LOS AÑOS MÁS OSCUROS
ADOLFO Suárez adoraba a su esposa y durante los años en los que el cáncer se apoderó cruelmente de ella, el expresidente del Gobierno, prácticamente retirado de la vida pública, dejó todo para cuidarla y no estar separados ni un solo día del resto de su vida en común, que ya se adivinaba fugaz. «Era una actitud casi obsesiva», señalaban desde su entorno. Hubo momentos en los que Adolfo Suárez no consentía que nadie se acercara a su mujer. Quería cuidarla prácticamente en exclusiva. No se apartaba de su lado ni un minuto y sentía unos celos extraños si alguien acudía a visitarla. Reaccionaba como un niño. La muerte de su esposa acabó con las dos razones de su existencia: Amparo y la política.
El expresidente se alojaba en el Hotel Blanca de Navarra cuando acompañaba a su mujer o a su hija a la clínica cada vez que tenían que ser ingresadas. No recibía llamadas; no quería recibirlas. Prefería ser él el trasmisor de los partes médicos a los más cercanos. Aguantaba el tipo como podía, acostumbrado a recibir a la vida de frente, pero cuando su hija sufrió el trasplante y cuando los médicos le comunicaron que su mujer tenía que pasar por el mismo proceso, Adolfo Suárez estuvo a punto de quebrarse. Él mismo siempre manifestó su miedo al cáncer, porque fumaba mucho, o a quedarse vegetal. «Si me quedara así, prefiero que me desconecten», solía decir.
Mariam Suárez, joven y valiente madre, a la que solo le preocupaba el futuro de sus pequeños hijos, declaraba vehemente: «Si hay que morir, se muere, pero luchando». Escribió el libro Diagnóstico: cáncer. Mi lucha por la vida, cuyo prólogo está firmado por su padre, que dice cosas como esta:
En un primer momento, mi reacción ante la enfermedad de Mariam y Amparo fue de intenso y profundísimo dolor. Más tarde, por qué no confesarlo, tuve momentos de auténtica desesperanza. ¿Por qué a ellas? ¿Por qué a nosotros? ¿Qué han hecho ellas? ¿Qué hemos hecho nosotros? Era el tributo lógico de la egolatría instintiva. Superadas las primeras reacciones, se abre un segundo momento presidido por la firme voluntad de asumir la lucha contra la enfermedad. Es entonces cuando se constituye una especie de patrimonio común de medios, voluntades, anhelos y esfuerzos con el exclusivo fin de combatirlas. [...] Siempre he tratado de aprender de los demás, pero la sabiduría humana que he aprendido de mi mujer y de mi hija, de su valor, de su resistencia, de su ánimo, ha sido la mayor lección vital que he recibido. Solo puedo terminar estas líneas expresando a Amparo y a Mariam mi cariño, mi admiración y mi gratitud. Como dije anteriormente, Adolfo Suárez nunca fue un hombre derrochador, no le gustaba el lujo. El único dinero que gastó sin reparar en cantidades ni consecuencias futuras fue el correspondiente a los tratamientos de las enfermedades de su mujer y su hija, los dos grandes amores de su vida. Muchos coinciden en que la desgarradora experiencia que vivió está en la génesis de su propia decadencia física, que no podrá ser diagnosticada con precisión hasta después de su muerte. Perdió su casa de Ávila; Banesto se la embargó por el impago de un crédito hipotecario y después se la vendió a un particular. Muchos no salían de su asombro. Nadie podía imaginar que una persona que había presidido el Gobierno del país, autor indiscutible de una obra política histórica, pudiera verse en dificultades económicas de esa naturaleza, originadas por el infortunio familiar. Aurelio Delgado, su cuñado, se lamentaba: «Es inconcebible cómo la banca le hace esto. Se la ejecutan, porque la hipoteca había vencido, cuando esa hipoteca se podía haber alargado más años».
Su hermano Hipólito, el médico, aseguraba que Adolfo Suárez se había volcado tanto en las enfermedades de su hija y de su esposa que llegó al límite del trastorno:
En la clínica de Pamplona, no salía de su habitación y solo acudía a rezar a la capilla. A veces, algún hijo le pedía que entrara en la habitación de otro enfermo que, al verlo allí, se sentía reconfortado por la emoción que le producía que un personaje de su talla se interesara durante unos minutos por su estado de salud. [...] A Adolfo, la enfermedad de Amparo le desgarra, lo destroza y se abandona. No se resigna. Hubo una época en que estuvo en coma y él hablaba con ella. Pensaba que le entendía. Después se recuperó algo, pero no sé. Prefiero no hablar de esto... Es conmovedora la foto de Adolfo Suárez, cogido del brazo de su hija Mariam, tras el féretro de Amparo, el día de su entierro. De hecho, antes de ser operada, ella advirtió a sus hijos: «El que de verdad me preocupa es vuestro padre. No está bien». Cuando murió Mariam, Adolfo Suárez estaba ya demasiado enfermo para llorarla. Su hijo Adolfo saludó con afecto a su padre, desde el principio del pasillo de la casa de La Florida y, poco a poco, se acercó hasta él. Cuando estaban el uno junto al otro, Suárez miró a su hijo y le dijo:
—Tú tienes algo que decirme.
—Sí.
—Pues dímelo.
—Papá, Mariam ha muerto.
—¿Y quién es Mariam? —preguntó Suárez.
—Tu hija.
—¿La has enterrado?
—Sí.
—Has hecho muy bien.
Sus otras dos hijas, Sonsoles, periodista, y Laura, la bohemia de la familia, también han tenido que ser intervenidas a consecuencia de tumores de mama, como su madre y su hermana mayor. No cabe duda de que, en este caso, la genética tiene una enorme cuota de responsabilidad.
Hace tiempo que dejó de existir el Adolfo Suárez que los españoles recordamos. Ya no es ni siquiera el apuesto sesentón que protagonizaba fotos en la prensa cada vez que participaba en algún acto. Poco a poco su dolencia le ha arrebatado los pasatiempos que proporcionaban una nota de color a su oscura vida. Ya no juega al ping-pong, ni al futbolín, ni siquiera finge que lee el periódico. El expresidente pasa horas interminables sentado en el sofá, mirando al vacío. Es cuestión de tiempo que la enfermedad culmine su siniestro proceso. Es esta la historia de un hombre que descendió lentamente a los infiernos, roto por el desgarro que produce la partida prematura de los que amamos, pero, a la vez, la propia enfermedad le ha rescatado de la amargura, difuminando la memoria para que habite en un mundo irreal, pero menos lacerante. Según los que le visitan, dentro de la crueldad de su mal, él apenas sufre. No padece dolores. No es consciente de su estado. De hecho, según parece, hasta goza de buen apetito por primera vez en su vida.
El 25 de septiembre de 2012, Adolfo Suárez cumplió ochenta años y lleva ya unos cuantos recluido en su casa de Madrid, donde está atendido en todo momento y recibe las visitas diarias de sus hijos. Su organismo funciona razonablemente bien, teniendo en cuenta su edad, pero no reconoce a nadie, ni siquiera a su familia. El 18 de junio de 2008 don Juan Carlos y doña Sofía lo visitaron en su casa. Fue en aquel encuentro cuando Adolfo hijo tomó la foto del Monarca pasando su brazo por los hombros de Suárez, mientras paseaban juntos por el jardín. La foto dio la vuelta a España y se convirtió en un icono de lo que fue la Transición.