EL HOMBRE DEL TALANTE
«PROMETO no cambiar», dijo José Luis Rodríguez Zapatero la noche que ganó las elecciones de 2004. Pero cambió. Todos cambian. Quizá no tanto en su carácter y sus rasgos de personalidad, pero sí en su forma de relacionarse con el resto del mundo. Unos más y otros menos, pero de la regla no se salva ninguno.
El periodista Iker Jiménez, especialista en cuestiones esotéricas y misteriosas y director del programa de televisión Cuarto milenio, expone su teoría sobre la transformación que sufren los presidentes del Gobierno: «Nadie piensa como ellos, porque nadie es como ellos. Creemos que son tipos normales, pero no lo son. Es acojonante, se convierten en otra cosa». Yo no diría tanto, pero sí que hay un denominador común en sus comportamientos, porque de lo que hablamos es de la influencia del poder en la naturaleza humana, del alejamiento de la realidad y la intolerancia a las críticas que se derivan de una conducta megalómana de la que es muy difícil zafarse cuando todos los que rodean al poderoso le refuerzan la premisa de que es el mejor y todo lo hace bien, mejor que nadie. Tal vez sería de desear que las esposas de los presidentes, cuyo ascendiente es tan directo, actuaran de alter ego con el fin de contrarrestar el influjo negativo que ejerce sobre sus maridos un círculo de colaboradores tan sesgado.
Muchos pensamos que cuando llegó a La Moncloa, Zapatero conocía cómo funcionaban la mayoría de las cosas, pero no sabía por qué. Desde el principio fue un presidente diferente. Su obsesión era el talante, el «buen rollito». Y los ciudadanos no quieren talante, quieren presidentes que resuelvan sus problemas. Al final, ni resolvió los problemas ni pudo mantener el buen rollito; se vio desbordado por los acontecimientos. Su imagen era la de un hombre noqueado que no sabía por dónde tirar y desconcertado porque se sentía incomprendido por los ciudadanos. El hombre del talante, seguro de sí mismo, convencido de que iba a salvar España a base de sonrisas, palmaditas en la espalda y tolerancia a raudales, se dio de narices con la realidad, porque, como a los demás presidentes del Gobierno, lo que se le exigía era eficacia. La segunda legislatura dio paso a un Zapatero que no comprendía que se apagara su estrella, que ya no le jalearan por la calle, que los barones del partido ya no le rogaran que visitara sus regiones, que los sindicatos le organizaran una huelga general, que Europa no se rindiera a sus encantos durante la Presidencia de turno, que Obama no le tratara como un amigo... Pero, sobre todo, que la gente ya no le demostrara que le quería.
En cierta ocasión Felipe González declaró: «Aznar y yo sufrimos el síndrome de La Moncloa cuando llevábamos varios años en el cargo. José Luis ya presentó síntomas al poco de iniciar su primer mandato». Y fue Felipe González el primero que advirtió que Zapatero presidente se empeñaba en demostrar machaconamente quién era el que mandaba. Sin embargo, González es de los que acabó por convencerse de que Zapatero no había cambiado, sino que ya era así antes de asumir el poder. Lo confirmaban los compañeros de León, que le conocían desde siempre. Para ellos, Zapatero siempre fue a lo suyo, era implacable con los que no le apoyaban e imponía su criterio contra viento y marea.
El equipo que apostó por Zapatero —que «inventó» a Zapatero—, hasta entonces un auténtico desconocido, era muy reducido. Fue Trinidad Jiménez quien se lo presentó a Felipe González y la que movió los hilos que le llevaron finalmente a La Moncloa. Él se mostró reticente al principio, decía que no estaba convencido de querer ser candidato a la Secretaría General del PSOE, porque si ganaba estaría obligado a vivir en Madrid y, al parecer, una de las razones que explicaban su recelo era que su mujer no deseaba vivir en la capital. De hecho, Sonsoles no quería pensar ni un minuto en esa opción. Cuando, años más tarde, se especuló con la posibilidad de que no fuera el candidato idóneo para la reelección como cabeza del Ejecutivo, desde su entorno se difundió el rumor de que ni Sonsoles ni sus hijas querían continuar viviendo en La Moncloa y que esta circunstancia pesaba enormemente en la decisión del presidente. Hay personas de su círculo que afirman que Zapatero es un maestro buscando excusas de tipo familiar cuando no está seguro de que la jugada que tiene por delante le vaya a salir bien.
Otros dos comportamientos inéditos en Zapatero hasta que asumió la Presidencia del Gobierno tienen que ver, en primer lugar, con el hecho de no evitar, sino incluso fomentar, las tensiones entre sus colaboradores y, en segundo lugar, la obsesión por demostrar en todo momento que él era quien mandaba y decidía sobre el destino de todos y cada uno de ellos, lo que, por otra parte, suele ser un rasgo común a todos los presidentes. En cualquier caso, a Zapatero siempre le gustó aparecer ante la opinión pública como el «apaciguador» en un Gabinete en el que no todos estaban a la altura de las circunstancias ni tampoco tomaban siempre las decisiones correctas. Pero en petit comité, sus comentarios sobre alguno de sus ministros rozaban la dureza extrema, como ocurrió cuando contó a un grupo de periodistas que a uno de sus colaboradores le nombró ministro «porque vino a mi despacho llorando, suplicándome que le metiera en el Gobierno». Alguno de sus leales ha llegado a decir que «cuando Felipe González te cesaba, te mandaba a la calle con un abrazo tan fuerte y unas palabras tan sentidas que parecía que te hacía un favor». A Zapatero le ha faltado calidez en las despedidas. Y la mayoría de sus exministros confirman que, una vez fuera del Gobierno, nunca han vuelto a recibir una llamada suya.