«ESTO PARECE UN AEROPUERTO»
LA primavera de 1996 había sido muy lluviosa, por lo que se pronosticaba reventona la explosión de la estación en todas las variedades botánicas del jardín. Pero hay una panorámica prodigiosa que solo dura un par de semanas y que simboliza la infalibilidad del ciclo vital, tras el frío y penoso invierno que congela la savia de árboles y plantas. En cuanto hacen su aparición la luz y el calor del sol —fuente inagotable de vida y energía—, la magia vuelve a repetir su espectacular prestidigitación. Me refiero a los prunos gigantes o ciruelos de Japón que están delante del palacete del Consejo de Ministros. De sus ramas desnudas un número infinito de flores rosadas brotan abarrotando cada centímetro de las varas, hasta que las tupidas copas acaban por invisibilizar el edificio que se oculta detrás. Durante unos días la sobrenatural visión asombra a propios y extraños.
Es el 3 de mayo de 1996. José María Aznar se dispone a jurar su cargo como presidente del Gobierno en el Palacio de la Zarzuela. Por primera vez le recoge en su casa de La Moraleja el que sería uno de sus coches oficiales durante los siguientes ocho años. Al volante, Estanis, su conductor de toda la vida, y como copiloto, Miguel Ángel Rodríguez, entonces jefe de prensa del Partido Popular. Por su parte, su esposa, Ana Botella, y sus hijos se encaminan al Palacio de la Moncloa, donde verán la toma de posesión por televisión, acomodados en una salita de estar. Este va a ser el primer contacto con la que será su casa sin fecha de caducidad y el momento de experimentar las primeras sensaciones de una etapa apasionante y desconocida para todos los miembros de la familia. Como estaba previsto, Ana esperará a su marido para recorrer juntos y cogidos del brazo los ciento cincuenta metros del paseo de los plátanos que separa la entrada principal del recinto de la escalinata del palacio. Una nube de periodistas gráficos está dispuesta a inmortalizar el recorrido presidencial. El flamante presidente no deja de sonreír, y su esposa, henchida de orgullo, parece más feliz que una perdiz, luciendo ese traje verde pistacho que tan famoso llegó a ser y que debería formar parte de alguna suerte de museo ad hoc de la historia de la Presidencia del Gobierno. Los compañeros del departamento de Protocolo, en formación, la reciben en el edificio del Consejo de Ministros, el más internacional y representativo del Complejo. Según ella misma cuenta en su libro Mis ocho años en La Moncloa, lo que más le impresionó aquel día fue la «decoración aséptica, ordenada y lineal». Creo que su comentario exacto fue que le «recordaba a un aeropuerto».
En el hall del palacio, expectante y nervioso, espera igualmente al flamante presidente y su familia el personal encargado de atenderles durante el tiempo en que habitarán la residencia oficial. Ana Botella dice guardar un recuerdo entrañable de todas esas personas que formaron parte de su vida, pero la verdad es que no sé si la memoria de los trabajadores será tan benevolente con la primera dama, que calificaba a los camareros de «taberneros» y se quejaba con intransigencia de que «teniendo a mi cargo más de cincuenta personas, siempre estoy mal atendida».
Una vez materializado el traslado, que tuvo lugar pocas semanas después, Ana Botella comenzó a planificar la redecoración de los edificios que se circunscriben dentro del área de decisión de la primera dama, es decir, el palacio y el Consejo de Ministros. Y no dejó títere con cabeza. No hubo habitación o sala indultada. Cortinas, tapicerías, muebles, sillas, sillones, tapices, alfombras, cuadros, consolas, relojes, etc. Nada quedó en su sitio y lo poco que escapó a aquella revolución fue porque, arquitectónicamente hablando, se reveló inviable. El Patrimonio Nacional vació sus almacenes para la ocasión y Gancedo & González hicieron el agosto colocando a la Presidencia del Gobierno probablemente la mayor partida de telas y revestimientos de su historia. La vivienda se adaptó a las necesidades de la nueva familia, que mudó muebles y enseres desde su domicilio, con el fin de atenuar la sensación de oficialidad y conseguir un ambiente hogareño y acogedor. Hasta los dos cocker del presidente estrenaron colchonetas para dormir, a juego con el entelado de las paredes del ascensor. Quizá es que sobró algún retal.
De la misma manera, Ana Botella tomó las riendas de la organización de almuerzos y cenas oficiales con el fin de supervisar todos los detalles y asegurarse de que el personal de la Presidencia del Gobierno estuviera en el lugar que le correspondía y a la altura de las circunstancias cuando nuestro país cumplía con su papel de escaparate al mundo. Y pensó: «De esto también tengo que ocuparme personalmente». Sin duda, Ana Botella impuso su criterio y decidió sobre algunos elementos que, por otra parte, eran totalmente accesorios, como el color de los manteles o la disposición de las flores, porque, si de algo puedo dar fe, es de la profesionalidad de los trabajadores de Hostelería y Protocolo de La Moncloa. Durante décadas han dejado bien alto el pabellón español, tanto por la excelencia de su cocina como por la impecable organización de estos eventos internacionales, algo que es fácilmente comprobable a través de la admiración y la complacencia que manifiestan cuantos mandatarios y personalidades extranjeras nos visitan.
Concluyendo... La familia Aznar tomó tierra en La Moncloa de manera poco afortunada, teniendo en cuenta las inoportunas declaraciones que sobre todo Ana Botella hizo nada más llegar respecto de la decoración de la vivienda que heredaban de los González. No les gustaba el edificio, ni el mobiliario... Criticaron todo y a todos. Así que acabaron por trasladar sus muebles y enseres personales, tapizaron y retapizaron todo lo que encontraron a su paso, y llegaron a cambiar el aspecto de la casa de manera empachante y artificiosa. Todo era recargado y pomposo. Se adivinaba cierto ánimo revanchista, ganas de herir e insultar a la familia González. La presunción les llevó a presentarse como la familia perfecta, en contraposición con los inquilinos anteriores, sin duda «de medio pelo». Tantas objeciones y comentarios de mal gusto acabaron con la intervención drástica de un Felipe González que quiso poner fin a la polémica: «El noventa y nueve por ciento de los españoles vive en condiciones peores que las que ofrecen las dependencias privadas del palacio... —y agregó—: Es un lugar agradable para vivir».
A Ana Botella le preocupaban las consecuencias que el traslado a La Moncloa pudiera tener en sus hijos, porque afirmaba que ellos eran los que se llevarían la peor parte en una situación de esta naturaleza. Indudablemente, ellos debían salir de su entorno, de su ambiente, alejarse de sus amigos. Tenían que vivir rodeados de medidas de seguridad y habían de ir a la universidad con escolta policial. Pero, además, Ana Botella también temía que sus hijos se acostumbraran a todo aquello, porque aunque ya conocían los inconvenientes, también había ventajas, y es difícil asumir que tener un coche en la puerta y vivir con tanto espacio sea algo pasajero.
Quizá al que menos le costó adaptarse a la nueva vida fue al pequeño Alonso, que era un niño feliz y simpático. No tenía ningún problema para relacionarse con todo el mundo y, cuando se aburría en casa, se paseaba por los despachos haciendo preguntas y curioseando por todas partes. Hasta los guardias civiles de la entrada jugaban con él para entretenerle. Pronto su madre se encargó de que recuperara el orden en su vida y guardara una rutina de estudio y ocio lo más parecida a la que había llevado en su casa de Arturo Soria. La verdad es que después se le echaba de menos, porque los niños dan alegría y calor a esta suerte de edificios palaciegos.