CONTACTO CON LOS REYES

LA relación personal entre los Suárez y Sus Majestades los Reyes era muy estrecha. Los dos matrimonios se veían con frecuencia, claro que a esta complicidad ayudaba en gran medida la connotación simple y familiar, durante aquellos años, de ambos palacios y su vida interior. La Moncloa era una mini-presidencia, si la comparamos con la de hoy, y La Zarzuela era una mini-Casa Real. Tanto la relación institucional como la personal eran artesanía pura. Se puede decir que todo lo que sucedió durante aquellos años fue una peripecia hecha a mano.

Una tarde de verano dormitaban en el salón de la casa, después de comer, Fernando Alcón y su mujer, y los Suárez. Todos repartidos por los sofás y los sillones. De pronto, se abrió la puerta y apareció el Rey. Cuando el guardia que ocupaba la garita de entrada quiso dar el aviso, el Rey ya se había colado «hasta la cocina». Está claro que conocía bien el camino. Vestía un pantalón rojo y una camisa con las mangas subidas por encima de los codos, y tras los saludos, los hombres decidieron jugar una partida de billar. En un momento en el que Suárez salió a atender una llamada telefónica, don Juan Carlos cogió por el cuello a Fernando Alcón y le dijo: «Cuídamelo bien, que lo necesitamos mucho». Otras veces el Rey se presentaba en moto, él solo, por su cuenta, sin más escolta ni compañía.

Un domingo, los Reyes invitaron al matrimonio Suárez-Illana a la Zarzuela a almorzar. Tras el café, mientras charlaban animadamente en un clima de absoluta naturalidad y confianza, Suárez, a quien le gustaban mucho las dobles intenciones y las declaraciones inesperadas, dijo dirigiéndose a don Juan Carlos: «Algún día Vuestra Majestad será súbdito mío». El Rey, sorprendido, le interrogó con la mirada. Suárez reaccionó rápidamente: «Naturalmente, señor, seguiréis en el trono de España, pero yo presidiré el Parlamento Europeo». La breve tensión se desvaneció con las carcajadas de todos los presentes, y Amparo, entre risas, advirtió a su marido: «Tú ándate con esas bromas delante del Rey, ¡y verás adónde vas a llegar!»...

De caracteres parecidos y ambos poseedores de un agudo sentido del humor, Suárez y el Rey tenían los papeles muy bien repartidos, por más que don Juan de Borbón pensara que la Constitución había restado poder a la Monarquía. La confianza entre ambos había llegado a tal extremo que en numerosas ocasiones el Rey se personaba en La Moncloa simplemente para cambiar impresiones con el presidente o comentar algún asunto que le preocupaba especialmente, o se presentaba por sorpresa para presidir un Consejo de Ministros o, simplemente, a tomarse un whisky con su amigo. Fue después, con los años, cuando el Rey empezó a tardar demasiado en contestar a las llamadas de Suárez. A veces podían pasar semanas sin que el presidente lograra contactar con Su Majestad. ¡Se le llevaban los demonios! Y cuando finalmente conseguía audiencia, el Monarca le hacía esperar de manera humillante... De la misma forma que a él le gustaba hacer esperar a los generales para «bajarles los humos».

Pero si por algo Adolfo Suárez fue alabado y criticado a la vez es porque nunca se comportó como un cortesano. No le rendía obediencia ciega y si tenía que llamarle la atención por algo, lo hacía.

Las damas de La Moncloa
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