PRIMERA DAMA DE LA TRANSICIÓN

TAL vez sea difícil para las nuevas generaciones comprender lo que voy a contar en las páginas siguientes, pero a partir de este momento nos vamos a situar en una España muy distinta a la de hoy, en una etapa en la que los españoles intentábamos, como Dios nos daba a entender, superar cuarenta años de dictadura y aislamiento, en una lucha con más dosis de entusiasmo que de auténtica pericia, para convertirnos por fin en ciudadanos y dejar de ser súbditos. Pero el quehacer de nuestros representantes políticos y el funcionamiento de las estructuras del Estado —de aquel Estado embrionario— no se sustraían a una cierta torpeza y a una declarada falta de experiencia y estrategia que acababan por traducirse, día sí y día también, en situaciones verdaderamente surrealistas de las que cada uno salía como le dictaban sus entendederas.

En esa España atribulada y casposa se estrenaron como presidente del Gobierno y primera dama Adolfo Suárez y Amparo Illana, quienes, tras unos meses de desplazamientos diarios a la antigua sede del número 3 del Paseo de la Castellana, aterrizaron en la «Casa Pintada» o Palacio de la Moncloa un gélido 27 de diciembre de 1976 para ser los primeros inquilinos de la que, sin interrupción, ha sido durante todos estos años la vivienda oficial del jefe del Ejecutivo y su familia.

Como fácilmente podrán deducir, hay una notable diferencia entre los Palacios de la Zarzuela y la Moncloa, separados por escasos tres kilómetros. La primera es una vivienda permanente. La Familia Real estrenó sus dependencias hace más de treinta y cinco años y en ningún momento ha sido ocupada por otros moradores, ni lo será en el futuro. Esa continuidad garantizada es lo que permite adecuar un hogar a las características de sus ocupantes, con la proyección deseable por parte de cualquier matrimonio y sus hijos. En el segundo caso hablamos de un alojamiento provisional, que durará lo que el acontecer político del país determine y en el que las familias que la ocupan sienten la presencia de los que vivieron antes en sus estancias y habitaciones más privadas. Imagínense lo chocante que resulta sentarse en el mismo sillón o etiquetar como propio el dormitorio que lo fue, hasta pocos días antes, de tu principal adversario político. Estoy segura de que esas sensaciones incomodan e irritan en un primer momento. Se necesita un periodo de carencia para asumir e interiorizar la nueva situación, que aún es más penosa para la esposa y los hijos del presidente, a quienes las circunstancias les vienen dadas sin haberlas elegido. A partir de ahí sus vidas cambian, en cierta medida para siempre. Eso debió de sucederle a Adolfo Suárez, porque muchas veces oí contar a los que lo vivieron en directo que su llegada a La Moncloa, lejos de ser un momento agradable y distendido, fue uno de los más tensos que se recuerdan, teniendo en cuenta lo contradictorio de este puntual e inexplicable comportamiento con el carácter abierto y dicharachero del que el presidente había dado innumerables pruebas. Se mostró irascible y malhumorado, desaprobando todo y refunfuñando sin parar. No se le pasó el enfado hasta tres o cuatro días después.

En el caso de los Suárez-Illana, al ser los primeros en habitar el Palacio de la Moncloa como vivienda familiar, pudieron tomar posesión de la casa sin dar demasiadas vueltas a las costumbres de los anteriores inquilinos, resetear al personal heredado o considerar cualquier otra circunstancia que tuviera que ver con el pasado, salvo la certeza fidedigna de que en las mismas estancias habían comido y dormido personajes tan poco recomendables para compartir cama o mantel como el dictador iraquí Sadam Hussein o el rey de los persas, Mohamed Reza Pahlevi.

El desembarco, repito, se produjo en plenas vacaciones escolares, con el fin de aprovechar aquellos días especiales para dar por terminada la instalación y acoplamiento al nuevo entorno en el que se desarrollaría la vida de la familia. Mínimamente acomodados, brindaron por el año nuevo —1977—, que se preveía muy movido, pero políticamente apasionante.

Para los españoles, nuestra única referencia de primera dama hasta entonces era la figura de Carmen Polo de Franco, la quintaesencia de la mujer del Régimen, una personalidad abominable y ofensiva para la sensibilidad de un gran número de españoles, que siempre la vieron comportarse como una mujer todopoderosa y arrogante. Sin embargo, Amparo Illana supo estar en su sitio, desterrando para siempre la imagen de mujer prepotente y encumbrada de las damas del anterior estado totalitario. Su comportamiento fue el que requerían las circunstancias. Es decir, no se hizo presente a cada momento, ni se exhibió, ni dio muestras de tener la más mínima influencia política, cuestión que en aquellos momentos los españoles habríamos rechazado abiertamente. Pero tampoco fue invisible, ni su figura se difuminó como consecuencia del desconocimiento. Tenía buena imagen, y muy personal. Junto a su marido, representaban un nuevo modelo de españoles, un matrimonio de nuevo cuño, a la altura de los tiempos modernos que el país afrontaba, habida cuenta de la procedencia de ambos del antiguo régimen. Infinidad de veces los medios de comunicación más rosas los calificaron como «los Kennedy» españoles. Desde un punto de vista político, Amparo supo estar un paso por detrás del presidente en un momento en que la situación lo demandaba.

Adolfo Suárez fue un presidente prudente que no temía tanto «equivocarse al elegir» como «elegir una equivocación». Sus jornadas eran un rosario de decisiones, de opciones, de elecciones. Había que elegir hombres, estrategias, momentos, fórmulas legales... Y todo ello sin memoria de «en otras como esta». Porque los políticos de la Transición solo pudieron hacer las cosas de nuevas, lo que sin duda aumentaba el riesgo de error e imprecisión. Entonces, ¿podemos decir que Amparo Illana ayudó a Adolfo Suárez en su carrera política? La respuesta más extendida es que no. Pero no de manera activa, como una militante; ella estuvo donde tenía que estar y cumplió escrupulosamente su papel de consorte. Estuvo allí y supo estar, pero ni le impulsó, ni hizo de la carrera política de su cónyuge la razón de su vida.

Las damas de La Moncloa
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