LOS SILENCIOS DEL PRESIDENTE
AZNAR tenía una forma de relacionarse con sus colaboradores que, cuando menos, sorprendía al desconocedor de tales métodos. El cambio de impresiones era inexistente y era necesario interpretar los silencios del presidente. Aunque había auténticos expertos en la materia, no cabe duda de que provocaban desconcierto e incomodidad en los novatos. Santiago López Valdivielso, a quien Aznar nombró director general de la Guardia Civil, cuando llevaba ya siete años en el cargo decidió que quería dejar el puesto y pidió una reunión. El presidente lo recibió en La Moncloa. Le saludó y se puso a escribir mientras escuchaba a su colaborador y amigo. Valdivielso dijo:
—He venido a verte porque creo que sería conveniente mi relevo. Quiero dimitir.
Aznar, sin levantar la vista del papel, respondió:
—No.
Y siguió escribiendo. Fin de la historia.
Su hermetismo era proverbial y al presidente le encantaban este tipo de cosas, que servían a los demás como recordatorio de que él era el presidente y, por tanto, al que le correspondía decidir. Pocas veces compartía con los ministros la información que recibía de otros jefes de Estado o de Gobierno. De esta manera se situaba en un nivel superior, porque, como todo el mundo sabe, la información proporciona poder. Los que trabajaban con José María Aznar tenían muy claro que para mantenerse en el puesto y no perder los nervios se hacía imprescindible aguantar el primer bufido. En numerosas ocasiones, el personal de La Moncloa escuchaba, porque solo siendo sordo era posible evitarlo, el primer chillido del presidente a un ministro o al director de su Gabinete; este, a su vez, gritaba al siguiente en el escalafón, en vivo y en directo si estaba presente, y, si no, los berridos se transmitían por teléfono. Como ya conocíamos el proceso, en un gesto de solidaridad poníamos sobre aviso a nuestras colegas de las Secretarías de tan importantes señores, en la seguridad de que, según la bronca descendiera en el nivel jerárquico, fijo que a ellas también les acabaría salpicando.
Se hace preciso añadir en su descargo que José María Aznar lo pasó muy mal mientras fue el líder de la oposición. Muy, muy mal. Sufrió mucho, le llamaban charlotín, le ninguneaban los dirigentes de otros partidos y muchos periodistas hacían chistes sobre su bigote. Cuando finalmente ganó las elecciones fue como demostrarle a todo el mundo que era capaz de vencer al inefable González y le cambió el carácter. Estaba entusiasmado y se volvió más comunicativo y extrovertido, como nunca. Fue el mejor Aznar. Después vino la mayoría absoluta, que fue muy buena en muchos aspectos, pero convirtió al presidente en el adalid de la arrogancia.