Capítulo 75
Atlanta, Georgia, una semana más tarde
Cruzando el vestíbulo para llegar al salón donde su ama había organizado dos mesas de bridge, Betty miró a través de la mosquitera de la puerta decorativa exterior y vio que un Lincoln Town negro con chófer llegaba hasta la casa. El chófer salió de inmediato, y a Betty casi se le cayó el plato de sándwiches que estaba a punto de servir cuando él le abrió la puerta al pasajero que iba en el asiento trasero.
—¡Ay, Dios mío! —dijo en voz alta, dejando el plato en la mesa del vestíbulo y alisándose el delantal—. ¡Ay, Dios mío!
Nunca lo había conocido ni lo había visto, excepto en las fotos de los periódicos cuando era más joven, pero sabía quién era. Lo observó mientras se bajaba, más viejo como era de esperar, pero con el mismo aspecto con el que ella se lo había imaginado durante todos estos años. Se había imaginado a un hombre alto y distinguido, con ropa magnífica y un porte que emanaba poder sin tener que gritarlo… un verdadero señor. Su intimidación se convirtió en consternación cuando el chófer le pasó un jarrón con una rosa roja. La señorita Lucy odiaba las rosas.
Betty cerró apresuradamente las puertas correderas del salón, amortiguando la conversación que tenían entre manos, y se puso delante de la mosquitera. El chófer, sentado de nuevo al volante de su limusina, había echado la cabeza hacia atrás y se había colocado el gorro hacia delante, como si ya se estuviera preparando para echarse una cabezadita.
—Buenas tardes —dijo a través de la mosquitera cuando Percy llegó al porche—. El señor Percy Warwick, si no me equivoco.
Él confirmó lo que ella había asumido, asintiendo con su cabeza plateada.
—Betty —contestó, de una manera tan familiar que pareció que hacía años que la conocía—. ¿Está mi esposa en casa?
—Sí, señor. —Betty descorrió el cerrojo y le abrió la puerta—. Está jugando al bridge con sus amigas en el salón.
—¿Su reunión de los domingos, supongo?
—Sí, señor. ¿Le importaría esperar en la entrada mientras le aviso? Creo que… no lo esperaba.
—No, no me esperaba —dijo Percy—, pero estoy seguro de que no le importará la interrupción. —Le entregó el jarrón—. ¿Y le darías esto, por favor?
—¡Ay, señor…! —A Betty se le dibujó una mueca en la cara—. No le gustan las rosas.
Él sonrió.
—Esta sí que le gustará.
Olvidándose del plato con sándwiches, Betty abrió una de las puertas correderas y la cerró tras ella, cogiendo el jarrón con el brazo extendido, como si fuera un pañal empapado.
—Señorita Lucy, tiene visita.
Lucy miró la rosa con el ceño fruncido.
—¿Por qué cuchicheas? Y, por el amor de Dios, ¿qué es eso que tienes ahí?
—Es una rosa, Lucy —le ilustró una de las señoras.
Lucy la fulminó con la mirada.
—Eso ya lo veo, Sarah Jo. ¿De dónde ha salido?
—Su marido —dijo Betty—. Está en el vestíbulo.
Las cabezas de colores que delataban que tenían todas más de setenta años se volvieron a la vez hacia Lucy, que se levantó de un salto de la mesa de bridge, derramando el café en los platitos.
—¿Cómo? ¿Que Percy está aquí?
—Sí, señora. Afuera, en el vestíbulo.
—Pero no puede ser…
Las puertas correderas del salón se abrieron.
—Pues estoy aquí —dijo Percy, entrando—. Hola, Lucy.
Ahora todas, boquiabiertas y con los ojos como platos, se volvieron hacia la figura de leyenda y especulación vestida con un traje negro. Él asintió y les lanzó una sonrisa.
—Señoras, ¿nos disculpan un momento? Tengo algo muy urgente que debo discutir con mi mujer.
Inmediatamente, las mujeres apartaron sus sillas y se apresuraron a coger sus bolsos y sus bastones. Las más atrevidas le dieron la mano a Percy al salir en fila y le dijeron en un murmullo que se alegraban de haber conocido por fin al marido de su amiga. Lucy permaneció en pie como si la hubiera partido un rayo y Betty no supo si irse con el grupo o quedarse con la rosa.
—Esto… señora Lucy, ¿qué quiere que haga con esto?
Lucy salió de su estupor.
—Llévala a la cocina y ponle agua —contestó—. Te llamaré si necesito algo.— Una vez a solas con su marido, dijo—: ¿Qué haces aquí, Percy?
—Después de lo que hiciste por nosotros, ¿aún no lo sabes?
—Rachel ya había hablado con su abogado cuando yo la vi. Me podría haber ahorrado el viaje. ¿De qué sirvió?
Las partes traseras de sus piernas temblorosas habían encontrado una silla, y consiguió sentarse con algo de gracia.
—Le confirmaste que había tomado la decisión acertada. Gracias a ti ahora ella y Matt tienen una oportunidad.
—No sé si le habré hecho algún favor.
Percy se rio entre dientes y, acercándose otra de las sillas de bridge, se sentó como si fuera el rey de la casa.
—Tendremos que esperar a ver qué pasa, pero yo te apuesto a que esos dos vivirán felices para siempre. Él ha ido tras ella. Ella se marchó a San Angelo a ayudar a un compañero de la universidad que está en cama a llevar su granja algodonera hasta que él vuelva a estar en pie.
Faltándole el aire, ella se aguantó las ganas de abanicarse.
—Cuéntame, ¿qué hizo que pusieras a Rachel en evidencia? ¿No estabas poniendo en peligro el patrimonio de tu nieto?
—Tal vez, pero verás, me fijé en la roca y la cantera.
—¿La roca y la cantera?
—De las Escrituras. Isaías 51, versículo 1.
Lucy lo miró exasperada.
—¿No vas a ser más concreto?
—Aposté a que haría lo correcto…, como su tía abuela.
Lucy bajó la mirada para limpiar algo que se había derramado sobre la mesa de bridge, para que no pareciera que estaba fascinada por sus rasgos. La edad había dejado huella, pero no se había portado mal. Su aspecto aún le rompía el corazón.
—¿Para qué es la rosa?
—¡Ah!, es simplemente una manera de pedirte un perdón general, por la forma en que acabó todo… para pedirte perdón porque las cosas no fueron mejores para ti.
Lucy sintió un dolor en la garganta que fue en aumento, y apretó la mandíbula con fuerza, sin permitirse soltar ni una sola lágrima. Se dio un momento antes de atreverse a hablar.
—No fueron mejor para ti, Percy, que para mí. Y me porté terriblemente mal con Mary. Ojalá hubiera sabido desde el principio lo que sentíais el uno por el otro; hubiera tenido… otras expectativas. Me habría conformado con tu amistad. Me habría bastado.
—Te merecías más, Lucy.
Ella soltó un pequeño gruñido y dijo:
—¿No nos merecíamos todos más? Matt me dijo que no te vas a divorciar de mí. ¿Es cierto?
—Es cierto.
—Bueno, eso es… amable por tu parte. —Hizo ruido con la garganta, en un intento por aclararse la voz—. ¿Qué vas a hacer con Somerset?
—La donaré a la A&M de Texas, el alma máter de Rachel, como centro experimental de agricultura. La casa de los Ledbetter se convertirá en un museo en honor a las contribuciones hechas por las generaciones de Toliver al algodón de Texas.
Ella sintió que la cara se le sonrojaba por el orgullo.
—Pues que te llamen Rey Salomón. Estoy segura de que Rachel se alegrará. —La presencia de él, como siempre, calentaba la habitación… como la luz del sol un día de invierno—. ¿Crees que os podrá perdonar a ti y a Mary por haberle ocultado a su padre su herencia?
—Solo el tiempo lo dirá —contestó él con una sonrisita que dejaba entrever la realidad que ambos compartían: a ninguno de los dos les quedaba mucho tiempo—. Pero, hablando de eso —añadió—, uno de los motivos por los que he venido es para preguntarte si considerarías volver a casa si las cosas van bien entre Matt y Rachel. Si te acuerdas, hay sitio de sobra para que tengas tu propio espacio, y yo estoy seguro de que ellos querrían que sus nietos tuvieran a una bisabuela cerca.
Ahora los ojos le ardían de verdad y la garganta no le dejaba tragar. Algo urgente, había dicho a las chicas. Se limpió unas migajas que tenía sobre el pecho.
—Yo… desde luego que me lo pensaré muy en serio. ¿Algo más?
—No, creo que no —respondió él, y, ante la consternación de ella, se puso en pie, con algún crujido, pero de la misma forma pausada en que se había alzado siempre… cosa que a ella siempre la había excitado—. Solamente quería traerte la rosa y expresarte mi gratitud por acudir a nuestro rescate.
Ella se esforzó por levantarse también y conseguir que no le temblara el labio. Parecía que había sido ayer cuando estuvieran el uno frente al otro de la misma manera.
—Adiós, Percy —dijo, repitiendo las mismas palabras que le había dicho cuarenta años antes en la estación de tren.
Vio el mismo recuerdo flotando en los ojos de Percy; pero, a diferencia de entonces, esta vez le puso una mano alrededor de los hombros y sonrió.
—No por mucho tiempo, Lucy —respondió, y ella cerró los ojos para recordar mejor los labios de él tocándole la mejilla brevemente.
Betty, con su misteriosa intuición para controlar el tiempo, llegó para acompañarlo a la puerta. Lucy permaneció inmóvil en el mismo lugar hasta que oyó que se cerraba la puerta de entrada y que Betty volvía.
—¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó Betty.
Lucy sonrió dulcemente.
—Eso digo yo.
* * *
Matt permaneció un momento de pie junto al Range Rover, mirando a su alrededor. Había aparcado ante una granja blanca hecha de tablillas que se extendía a lo largo, bordeada a ambos lados por florecientes campos de algodón. Había un par de recolectores mecánicos de algodón alineados junto a una vía de servicio, y a lo lejos una figura solitaria, que no era Rachel, trabajando en un tramo de acequia; pero aparte de eso no se veía ni oía actividad humana que rompiera el silencio adormilado de la primera hora de la tarde de domingo. No había ni camionetas ni otros vehículos en los alrededores. Había pensado que encontraría el BMW de Rachel aparcado en el patio, confirmándole que había venido al sitio correcto. La paz aumentó su aprensión. Ante un telón de fondo tan apacible, ¿cómo podría soportar la aplastante noticia de que Rachel ya no quería nada más con él?
Había estado listo para repostar el avión y salir a buscarla desde que llegó a Howbutker y se enteró de la gran noticia, pero su abuelo le había advertido que esperara.
—Dale un respiro, hijo… dale tiempo para que pueda lidiar con las cuestiones que aún tiene que aclarar.
Él había estado de acuerdo, aunque le preocupaba que cada día que pasara Rachel, la mujer a la que quería más que nunca, tuviera aún más motivos para mandarlo al infierno. Se le había ocurrido que tal vez hubiera algo entre ella y el compañero de clase al que había ido a ayudar. Carrie lo había descrito como un viejo colega de A&M, un algodonero como ella, cuando él la llamó para conseguir la dirección.
—¿Casado? —No pudo resistirse a preguntar. Y ella le contestó socarronamente—: Bueno, aunque yo lo supiera, eso lo tendrías que descubrir tú, muchacho.
Él escuchó un ruido de pasos fuertes en respuesta a su llamada, y se le cayó el alma a los pies cuando un hombre con un atractivo juvenil le abrió la puerta; era de su misma altura y bastante grande, aunque llevaba muletas y el pie enyesado, cosa que le hizo pensarse de nuevo lo de entrar a la fuerza.
—Buenas tardes, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó.
—Disculpe que le moleste. Busco a una amiga mía, Rachel Toliver.
—¿Ah, sí? —le dijo—. ¿Y usted quién es?
—Matt Warwick.
—¡Ah, ya! —Lo estudió con la mirada durante un par de segundos. Después gritó por encima del hombro—: ¡Cariño!
A Matt el alma se le cayó a los pies, hasta que una guapa rubia apareció con dos niños pequeños persiguiéndola y uno más en camino, a juzgar por la protuberancia del delantal sobre su vestido.
—Hay alguien que pregunta por Rachel.
La joven sonrió.
—Bueno, pues quítate de en medio, Luke, para que pueda pasar. Niños, id a lavaros las manos y preparaos para comer.
—Hola —le dijo a Matt—, soy Leslie, y este grandullón es mi marido, Luke Riley. Tú debes de ser Matt Warwick. Pasa. Rachel te está esperando.
—¿Ah, sí? —preguntó Matt, sorprendido.
Parecía que hasta ese momento su marido se había estado aguantando la sonrisa, que se le dibujó en la cara, grande y ñoña, mientras le extendía la mano.
—Bueno, cariño, creo que no se suponía que le dirías eso —dijo, guiñándole el ojo a Matt—. ¿Cómo va, Matt?
—Bueno, conociendo a Rachel, es posible que no se comunique bien. Llegas justo a tiempo para la comida del domingo, Matt. Espero que te guste el pollo frito.
Con la cabeza dándole vueltas, y el corazón a punto de salírsele del pecho, Matt dijo que el pollo frito le encantaba y siguió a Leslie, con Luke detrás caminando ruidosamente con las muletas hasta una gran cocina iluminada por el sol, el olor de pollo chisporroteando sobre el fuego. Rachel, que estaba poniendo la mesa, alzó la vista: era lo más bonito que él había visto en toda su vida.
—Hola, Rachel.
Ella hizo un gesto con la cabeza, con las mejillas cada vez más coloradas.
—Matt.
Rompiendo el silencio, Leslie pasó su mirada de uno a otro y observó:
—Es solo una idea, pero tal vez vosotros dos queráis dar un paseíto antes de sentarnos. Al pollo aún le falta un poco.
—Buena idea —dijo Rachel. Se quitó el delantal que llevaba encima de un elegante vestido de tubo sin mangas y sin decir palabra llevó a Matt afuera, con Luke dándole su aprobación por detrás de Rachel con el pulgar en alto.
Caminaron sin hablar por un camino hasta un prado rodeado por una valla blanca, Matt fijándose en su brazo bronceado y en la forma en que un par de mechones de pelo, que llevaba peinado sobre la cabeza, se le rizaban de manera seductora a la altura del cuello. Supuso que ella y Leslie habrían ido antes a la reunión dominical, y se preguntó cómo nadie que hubiera estado sentado en el banco detrás del de ella se podría haber concentrado en el sermón. Al llegar a la valla, él apoyó el pie en la barra inferior y echó los brazos por encima de la barra superior, con toda su atención puesta sobre un magnífico semental castaño que comía hierba.
—Me han dicho que me esperabas —dijo.
—Ya sabía yo que Carrie no podría guardar un secreto.
—¿Y querías que lo hiciera?
—Contaba con sus labios sueltos.
Él, aliviado, dejó escapar un suspiro.
—El abuelo dijo que tu abogado llamó a Amos para contarle que habías decidido abandonar el caso incluso antes de escuchar la cinta. Nunca tuviste intención de llevarlo hasta el final, ¿verdad?
El semental los descubrió y relinchó, evidentemente saludando a Rachel. Ella metió la mano a través de la valla y movió los dedos, y él se le acercó despacito.
—Mi intención era convencer a tu abuelo y a Amos de que lo iba a hacer.
—¿Por qué no seguiste adelante? Nos tenías convencidos, Rachel.
—Somerset ya había causado demasiado dolor. ¿Y qué iba a hacer yo con una fábrica de papel?
—¿Llevar a cabo tu venganza, tal vez?
Ella movió la cabeza en señal de negación.
—No es mi estilo.
A Matt se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Había existido mujer igual?
—Bueno, te estoy muy agradecido.
—¿Por eso has venido…, para darme las gracias?
—Entre otras cosas. —Estaban hablando uno junto al otro, como dos hombres que charlan sobre el tiempo o cualquier otro tema inocuo.
—¿Como cuáles? —Ella acarició las manchas blancas en la frente del semental.
—Bueno, para empezar, Amos te envía algo de Mary que ella le pidió que guardara para ti el día en que murió. Dijo que sabría cuál sería el mejor momento para dártelas.
—¿Dármelas?
—Sus perlas.
Rachel dejó de acariciar al caballo.
—¡Ah! —exclamó, y por el rabillo del ojo él vio cómo ella tragaba con dificultad y parpadeaba rápidamente—. Yo diría que este es el momento perfecto. ¿Qué más?
—Pensé que querrías saber cuáles son los planes del abuelo para Somerset.
Se dio cuenta de que ella había perdido el aliento.
—Cuéntame —dijo, poniendo ambas manos sobre la barra. Cuando terminó de contárselo, ella se había llevado una mano al escote de su vestido.
—Ha sido muy… considerado y sensible —repuso en una voz bajita que delataba que estaba impresionada—. Estoy muy contenta. La tía Mary también lo estaría.
—Además, he venido a preguntarte qué planes tienes tú —añadió, bajando los brazos de la valla que rodeaba el prado, sus cuerdas vocales perdiendo fuerza—. Me imagino que…, elegirás otro Somerset en algún otro lugar y cultivarás algodón y calabazas de bellota.
Se volvían a hablar el uno junto al otro.
—¡Ah!, seguiré envuelta en algún aspecto del negocio de la agricultura —contestó ella—, pero les he perdido el gusto al algodón y a la calabaza de bellota.
—Quieres decir que cultivarás otra cosa.
—No, quiero decir que ya no quiero dedicarme a la agricultura, no en las tierras de otra persona.
—Cómprate tus propias tierras.
—No sería lo mismo.
Matt bajó los brazos de la valla y se giró para mirarla de cara.
—No lo entiendo, Rachel. Pensaba que la agricultura era tu pasión, tu destino en la vida, lo que siempre habías querido hacer. ¿Vas a abandonarlo todo?
El caballo relinchó, enfadado por haber sido ignorado, y ella le dio su mano para que se la acariciara con el hocico.
—¿Alguna vez has oído hablar de un jugador de béisbol llamado Billy Seton? —le preguntó ella.
Matt asintió, confundido.
—Jugó en la primera base para los New York Yankees a principios de los setenta.
Le dio una última palmadita al semental y caminó hasta una boca de riego para lavarse las manos.
—Era de mi ciudad natal. Cuando lo vendieron, dejó el juego. Ahora es entrenador. Descubrió que su pasión por jugar al béisbol y su sueño de jugar para los New York Yankees eran uno, entretejidos de manera inextricable y que, cuando faltaba una de las partes, la otra no funcionaba. Cuando ya no estuvo en los Yankees, ya no tuvo deseo alguno de jugar para otro equipo. ¿Lo entiendes ahora?
Lo entendía perfectamente. La sangre le subió a las orejas. Se sacó el pañuelo y se lo pasó a ella.
—En otras palabras, cultivar otra tierra que no sea de los Toliver no te da motivos para ser granjera en absoluto.
—Ni yo misma lo podría haber dicho mejor.
Él observó cómo ella se secaba las manos, resistiéndose al deseo de cogerle la cara entre las manos y besarle los ojos, la boca, el cuello, acercarla a su interior y mantenerla allí para siempre. El caballo los había seguido y había pasado la cabeza por encima de la valla. «¿A qué esperas, chico?».
—Bueno, en ese caso —dijo él, esforzándose para que su voz sonara firme—, tal vez estés interesada en mi propuesta.
Ella le devolvió el pañuelo.
—Ponme a prueba.
—Estoy buscando una socia para ayudarme a dirigir una extensión de tierra junto al Sabine, se podría decir que es tierra de los Toliver. Creo que, de hecho, en una ocasión dijiste que tenías interés personal en ella.
—No tengo ni idea de cultivar árboles.
—Bueno, pues no es muy diferente del cultivo de calabazas de bellota o de las plantas de algodón. Metes una planta de semillero en la tierra y la ves crecer.
A ella se le humedecieron los ojos. Le volvió a coger el pañuelo.
—Me imagino que eso no es tan diferente de a lo que estoy acostumbrada. ¿Me das un tiempo para pensármelo?
Matt se miró el reloj.
—Por supuesto. El pollo aún no está listo.
Rachel sonrió.
—¿No te estarías jugando mucho teniéndome como socia?
—Para nada —respondió él, cogiéndola entre sus brazos, adonde pertenecía.
—¿Por qué no? —preguntó ella, levantando la cara hacia él.
—¿No lo recuerdas? Yo siempre voy a lo seguro cuando hago apuestas.