«EL TRABAJO SE QUEDA EN LA PUERTA»

PILAR ha confesado en diversas ocasiones que tanto su marido como ella eran muy trasnochadores y que siempre les costó madrugar: «Yo tengo muy mal despertar. Levantarme es una carga insoportable que voy salvando poco a poco. A las once ya estoy mejor, digamos», confiesa resignada. Leopoldo Calvo-Sotelo nunca se levantó antes de las ocho y media de la mañana, salvo imponderables, y su capacidad de trabajo, que nunca estuvo en tela de juicio, contaba con un límite infranqueable: en ningún caso llevarse los asuntos de trabajo del despacho a casa. «La casa es el lugar de encuentro, un lugar para disfrutar de la familia, para leer, escuchar música, charlar..., pero la vida del trabajo se queda en la puerta», explicaba Pilar.

Leopoldo Calvo-Sotelo ha pasado a la historia por ser un hombre de mesura, equilibrado, sin asomo de vanidad, riguroso y muy serio, además de poseer un marcado sentido del humor, agudo y singular, propio de la persona culta que era. Si nos detenemos en su apariencia física, yo destacaría, en primer lugar, su altura. Pero a esa talla física le corresponde una altura moral y religiosa de la que dejó innumerables muestras. Estaba convencido de que los hombres han de responder de sus actos ante Dios, y por eso sentía la necesidad imperiosa del cumplimiento del deber; de hacer lo que tenía que hacer. Su conciencia debía alcanzar la certidumbre de que trabajaba con todo su empeño por defender los intereses de España y de los españoles. Además, era un obseso de la austeridad. Ponía mala cara cuando alguien en La Moncloa pedía un coche oficial, y controlaba el catering que se servía tradicionalmente al finalizar el Consejo de Ministros, como si hiciera cálculos a golpe de vista. Algún que otro comentario del tipo «¡Que austeridad, se nota que es hijo de viuda!» se escuchaba entre el personal de La Moncloa. A la altura podemos añadir como otra de sus características el rigor. Rigor en las exigencias objetivas de la política y en las suyas más personales. Y como tercera característica, la ironía, herramienta que permite dar un rodeo en el camino cuando no es posible llegar por la vía recta a las entrañas del problema. Ironía y humor forman la mejor pareja para bailar sobre los obstáculos que indefectiblemente encontramos a lo largo de la vida.

Calvo-Sotelo siempre sintió un enorme respeto, y hasta admiración, por Felipe González. Y aunque a nadie le gusta perder, el presidente supo desde el principio de su mandato que en la siguiente convocatoria electoral González ganaría de manera arrolladora. Estaba tan convencido de que sería así que durante el año y medio que duró su presidencia se empeñó en mantener una relación extremadamente fluida con el que ya consideraba el siguiente primer ministro. Sentía la obligación de mantener un diálogo constante con Felipe González y explicarle con detenimiento todos los pasos que daba el Gobierno. Es más, González pasaba tanto tiempo en La Moncloa que algunos colaboradores del presidente bromeaban sobre el papel del palacio como escuela para aprender a afrontar las más altas responsabilidades de un país. Por supuesto, en el Congreso de los Diputados los debates entre los dos eran encarnizados, pero fuera del hemiciclo Calvo-Sotelo no dudaba en tratar con el que ya consideraba su sucesor las cuestiones políticas más delicadas, haciéndole partícipe incluso de los informes del CESID, que son, sin duda, los documentos más delicados y confidenciales que maneja el Gobierno. Además, a diario recibía noticias, muy malas noticias, que le hacían comprender que no podría mantener su Gobierno durante mucho tiempo, porque la deslealtad y la traición eran los comportamientos habituales entre los miembros de UCD. Durante los últimos meses de su presidencia, las encuestas que llegaban a La Moncloa eran implacables: el PSOE iba a arrasar. «Nos adelantaban el final, nos advertían lo que estaba a punto de ocurrir, pero, a la hora de la verdad, el resultado fue mucho peor de lo imaginado», declararía Calvo-Sotelo poco después.

Es absolutamente cierto. Ni en sus peores sueños el presidente pudo imaginar un final tan duro. En la noche electoral falló hasta el sistema informático del Ministerio del Interior. Su titular, Juan José Rosón, al borde de la angina de pecho, se vio obligado a recurrir a los datos del seguimiento electoral paralelo que se llevaba a cabo en la sede del PSOE, datos que, con total condescendencia, le facilitó Alfonso Guerra para sacarle del apuro. Algo verdaderamente humillante para un Gobierno.

Las damas de La Moncloa
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