INMUNE AL SÍNDROME DE LA MONCLOA
«LLEVARÁS aquí una vida inhumana», me dijo Adolfo Suárez cuando nos despedimos en la puerta del palacio, el 26 de febrero de 1981. Tenía razón. Pensé durante algún tiempo que Adolfo Suárez y yo lo pasábamos mal en La Moncloa por la situación minoritaria de UCD, una verdadera angustia para el presidente. Pero cuando vi a Felipe González algún tiempo después de haber llegado a La Moncloa, pude comprobar que la enfermedad monclovita es independiente de la aritmética parlamentaria. González, con más de doscientos diputados, estaba ojeroso, abatido, quejica... Esto es el famoso síndrome... Pese a la buena compañía que es preciso recordar, la vida monclovita es inhumana, como me dijo Suárez. Habría que tener menos amor a la vida que Felipe González para no sentir, como él dice que siente, la tentación de irse. Y hay que tener la juventud que tiene Aznar para querer ardientemente, como él dice que quiere, vivir en el Complejo de La Moncloa. Con esta clarividencia escribía Leopoldo Calvo-Sotelo sobre el síndrome de La Moncloa, aunque él lo vivió poco tiempo. Desde luego, influyeron su carácter y sus circunstancias familiares, pero también el escaso margen con el que contó para sentirse emborrachado de poder. Dos años escasos estuvo al frente del Gobierno, lo que no le permitió caer en las tentaciones en las que cayeron otros. Por tanto, una aseveración ampliamente admitida corresponde a la conclusión de que Calvo-Sotelo se mantuvo más o menos inmune al síndrome debido al poco tiempo que ocupó la Presidencia del Gobierno. No lo pongo en duda, pero añado otra razón, a mi juicio mucho más determinante que el breve lapso de tiempo: Pilar Ibáñez-Martín.
Pilar, desde niña, conocía perfectamente la intensidad de la vida política. No en vano era hija de un ministro de Franco, y los ministros de Franco eran personajes importantísimos, nada que ver con los ministros de la democracia. Estaba habituada a tratar con gente destacada; para ella era completamente normal la parafernalia del poder y sabía muy bien cómo contrarrestar sus efectos: con apoyo constante y presencia familiar. En este caso, con una familia tan numerosa, era fácil. Pilar y sus hijos funcionaron como el antídoto contra el síndrome del palacio presidencial. Constituían una familia unida, con costumbres sencillas que mantuvieron antes, durante y después de su paso por La Moncloa. Mientras su marido fue el presidente del Gobierno, Pilar Ibáñez y sus hijos actuaron con total naturalidad. De esta manera Calvo-Sotelo no sintió que su vida sufriera una convulsión. El matrimonio no abandonó su costumbre de salir al cine o al teatro, de ir a cenar a algún restaurante o de salir a hacer juntos algunas compras especiales. Es verdad que mantener estos hábitos provocó algún que otro problema de seguridad, pero para el presidente era una necesidad salir a pasear con su mujer cuando le apetecía, sin previo aviso, o acudir a un espectáculo cuando se presentaba una noche libre. Además, el presidente comía y cenaba con sus hijos, adolescentes y universitarios, siempre que podía, lo que le facilitaba el conocimiento de primera mano de lo que sucedía fuera de los muros de La Moncloa, además de seguir de cerca el devenir de las vidas de su prole, consciente de los problemas que a esas edades supone vivir permanentemente escoltado.
El presidente hizo confidencias a algunos de sus ministros sobre la soledad del poder, identificándola con el momento en que hay que tomar una decisión delicada y no hay nadie con quien compartir la responsabilidad. El presidente debe resolver, tiene la última palabra. Porque los demás, los que le llaman «presidente», inevitablemente le ven como alguien superior. En alguna ocasión se llegó a comentar que a Leopoldo Calvo-Sotelo no solo no le hizo gracia vivir en La Moncloa, sino que lo que no le hizo ninguna gracia fue ser presidente del Gobierno.