EN LA ALCALDÍA DE LA CAPITAL
EN octubre de 2012, el semanario alemán Der Spiegel calificaba a la alcaldesa de «enchufada, derrochona y rancia», con el único mérito para ostentar el bastón municipal que el de ser la señora de Aznar. El propio semanario no daba crédito a las informaciones que dejaba escritas para la reflexión del lector:
La sede del Ayuntamiento es un palacio cuya remodelación ha costado 500 millones de euros. El despacho de Ana Botella es mayor que el del presidente de los Estados Unidos, tiene un mayordomo cuya única función es servirle el café a ella y a sus invitados, y 260 asesores y altos cargos que cobran de media 60.000 euros. El Ayuntamiento posee además 267 coches oficiales de uso personal, más que todas las capitales de la eurozona juntas. Es una administración sin medida, la ostentación suntuaria más indecente en medio de una penuria extrema, donde Cáritas ha tenido que atender a más de un millón de personas y un 26 por ciento de los niños españoles vive por debajo del umbral de la pobreza. Y el país en situación de rescate. ¿Cómo se atreve a ir a misa y a salir a la calle? La revista recalca su catolicismo devoto y el estilismo con el que Botella se deja ver en sus apariciones públicas. Además, en los últimos tiempos, se agarra cual lapa a los discursos preparados, de cuyo guión ya no se sale ni para coger aire, no vayan a repetirse las meteduras de pata de marras que hicieron correr ríos de tinta y que ya forman parte de los anexos a su currículum. En los últimos días ha enfurecido a las Nuevas Generaciones del Partido Popular con su propuesta de supresión de la organización juvenil, porque considera que «a los dieciséis o diecisiete años la gente donde tiene que estar es formándose».
Tras un año de gobierno municipal, la tragedia del Madrid Arena ha devorado todo el bagaje acumulado por Ana Botella al frente del consistorio. Un aluvión de críticas le cayeron encima cuando se descubrió que la alcaldesa continuó con sus planes para el puente de Todos los Santos pese al aciago suceso en el que perdieron la vida cinco jóvenes. Hasta por dos veces viajó a un Spa de lujo en Portugal, la primera pocas horas después de los terribles acontecimientos. En la memoria de los madrileños quedará también el recuerdo de su comparecencia ante los periodistas, a los que no se les permitió preguntar, remitiéndoseles a las conclusiones de una comisión de investigación en la que el propio Grupo Municipal Popular vetó la presencia de la alcaldesa en dos ocasiones. Hoy, como si se tratase de una película americana de intriga y suspense, Ana Botella ha dado orden de que la cuarta planta del Palacio de Cibeles, donde se ubica su despacho, permanezca cerrada a cal y canto. En la actualidad, a esta zona, ya de por sí restringida, se accede a través de unos códigos secretos de seguridad que solo conocen cuatro personas. Si alguien ha de entregar un documento, debe esperar a que la puerta del búnker se abra con la clave maestra.
En cualquier caso, el futuro de Ana Botella es cada vez más incierto y va tomando cuerpo el rumor de que no será la candidata a la alcaldía del Partido Popular en 2015. Algunos pesos pesados del consistorio consideran que «el cargo le viene grande». Pero como si del Vengador Justiciero se tratara, ahí está su marido para infundirle una buena inyección de autoestima, porque, en su opinión, Ana es una persona muy inteligente y con un gran coraje, que le gusta la tarea que realiza, porque disfruta resolviendo los problemas de la gente. Afirma que Madrid cuenta con una muy buena alcaldesa que sabe lo que tiene que hacer y a la que, si le pidiera consejo, le diría que se volviera a presentar, porque Madrid necesita gente buena y ella es buena. Indudablemente, cuando llegue el momento y a Mariano Rajoy le pongan sobre la mesa las encuestas de opinión, será el momento de tomar una decisión.
A Ana Botella le gusta reivindicar su individualidad, aunque se siente muy orgullosa de ser la señora de Aznar. Es observadora y muy celosa. Aunque se encuentre en un acto multitudinario, no pierde ni un momento la referencia de dónde está su marido y con quién habla. Le gusta celebrar fechas y aniversarios. Todos, del matiz que sean. La Presidencia del Gobierno vivió con ella su etapa de mayor esplendor cortesano. Es impuntual y desordenada, aunque es una maniática de la limpieza doméstica, muy lejos del desastre que es, por ejemplo, su propio coche. Sus flores favoritas son las margaritas y le gustan el vino o la cerveza para acompañar una paella o una tortilla de patatas, que son sus platos favoritos. A la hora de ponerse el delantal, reconoce que nunca ganará un premio gastronómico. Si se le interroga por el plato que mejor le sale, menciona las patatas fritas, las aceitunas o los espárragos. Si se le insiste, acaba confesando que lo que mejor se le da es cortar el chorizo o el queso. Le gusta escuchar la radio y leer un rato antes de dormir. Nunca sale a la calle sin pendientes, de tal manera que, si se da cuenta, es capaz de volver a casa a por ellos. Es vitalista, comprometida y una luchadora, a la que nada de este mundo le es ajeno. Orgullosa siempre de los suyos, busca constantemente el lado optimista y divertido de las cosas. Y añade: «O como decía Séneca: “Apresúrate a vivir y piensa que cada día es, por sí solo, una vida completa”».
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Siempre he pensado que en los jardines del Palacio de la Moncloa hay algo mágico, pero solo son necesarios unos pocos minutos de reflexión sobre el origen del encantamiento para concluir con facilidad que los principales responsables del embrujo son los árboles. Se visten y se despojan, cambian de color, de forma, se desdoblan, se retuercen, dilatan su tronco o crecen como enhiestos surtidores de sombras y sueños. «¡Qué bonito está el jardín!», se exclama ante la belleza de este oasis urbano en cualquier época del año. Pero el otoño es mi estación favorita. El paisaje se convierte entonces en transmisor de multitud de sensaciones, en las que intervienen todos los sentidos. El sonido huidizo de los animales, el aroma de bayas y madroños, la suavidad del manto de musgo y hojas caducas que cubren el parque, sin ocultar los senderos por los que uno se siente invitado a pasear en soledad y recogimiento.
Regreso al jardín. Hoy quiero recorrer una vez más, de la misma manera, pero distinta, el paseo de los plátanos, sin duda el más emblemático del lugar, el más fotografiado, el más televisado y en el que han hecho camino al andar moradores y visitantes durante décadas, por ser la ruta obligada que conduce a la entrada del palacio presidencial. Ese bulevar que recorrieron en su día los Aznar cogidos del brazo y con moral de victoria en sus mentes y en sus corazones. Pero, antes, me vestiré de verde. Buceo en el fondo del armario y, aunque el color pistacho no está entre las prendas disponibles, servirá al mismo efecto uno de mis trajes favoritos, que tira a verde «botella».
Sin dejar de caminar, miro a la derecha para disfrutar del único bonsái que queda de Felipe González, un bosque de abetos enanos que adorna la entrada del Consejo de Ministros. Miro a la izquierda para contemplar macizos y parterres que rodean los pinsapos y las enormes velintonias, y miro al frente para descubrir la estampa del palacio que se agranda a medida que me acerco. Pero al levantar la vista, entre las copas que forman la bóveda artificial, descubro el cielo de Madrid, el firmamento de la capital de España, la estratosfera de la Presidencia del Gobierno, el techo de este pequeño y aislado mundo en el que los gobernantes, sus familias y colaboradores se alejan de la realidad que bulle al otro lado de la verja y dejan de ser gente corriente.
Pero yo nunca he dejado de ser corriente. Por ello les contaré la siguiente etapa de mi personal recorrido, en la seguridad de que los árboles jamás me impidieron ver el bosque..., aunque me vistiese de verde.
¡¡¡Reemprendemos!!!...