PADRE DE TODOS LOS ESPAÑOLES
POCO después de dejar la presidencia del Gobierno y dando rienda suelta a la imaginación, Adolfo Suárez se veía de mayor dando conferencias por el mundo y ayudando a otros países a abordar pacíficamente sus respectivos procesos democráticos. «Aunque tendrían que ocurrir dos cosas —decía—. Una, que el mundo reconozca que tengo algo que decir en este sentido, y otra, que Amparo me deje. No creo que cuando sea mayor me permita que me separe mucho de ella. No me deja ahora, así que cuando sea mayor ni te cuento. Y la verdad es que yo tampoco podría alejarme mucho tiempo de ella ni de mis hijos. Se lo debo. No siempre les he dedicado el tiempo suficiente».
Hoy, tan lejos la realidad de aquella hermosa ficción, una suerte de punzante dolor se me aloja en el costado. Pero es que Adolfo Suárez no era un marido común. Y, mucho menos, un padre cualquiera. Era un poco el padre de todos los españoles. «Pero, claro, cuando los hijos son pequeños no son capaces de entender algo así. Lo único que perciben es que su padre no está para arroparlos o para ayudarlos a hacer los deberes. Para ellos ha sido muy duro», se lamentaba Suárez. Y Amparo continuaba el razonamiento: «Pero cuando sean mayores comprenderán todo lo que su padre sacrificó por el bien común. No creo que te reprochen nada». Y así ha sido.
Muchos, o tal vez todos, desearíamos hoy oír su voz y conocer su opinión sobre lo que actualmente sucede, en el marco de esta crisis económica, mucho más profunda y dolorosa que la que él tuvo que sortear, y en un escenario territorial donde se exige la secesión desde regiones históricamente españolas. Él logró un día que personas y partidos afrontaran una cuota de renuncia en favor de los intereses comunes del Estado. Y con el tiempo jugando en contra, porque el pueblo español no podía esperar. Las necesidades eran perentorias. Las circunstancias pedían a gritos un cóctel de celeridad, consenso y generosidad, o sea, sacrificio. Como hoy; quizá hoy más. ¿Adolfo Suárez intentaría tal vez unos nuevos Pactos de la Moncloa? ¡Quién lo sabe! De lo que estoy segura es que exigiría a la clase política una alta capacidad de abnegación y sacrificio, con conductas especialmente exigentes y ejemplarmente austeras. Y esgrimiría la Constitución, su Constitución, la de todos. Y, citando las certeras conclusiones de Adolfo Suárez hijo:
Esa podría ser la gran lección de nuestra histórica Transición: el haber hallado el secreto de la convivencia, que no es otro que la mutua renuncia a las exigencias que consideramos irrenunciables, con el único y común objetivo de hacer compatibles los planteamientos de todos. Este fue el propósito ilusionante que alentó al mejor Adolfo Suárez. ¡Tal vez si fuéramos capaces de ilusionarnos de nuevo!
El que fuera director del Gabinete del presidente, Alberto Aza, cuenta que en aquella España,
... casi todo estaba por inventar, también el Gabinete de un primer ministro de un país que construía cada día su propia democracia. Fui nombrado para dirigir un gabinete casi inexistente y, a las cuarenta y ocho horas, recibí la primera instrucción: «Entra en mi despacho cuando quieras, menos cuando esté al teléfono con el Rey», me dijo el presidente. Al poco tiempo, recibí la segunda indicación: «Los éxitos del Gobierno se los tiene que apuntar la Corona, y los errores, el Gobierno». En aquella Presidencia del Gobierno de finales de los setenta en la que yo comencé a hacer mi camino al andar, la inexperiencia y el vértigo de los acontecimientos obligaban a actuar con tal celeridad que los esquemas de gestión y los procedimientos ortodoxos para la toma de decisiones no podían perderse en la celebración de reuniones interminables o en la elaboración de largos informes y trascendentales documentos. Todo se hacía a escala reducida, de tú a tú, a fuerza de un contacto personal fluido, cercano al presidente, involucrando a todos, en un marco de serenidad que alcanzaba niveles escalofriantes en momentos trágicos de ataques terroristas o de amenazas involucionistas. Adolfo Suárez transmitía a todo su entorno esa serena dimensión.
En enero de 2009, El Mundo publicó un precioso artículo, firmado por Adolfo Suárez Illana, titulado «Un niño en La Moncloa». Es tan entrañable y clarificador que no resisto la tentación de incluirlo a continuación:
Corrían los últimos días del mes de diciembre, allá por 1976, cuando entraba yo, por vez primera en La Moncloa. Llegaba con un día de retraso sobre el resto de la familia, en una silla de ruedas, recién operado de apendicitis y con tan solo doce años de edad... Por aquel entonces, ya estaba acostumbrado a ser el hijo de un hombre relevante. No era, por tanto, aquella situación algo absolutamente excepcional para mí, pero no dejaba de ser algo nuevo e importante. Y como ocurre siempre en esta vida, las novedades pueden convertirse en un calvario o en una fuente de oportunidades para crecer. Mentiría si negase que La Moncloa marcó mi niñez y el resto de mi vida con una profunda huella. Allí, además de mi particular transición a la adolescencia, viví momentos absolutamente extraordinarios hasta el mismo día de mi marcha, poco después del fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Entre aquellos muros comencé a ver con ojos nuevos un mundo antiguo. Recorrí sus jardines con la ilusión de un pequeño aventurero. Probé furtivamente los primeros humos de un cigarro y comencé a forjar una extraordinaria relación con aquellos hombres misteriosos y armados; unos marrones, otros con pesadas capas verdes y tricornio, que velaban por nuestra seguridad. Una relación de admiración y gratitud, forjada garita a garita, y que, a pesar de grandes pruebas, no se iba a romper ya. Aprendí a confiar en mi padre frente a la avalancha de severísimos e injustos ataques. Empecé a reconocer la amarga cara de la traición, la maliciosa dulzura del halago no merecido, el estruendo de las bombas asesinas y un sinfín de situaciones anormales para un niño de esa edad. A Dios gracias, todo aquello no hizo sino fortalecer la relación con mis padres, ambos, y, cómo no, a mí mismo. Sería injusto reconocer que, junto a todo lo dicho, llegaron también las mieles. Se me abrieron muchísimas puertas; puertas que permanecen cerradas a cal y canto para la mayoría de la gente. Es más, todavía hoy, el esfuerzo ímprobo de mi padre durante aquel tiempo me las sigue abriendo. A mí y a todos los españoles. Viví y vivo bajo el enorme peso y el tremendo orgullo de pertenecer a una familia extraordinaria. Una familia que me impuso desde el principio el deber de reconocerlo y la obligación de aprovecharlo.Recuerdo aquellos años con gran cariño y gratitud, pero, como todo, llegarían a su fin, y con él, vendría otra dolorosa lección, por mucho que estuviera advertido: la salida. Pero eso es tema para otra ocasión. «¿Descansar? La satisfacción es el mejor descanso. Tocar un sueño con las manos es, sin duda, el mejor de los sueños», solía decir Adolfo Suárez. Y citaba a Bertolt Brecht: «Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida. Esos son los imprescindibles».
No sé si Adolfo Suárez fue imprescindible, pero lo que sí sé es que siempre será un gran español. Y si junto a un gran hombre siempre hay una gran mujer, Amparo Illana fue la mujer que el presidente del Gobierno de la Transición necesitaba a su lado en aquella España a caballo entre lo viejo y lo nuevo. Su imagen se correspondía con la de cientos de miles de españolas que, habiendo vivido en el franquismo, sin ninguna aspiración de cambio significativa, tuvieron la inteligencia de intuir que la sociedad avanzaba y que ellas eran parte importante de esa sociedad en evolución. Supieron adaptarse a los tiempos y, con ilusión y cautela a partes iguales, respondieron a la santa llamada de la Transición.
La vida de Amparo Illana fue demasiado breve, pero yo espero, a través de este humilde y sincero homenaje, haber contribuido a perpetuar su recuerdo.
¡Descanse en paz, Romí Lachí!
* * *
Antes de continuar, necesito despedirme convenientemente de los hombres y mujeres cuya decisiva influencia marcaron mi juventud y mi vida para siempre. Ellos me llevaron de la mano mientras descubría lo que era la libertad y el compromiso democrático. Me enseñaron cómo se gobierna desde el difícil equilibrio que supone aunar el sólido cuerpo de las leyes y el alma flexible de los pactos. Están grabados en mi memoria vivencias y experiencias, consejos y recomendaciones que he ido atesorando a lo largo de mi vida profesional como el más valioso de los bagajes. «La vida siempre te da dos opciones: la cómoda y la difícil. Cuando dudes, elige siempre la difícil», nos repetía Adolfo Suárez una y otra vez, como guía rudimentaria para tomar decisiones. Desde luego, los artífices de cuanto ocurrió durante la Transición española hicieron buena esta máxima y, sin que quepa ignorar sus carencias, bien podemos afirmar que hicieron lo más difícil, derrochando valor y patriotismo, y demostrando en cada una de sus actuaciones su amor a España y su fidelidad a una democracia de la que se sentían históricamente responsables.
Antes de cerrar esta etapa apasionante, arraigada en mi memoria y en mi corazón como ninguna otra, emprenderé un breve recorrido por los jardines del Palacio de la Moncloa, caminaré en silencio entre los chopos y las araucarias, como hacían los Suárez, mientras rememoro los orígenes de este lugar como sede de la Presidencia del Gobierno, un lugar que hoy yo contemplo con los ojos de la historia, de la de España y de la mía propia.
¡¡¡Continuamos!!!...