FOBIA SOCIAL CON PRIVILEGIOS

NO cabe duda de que han sido los presidentes socialistas los que con mayor asiduidad han echado mano del «gratis total» para pasar sus vacaciones, haciendo uso de las residencias que el Patrimonio Nacional tiene diseminadas por la geografía española y popularizando sus nombres, hasta entonces desconocidos. Pero no solo los socialistas. De hecho, tanto se identifican los presidentes con las fincas que en alguna ocasión se llegaron a comportar como sus auténticos propietarios. Por ejemplo, George Bush, tras encontrarse con José María Aznar en Quintos de Mora, elogió en sus declaraciones el «rancho» del presidente español.

Las primeras vacaciones de Zapatero como presidente, durante el verano de 2004, las disfrutó con su familia en Santa Bárbara, una finca rústica situada cerca de Mahón (Menorca), propiedad de un matrimonio alemán. Durante aquel verano se produjo un hecho insólito que marcó la diferencia con sus antecesores. No estaba permitido fotografiar a las hijas del presidente. De modo que se acabaron las fotos familiares estivales, tan tradicionales para la prensa y tan rentables para la venta de periódicos y revistas. Al principio los reporteros pensaron que no había que dar a la prohibición demasiada importancia, que con el tiempo las cosas se relajarían y que, como había ocurrido con los anteriores, el presidente acabaría por aceptar las fotos de toda la familia, que, por otra parte, no suponen ningún acoso mediático. ¡Qué equivocados estaban! Zapatero y su mujer tenían un concepto de la privacidad bien distinto, e incluso desde La Moncloa se amenazó a la revista Diez Minutos cuando el semanario publicó una fotografía en la que se veía, a lo lejos, a dos niñas a bordo de un barco junto a sus padres. Hasta las famosas fotos con los Obama, la imagen de las hijas del presidente no volvió a aparecer en ningún medio de comunicación.

Pero para evitar cualquier tentación, al año siguiente la familia Zapatero decidió pasar las vacaciones en La Mareta, una espectacular y moderna residencia en Lanzarote que el rey Hussein de Jordania encargó al artista César Manrique y que finalmente acabó regalando a Su Majestad el Rey a finales de los ochenta. Por supuesto, pertenece al Patrimonio Nacional y, según parece, fue el propio don Juan Carlos el que sugirió al presidente, en el transcurso de uno de sus habituales despachos, que se alojara en la finca durante las vacaciones. Sonsoles Espinosa viajó a Lanzarote para conocer el lugar y no dudó en encargar la acometida de una serie de reformas y obras de acondicionamiento que costaron cerca de trescientos mil euros. El dato se publicó en la prensa y provocó una gran indignación incluso entre las filas socialistas, que no encontraban justificación para semejante dispendio. En respuesta a una pregunta parlamentaria del Partido Popular, el Gobierno desglosó los gastos, derivados de «pavimentos de paseos y zonas comunes, asfaltados, trabajos en piscina, zona deportiva, fuente y estanque central, arreglo de terrazas exteriores, reposición de baliza en el helipuerto, instalaciones de iluminación y refrigeración, canalización perimetral eléctrica y faroles exteriores». El complejo contaba con embarcadero, helipuerto, dos piscinas y canchas deportivas. La Mareta disponía de su propio servicio y se criticó mucho que el presidente y su familia llevaran más personal de La Moncloa, entre ellos el cocinero del palacio, que se sumó al resto de los trabajadores con los que ya contaba la residencia.

Habían pasado solo unos cuantos meses desde que José Luis Rodríguez Zapatero fue investido presidente del Gobierno cuando miembros del Escuadrón de Caballería de la Guardia Civil de Valdemoro denunciaron, mediante un comunicado, la obligación que se les imponía de desalojar la piscina climatizada de la Academia de Guardias Jóvenes cada vez que la esposa del presidente del Gobierno recibía clases de buceo. Sonsoles Espinosa acudía acompañada de su escolta y de dos guardias civiles del Grupo Especial de Actividades Subacuáticas, encargados de la instrucción. A los pocos días del incidente, el presidente pidió públicas disculpas por las «molestias» que las actividades de su esposa pudieran haber causado a los usuarios de las instalaciones, y el curso de submarinismo se dio por finalizado. Poco después Sonsoles se decidió a seguir con sus actividades acuáticas en la piscina de uno de los hoteles de la cadena AC, que a su propietario y amigo del presidente, Antonio Catalán, le faltó tiempo para poner a su disposición. El interés de Sonsoles Espinosa por la natación y el buceo está relacionado no solo con la necesidad de hacer deporte, sino, sobre todo, con el aumento de la capacidad pulmonar que aporta este tipo de ejercicio y que tan beneficioso es para una cantante de ópera.

Durante los meses de abril y mayo de 2007, la esposa del presidente del Gobierno formó parte del coro de la ópera Carmen de Bizet, que se representaba en el teatro Châtelet de París. Durante su estancia en la capital francesa estuvo acompañada en todo momento, además de por su escolta y su secretaria personal, por el diplomático Carlos Ruiz González, consejero político de la Embajada de España en Argel y antiguo colaborador del Departamento de Protocolo de la Presidencia del Gobierno. Su misión, que desempeñaba en comisión de servicios, consistía en hacer de intérprete de la primera dama española y acompañarla en sus visitas a museos, espectáculos, compras, etc. Las comisiones de servicios que convoca el Ministerio de Asuntos Exteriores para cubrir puestos en el extranjero durante periodos cortos se hacen por concurso público y se destinan a diplomáticos adscritos a la sede del Ministerio y no para los que ya están acreditados en capitales extranjeras. En esta ocasión se obvió el protocolo habitual y las retribuciones del diplomático se sufragaron a gastos pagados y no con dietas, lo que sin duda encareció considerablemente la estancia.

Y se preguntarán ustedes: ¿qué hay detrás de todo lo dicho hasta aquí sobre Sonsoles Espinosa?, ¿cuál es el móvil de la autora para llamar la atención sobre estos breves relatos aparentemente sin relación y sin trascendencia política ni personal de ninguna clase?, ¿qué tienen que ver con la historia que estamos contando las situaciones descritas, que parecen retazos inconexos de la vida de la esposa del presidente del Gobierno en algunas de sus actividades privadas? Pues vamos a ello.

Durante los siete años que su marido ostentó la Presidencia del Gobierno, Sonsoles Espinosa no concedió entrevistas, no opinó nunca sobre política y apenas acudió a un puñado de actos públicos. «Yo estoy cuando hay que estar —repetía una y otra vez—. Soy una ciudadana anónima a la que el pueblo no ha votado. Una ciudadana más, sin vida pública». No cabe duda de que esta mujer pasará a la historia por ser la consorte más esquiva de todas las cónyuges presidenciales de la democracia española y la más reacia a representar su papel de primera dama, circunstancia que algunos sectores de su propio partido criticaron en lo que calificaban como «falta de compromiso con la labor de Estado que lleva a cabo su marido». Pero todos los flashes anteriores corresponden a pasajes de la faceta más «privada» de la vida de la esposa del presidente del Gobierno, si bien, en un alarde de incoherencia, no tuvo ningún reparo en utilizar las estructuras, las influencias y los vientos favorables de su posición privilegiada cuando eran de utilidad a sus propósitos. Desde luego, no es así como funcionan las cosas para los ciudadanos normales.

Al consultar la web de La Moncloa ni siquiera aparecía su nombre. En el currículum del presidente figuraba la etiqueta «casado y con dos hijas». Sin más. Pero si Sonsoles Espinosa se blindó ante la opinión pública, también lo hizo dentro del propio recinto presidencial. Durante la primera legislatura, las puertas que comunicaban el recinto del palacio con el edificio del portavoz del Gobierno permanecieron cerradas por orden suya. De esta manera, y según se justificaba, alejaba las eventuales miradas de funcionarios indiscretos de su vivienda. Más tarde, en 2008, restringió de la misma manera el acceso que comunicaba el edificio de Semillas —donde se ubicaba el despacho de la vicepresidenta Fernández de la Vega y el Gabinete del presidente— con el jardín del palacio. Apostado las veinticuatro horas permanecía un miembro de la Guardia Civil para que nadie atravesara lo que en el argot de los trabajadores se denomina «el portillo», que posibilita el intercambio de documentos y personas entre los edificios con rapidez. En mi opinión, hubo momentos en los que la obsesión de la esposa del presidente por el aislamiento llegó a rozar la fobia social.

Las damas de La Moncloa
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