LA BODA DE ANA AZNAR BOTELLA

EN ese primer verano de 1996, Alejandro Agag era uno de los ayudantes del presidente y, como tal, pasó las vacaciones con la familia. Con esa facilidad que tiene para adaptarse al medio, a los tres días de llegar parecía que llevase veraneando en Las Playetas toda la vida. Así era él, un joven con mucho mundo, encantador y dicharachero. Su fama de donjuán, cosechada en Bruselas durante el tiempo que ocupó la Secretaría General del Grupo Popular Europeo, le precedía, y mientras estuvo en Madrid al servicio de su futuro suegro como su ayudante se hicieron famosas sus juergas y sus espectaculares acompañantes. Pero la hora de sentar cabeza parecía haberle llegado. Fue en ese mes de agosto cuando se fraguó la amistad entre Alejandro y José María Aznar hijo, que se mantuvo incluso cuando Agag dejó de trabajar con el presidente.

El Coto de Doñana no se consideró entre las posibles opciones para el descanso de la familia Aznar hasta bastante tiempo después, tal vez porque el lugar se presentaba como demasiado marcado por la presencia de Felipe González. Una vez descubierto, el presidente se enamoró igualmente de este paraje incomparable, así como de la finca toledana de Quintos de Mora, donde también se sintió a gusto desde el primer momento. Pero la familia se mantuvo fiel a Oropesa, donde pasaron cinco veranos seguidos, hasta que Ana Aznar rompió con su novio y decidieron buscar otras alternativas para el descanso estival.

Fue en el verano de 2001, durante las vacaciones que la familia pasó en la finca Morell, en Menorca, cuando se desencadenaron los acontecimientos. La primera semana de agosto fue muy tranquila. Ocupaban la casa el matrimonio, Ana y Alonso. Pero a partir de la segunda había invitados todos los días. José María hijo fue uno de los primeros en incorporarse, junto con su novia, Tania Paessler, y sus amigos Alejandro Agag y Jacobo Gordon. Ana y Alejandro empezaron a intimar enseguida. Alejandro se dedicó a entretener a la muchacha, que poco antes había roto con su novio de toda la vida. La llevaba a discotecas, a tomar copas con sus amigos, y la joven, como es natural, se dejó envolver por aquel torbellino social en el que él se movía como pez en el agua. Los padres, desde la luna en la que nos instalamos con frecuencia la mayoría de nosotros, pensaban que las salidas de su hija con Agag no tenían más objetivo que la de ayudarla a olvidar aquel desengaño amoroso. Tras unos días, Alejandro se fue, pero nada más despedirse, los dos jóvenes ya estaban hablando por teléfono. La madre, que empezaba a escuchar a la mosca zumbar detrás de la oreja, no se atrevió a preguntar hasta pasada una semana. La hija, con grandes aspavientos, negó lo que para todos era ya una evidencia. Al regresar a Madrid las costumbres de la muchacha cambiaron y salía y entraba con mucha más frecuencia de lo habitual. A finales de septiembre los medios de comunicación ya se hacían eco de los rumores de noviazgo, pero Ana Botella seguía sin confirmación del asunto. Fue José María hijo quien desveló a su madre que Alejandro le había llamado para contárselo personalmente. A la mañana siguiente, Ana Botella irrumpió en la habitación de su hija sin contemplaciones, reclamando una explicación. Ana Aznar, entre carcajadas, no pudo sino acabar confesando.

Pero la noticia cayó como una bomba. Ana tenía diecinueve años y Alejandro, treinta. Así que cuando en las Navidades de 2001, mientras la familia pasaba unos días en el Valle de Arán, se fijó la fecha de la boda, el matrimonio Aznar no acababa de creerse lo que estaba sucediendo. Madre e hija hablaban sobre los planes para el curso siguiente, que parecían haber cambiado radicalmente. Anita ya no iría a estudiar al extranjero ni se trasladaría a Alemania en verano para aprender alemán. No. Decididamente, se quedaría en Madrid. Ante la insistencia de la madre por mantener la hoja de ruta, la muchacha optó por sincerarse con ella.

—Mamá, nos queremos casar en septiembre.

—¿En qué septiembre, hija?

—En el primero, mamá.

Ana Botella, de la impresión, casi se cae del telesilla. Y fue la encargada de contárselo al padre, que regresaba ese día de Bruselas, adonde había viajado para asistir al acontecimiento histórico de la entrada en vigor del euro como moneda única. De vuelta en Madrid, padre e hija mantuvieron una larga conversación. La relación de Ana con su padre siempre fue muy especial. Y José María Aznar, como cualquier padre al que su hija de veinte años le dice que se quiere casar, experimentó sentimientos encontrados. Por un lado, satisfacción al verla a ella feliz y, por otro, la sensación irremediable de perder demasiado pronto la convivencia diaria con su querida hija.

La boda se celebró el 6 de septiembre de 2002, y recuerdo aquel día con una claridad meridiana. Los compañeros del departamento de Protocolo, agotados, daban los últimos toques a los cien mil detalles que lleva consigo la preparación de una boda de campanillas como la que organizaron Ana Botella y Alejandro Agag. Porque no hay duda que todo el montaje fue idea de suegra y yerno. Nada de vacaciones en agosto para nadie, innumerables horas de trabajo, cientos de llamadas de teléfono, hacer y deshacer, armar y desarmar. Donde dije digo, ahora digo..., ya no sé ni lo que digo. Pero la novia estaba radiante, bellísima, y el padrino, mezcla de emoción y melancolía, era un manojo de nervios. Puede parecer mentira, pero el presidente, acostumbrado a las cámaras, a las fotografías, a ser aclamado y vitoreado, se ruborizaba ante los aplausos y los piropos del personal de la casa, que le gritaban: «¡¡¡Guapo!!!». En fin, que uno no casa a una hija todos los días y todos los padres del mundo experimentan las mismas sensaciones ante acontecimientos familiares y personales tan significativos.

Al día siguiente todos los medios de comunicación hablaban de la boda. Una celebración que, sin duda, para un importante número de españoles supuso el declive personal y político del presidente. Para un porcentaje significativo de militantes fue una decepción. Para tantos amigos y parientes, un auténtico error, un despropósito descomunal. Pero ¿quién se atrevía a ponerle el cascabel al gato? Hasta mucho tiempo después de la boda, los Aznar no valoraron las consecuencias negativas del evento, que, sin duda, les pasó factura política. Sin embargo, preguntada por ello, Ana Botella no ha reconocido en ningún momento que el tema se les fuera de las manos. Muy al contrario, dice con convencimiento que le habría gustado contar con más invitados para compartir la alegría de ese día con la mayor cantidad de conocidos posible.

A partir de ahí la prestigiosa imagen de José María Aznar se vino abajo. Pero el presidente no hacía comentario alguno, como si no quisiera enterarse de la polémica que toda aquella locura había suscitado. Como seguramente todos los lectores saben, la boda se convirtió en un verdadero acontecimiento social, con la asistencia de Sus Majestades los Reyes, jefes de Estado y de Gobierno de Europa y Latinoamérica. Semejante boato, lista de invitados de cuatro cifras, cena, baile, y todo lo más de lo más, se había visto pocas veces en España. La crème de la crème de la clase política, empresarial, deportiva y folclórica estaba allí. Un amigo de Aznar se le acercó después de la cena para darle la enhorabuena. El presidente respondió: «Tú, que me conoces, seguro que puedes imaginar lo mucho que me gustaría estar lejos de aquí». A él le habría gustado algo discreto, pero no podía defraudar a su mujer, que estaba entusiasmada. En cualquier caso, un círculo muy cercano al presidente siempre consideró que, si él hubiera querido, habría podido evitar toda aquella ostentación, más propia del enlace de un miembro de la realeza que de la hija de un jefe de Gobierno. «Fue la boda que quiso Ana y el presidente la dejó hacer. Por ella y por Nenona (así llaman a Ana Aznar en familia)», explicaba un allegado.

Las damas de La Moncloa
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