«EL TAHÚR DEL MISISIPI»

«¡EL señor presidente es un hombre bueníííísimo! Tiene carácter, pero no mal genio. ¡Ah, eso sí: si da una orden, hay que obedecerle sin vuelta de hoja. Si doña Amparo castiga a uno de los chicos, pues... se puede intentar que cambie de opinión. Pero como el señor presidente diga: “Esto se hace así”, o “Tú, a tu habitación” u “Hoy no hay piscina para nadie... ¡eso va a Roma!”». Así explicaba María Elena Nombela, la señorita de los niños, el acontecer cotidiano de la familia. Llevaba nueve años trabajando con los Suárez-Illana cuando llegó a La Moncloa, desde que Sonsoles tenía solo un año y Javier, el «gafudito», como le llamaban en casa, aún no había nacido. María Elena era la fan número uno del presidente. En un santiamén le contaba a quien quisiera escucharla lo mucho que el señor trabajaba, lo buen patriota que era, lo buen marido y excelente padre, lo poco que duerme, lo nada que come, lo mal que lo pasaron todos en la casa cuando los secuestros de los señores Oriol y Villaescusa, y la pena que Amparo sentía por no poderle tener más tiempo en casa:

¡Con lo familiar que es él!... No salen a solas hace la mar de tiempo. Pero ya desde que el señor era ministro. Si quieren ver cine, aquí mismo les ponen alguna película de dieciséis milímetros, de esas de evasión, de humor o de aventuras. Al señor le gustan mucho las de Luis de Funes. Se ríe con ganas, y así, por un rato, se distrae de sus responsabilidades. De la tele, lo que más le gusta es El Comisario McClaud. ¿Deporte? Bueno, algunos días monta en bici por el jardín con los chicos, y los domingos a veces juega al tenis. Si coincide con el teniente general Gutiérrez Mellado, que vive al lado, van a misa y luego se están en la cancha un rato. En verano, algunas tardes al terminar el trabajo, se da un baño en la piscina. Nada muy bien y se tira muy requetebién del trampolín. De exhibición. Si le preguntaban por su deporte favorito, Adolfo Suárez soltaba una carcajada y respondía que el mus, «porque en el mus hay que saber mentir, o mejor dicho, engañar al contrario y hacerle creer lo que a ti te interesa que crea. Pero si hablamos de la vida real, yo no soy nada mentiroso. Puedo pecar por omisión, pero jamás he dicho o he hecho nada en lo que no creyera firmemente». El presidente tenía fama acreditada de buen jugador de mus. Formaba pareja con Manolo Justel Calabozo, el cura que dejó los hábitos, se casó y se afilió al CDS, y la pareja contraria la integraban siempre Pepe Higueras —el mayordomo— y el General Gutiérrez Mellado. Alfonso Guerra le bautizó como el «tahúr del Misisipi», aunque estaba claro que el alias iba más allá del juego de naipes.

Adolfo Suárez también era aficionado al billar. El doctor Anastasio, un médico amigo de la familia, le regaló una mesa en la que, en una esquina, había una plaquita en la que quedaba constancia de que se trataba de un regalo personal. Y así lo explicó Suárez: «La mesa de billar es mía, me la han regalado mis amigos y me la llevaré cuando salga del Gobierno». El presidente jugaba bien, sin prisas, con energía y tino. Tenía en su haber carambolas que se habían hecho famosas. Con motivo del décimo cumpleaños de Sonsoles, la familia Suárez-Illana organizó una fiesta infantil a la que acudieron los Reyes. Tras el almuerzo y el café de sobremesa, don Juan Carlos y Adolfo Suárez jugaron su habitual partida de billar. María Elena Nombela narraba así el encuentro: «El Rey trata al presidente con mucha confianza, y se nota que le aprecia de verdad. El presidente le llama Señor o Majestad. La Reina cada vez habla mejor el castellano y con un acento muy bonito». María Elena, mujer incansable, cuidó del presidente y su familia hasta que prácticamente la muerte llamó a su puerta. Junto a Pepe Higueras, el que fuera el mayordomo de los Suárez durante su etapa en La Moncloa, atendieron con sumo cariño a la familia, incluso en los momentos más duros, que no fueron pocos. Cuenta Higueras que nada más escuchar el discurso de dimisión del presidente, en enero de 1981, subió a la vivienda y, en la misma sala de estar, Suárez le preguntó:

—Pepe, ¿usted qué va a hacer?

—¿Yo?... ¿Con quién he venido? Yo he venido con usted, ¿no? Pues me marcho con usted.

—Pero, piénselo bien, Pepe, porque si usted quiere, hablo con Calvo-Sotelo... Yo me voy, porque estoy muy cansado... Pero si usted no se queda en mi casa, yo no me voy.

Las damas de La Moncloa
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