PASIÓN POR LA MÚSICA
PILAR no era muy amiga de la televisión. Siempre dijo que ni le divertía ni tenía tiempo. A sus hijos, mientras eran pequeños, les tenía prohibido ver la televisión entre semana; solo sábados y domingos, y eligiendo bien los programas. Al presidente le preguntaron una vez si sabía quién era J. R. Nunca había visto la serie de televisión, pero confesó que había oído hablar de ella y «sé quién es el malo de la película», comentó con sorna.
Cuando Leopoldo Calvo-Sotelo no consiguió un escaño como diputado en las elecciones generales de 1982, Pilar procuró por todos los medios que se olvidara del incidente. Ella siempre ponía el énfasis en las virtudes de su marido, sin admitir ni uno solo de sus defectos, ni siquiera uno.
Durante el tiempo en que Calvo-Sotelo fue presidente, se podía ver con frecuencia a Pilar Ibáñez en el Congreso. Entre votación y votación hablaba con los ministros, con los periodistas, cambiaba impresiones con los diputados y derrochaba encanto y saber estar con todo el mundo. Era una mujer que estaba al día de todos los acontecimientos culturales y sabía desplegar un encanto especial con todos aquellos que ella pensaba que podían ayudar a su marido.
Siempre fue una lectora apasionada de libros y periódicos y le encanta la música sinfónica, otra de las pasiones de su esposo, que poseía una magnífica colección discográfica, en vinilo y en discos compactos. Calvo-Sotelo presumió de ser fiel a lo que los expertos llaman «las tres B»: Bach, Beethoven y Brahms. Con su sempiterno sentido del humor, decía: «Creo que eso de que yo he sido un pianista bastante aceptable es la única cosa buena que han inventado sobre mí los periodistas». Podía pasarse horas hablando de música y comentaba: «Pilar me dice a veces: “¡Estás cantando!”. Y es que a mí, cuando estoy paseando, me viene algún motivo especialmente querido y lo tarareo, porque una situación o un determinado pensamiento que te viene a la cabeza te hace cantar alguna música con la que lo asocias».
Le gustaba especialmente cantar habaneras y piezas del cancionero gallego. Leopoldo Calvo-Sotelo tomó clases de piano entre los cuatro y los siete años. Aprendió lo que se podía aprender, un poco de solfeo y a tocar un vals con su hermana a cuatro manos. Cuando su padre murió, su madre viuda quedó económicamente en una situación complicada, y ya nunca más pudo tomar clases de música. Según él, en realidad nunca fue un pianista, ni siquiera un pianista aficionado. Pero la fama que le precedía le proporcionó algún que otro mal rato. Al poco de ser nombrado canciller de la República Federal de Alemania, Helmut Schmidt invitó a Calvo-Sotelo a visitar Bonn, entonces capital política de Alemania. Fue con su mujer y al entrar en un salón grande vio aterrorizado dos pianos. El alemán tocaba el piano mucho mejor que nuestro presidente, y le dijo:
—He traído la partitura de un concierto de Mozart para dos pianos, te dejo a ti el piano fácil y yo me quedo con el difícil.
—Yo no toco el piano —contestó Calvo-Sotelo.
—Pero si lo han dicho todos los periodistas.
—¿Por qué te vas a creer una cosa que dicen de mí sin haberla comprobado? No es verdad. Siento mucho defraudarte, pero yo siempre he tocado muy mal el piano —le contestó.