un medicamento inyectable. Se negó a hacer los vahos y ante la insistencia de los presentes, accedió a ponerse la inyección. Pero en el hotel no había practicante, así que para no dar pie a que se arrepintiera, le puso el vial intramuscular el chico que subía las maletas, despojado del uniforme, que dijo haber aprendido el oficio en la mili. Nadie confesó el engaño hasta dos días después, cuando ya se encontraba mejor.