Capítulo 55
Amos se encontraba en el Aeropuerto Municipal de Howbutker cuando el pequeño Cessna Citation con el nombre de Granjas Toliver aterrizó a las diez en punto. Sabía que tenía un aspecto espantoso, como si hubiera pasado un tiempo en una cárcel de Tijuana. Su cara, que nunca había sido para alardear en el mejor de los tiempos, le había sorprendido cuando se fue a afeitar esa mañana, pero ¿cómo no podía ser así? Sentía los intestinos retorcidos y había sido incapaz de dormir, levantándose a las tres de la madrugada y pasando el resto de la noche en la terraza, escuchando los maullidos de los gatos callejeros en celo.
«Dios mío, ayúdanos a todos», rezó mientras se abría la delgada compuerta del reactor y se extendía el corto tramo de escalerillas. Un minuto después, apareció Rachel, que lo vio y saludó. Amos experimentó una sensación mareante de déjá vu. Se parecía tanto a Mary cuando la vio por primera vez en lo alto de la escalinata de los grandes almacenes de Ollie… Rachel era bastante más joven, por supuesto, pero exactamente igual a ella en su encanto, y parecía tan afligida como Mary en aquel momento. Devolvió el saludo y sonrió.
Rachel se acercó rápidamente hacia él, las piernas bronceadas brillantes bajo la falda pantalón blanca, y se le colgó del cuello.
—¡Querido Amos! —dijo con voz tierna y cálida—. ¿Cómo estás?
—Supongo que más o menos como tú —contestó él, abrazándola con fuerza.
—Entonces seremos un desastre juntos. —Pasó su brazo por el de él y le hizo una seña al piloto para que la siguiese con sus maletas hasta el coche, un Cadillac azul oscuro llamativo en tamaño pero discreto como el propio Amos—. No he sido capaz de convencer a mi familia para que viniera conmigo, como puedes ver —comentó—, pero llegarán mañana hacia mediodía. También viene mi madre. Explícame los planes que has hecho.
Colgada de su brazo se sentía ligera como un duendecillo: una doncella sacrificial inconsciente de su destino.
—El funeral tendrá lugar a las once de la mañana del lunes, con el entierro a las tres. Las horas de velatorio se han fijado provisionalmente el sábado por la mañana de diez a doce y de cinco a siete, si ese horario te parece correcto.
—Son ideales —confirmó Rachel—. Nos permite a todos recuperarnos un poco. ¿Algo más?
Él citó otros detalles que debía someter a su aprobación. Había dado el visto bueno para que preparasen el entierro en la parcela contigua a la de Ollie, puesto que Mary no quería que la incineraran. Y, por no cargar a Sassie y a Henry, que estaban terriblemente afectados, había alquilado la sala de la iglesia para la recepción después del funeral. No tenía sentido tener a cientos de personas merodeando por la casa y tirando comida por todas partes. Dejaría que las Auxiliares Femeninas de la Primera Iglesia Metodista se ocuparan de ello. En cualquier caso, un montón de personas pasarían por Houston Avenue para dar el pésame.
—Parece que has pensado en todo —reconoció Rachel—. ¿Qué me queda por hacer?
—Tendrás que escoger el vestido de Mary y decidir el féretro y las flores de la familia. He preparado una carpeta con mis notas y los números de teléfono y los nombres del personal con el que debes contactar. Esperan tu llamada. Hoy también tendrás que revisar el obituario en caso de que quieras añadir algo. Mary lo redactó en persona y lo incorporó entre sus documentos legales. La funeraria lo necesita para las cuatro de la tarde.
Rachel se paró en seco.
—¿La tía Mary ya había escrito su propio obituario? ¿Sabía que estaba mal de salud?
—Bueno…, como he dicho, a mí nunca me mencionó los problemas de corazón. En cuanto al obituario —intentó esbozar una sonrisa—, es mi experiencia profesional que a las damas sureñas de cierta edad, mucho antes del momento de su muerte, les gusta redactar sus propias historias para que salgan impresas, es mejor que dejar la tarea a los familiares. En el caso de Mary, creo que quería que el suyo fuera sencillo y directo. Sin adornos.
—¿Cuánto hace que lo escribió?
—Lo siento, pero no sé la fecha.
—Entonces lo dejaré tal como está, aunque me sorprende que tía Mary se hubiera preocupado de eso.
Habían llegado al coche. El piloto los alcanzó y cargó el equipaje en el maletero.
—Bueno, señorita Toliver —empezó, extendiendo la mano cuando hubo terminado—, ha sido un placer conocerla.
Rachel estrechó la mano como si no supiera muy bien qué hacer con ella.
—¿Qué quiere decir, Ben? ¿Adónde va?
—¿Cómo, no lo sabe? Mi contrato finaliza con este último vuelo. Se supone que hoy debería haber llevado a la señora DuMont a Lubbock, pero…, en su lugar la he traído a usted aquí. Este es mi último viaje para Granjas Toliver.
—¿Quién le ha dicho eso?
—La señora DuMont.
—¿Tuvieron algún tipo de desacuerdo?
—No, señora. Simplemente me dijo que ya no necesitaría de mis servicios. Las malas lenguas dicen que ha vendido el avión.
—¿Vendido? —Rachel se volvió hacia Amos—. ¿Tú sabes algo de esto?
Él se encogió de hombros y adoptó una apariencia inocente, pero sintió que la sangre le abandonaba la cara.
—Nunca me dijo nada de deshacerse del avión.
Rachel se volvió de nuevo hacia el piloto.
—Ben, no sé qué decir, pero llegaré hasta el fondo de esto. Debe de haber algún error.
—Bueno, en ese caso, tiene mi tarjeta y ya sabe cómo ponerse en contacto conmigo —replicó Ben.
Rachel se quedó mirando al piloto que se alejaba, y parecía perpleja.
—¿Sabes? —musitó—, este es el segundo incidente que me hace pensar que está ocurriendo con la empresa algo de lo que no he sido informada. Ayer un representante de una empresa textil a la que hemos suministrado durante años me comunicó que no iban a renovar el contrato. —Se volvió inquisitiva hacia Amos—. ¿Crees que la tía Mary sabía que le quedaba poco tiempo de vida y estaba realizando algunos cambios antes de su muerte? ¿Supones que esa era la razón para que quisiera venir a verme?
Amos revolvió distraídamente en los bolsillos como si estuviera buscando las llaves, aparentando alivio al encontrarlas.
—Sabes que tu tía abuela no acostumbraba a compartir confidencias —respondió evasivo—. Estoy seguro de que muy pronto se hará la luz. Lo que me recuerda, Rachel que… ¿crees que después del funeral, tu familia y tú os podríais reunir conmigo en mi oficina hacia las cinco de la tarde para la lectura del testamento?
—Estoy segura de que les irá bien. Quieren pasar por todo esto lo antes posible de manera que puedan regresar a Kermit a la mañana siguiente. Yo me quedaré, por supuesto. He dejado a mi capataz a cargo en Lubbock, así podré llevar las cosas durante algún tiempo desde el despacho de la tía Mary. Una lástima que Addie Cameron se retirase cuando lo hizo. Me habría sido de gran ayuda.
—Desde luego… —murmuró Amos, prestando atención a la maniobra del coche para salir al asfalto. Había sido otra pista a la que debería haber prestado atención, el retiro reciente e inesperado de la fiel asistente de Mary después de trabajar veinte años como su mano derecha. Ahora vivía, y sin lugar a dudas con una buena compensación, cerca de la familia de su hijo en Springfield, Colorado. Sería un milagro si Rachel no se enteraba de la venta de las propiedades antes del funeral y solo Dios sabía cuál podía ser su reacción. Esta mañana había hablado por teléfono con los abogados de Mary en Dallas para preguntar cuánto tiempo más se iba a evitar que la noticia de la venta llegase al mundo de los negocios. No demasiado, le habían advertido, en cuanto los medios se hiciesen eco de la muerte de Mary.
Cuando se detuvo delante de la mansión de los Toliver, Henry salió a recibirlos con un brazalete negro y cargó con las maletas de Rachel.
—A partir de aquí puedo seguir sola, Amos —comentó, con la carpeta bajo el brazo—. Vete a casa y descansa un poco. Perdona que te lo diga, pero parece que lo necesitas.
—Sí… sí, lo haré. Una pequeña advertencia antes de irme, Rachel. Te sugiero que te niegues a hablar con los periodistas hasta después del funeral…, como una cuestión de decoro. Estoy seguro de que es lo que hubiera deseado Mary.
—Buen consejo. —Se inclinó y lo besó en la mejilla—. Duerme un poco y vuelve para cenar. También invitaré a Percy y a Matt. Estoy segura de que querrán acompañarnos.
A través del retrovisor, mientras ponía en marcha el coche, Amos observó cómo Rachel subía los escalones de la galería, la espalda recta y la cabeza erguida, como si ya sintiese el peso de la corona. Suspiró profundamente, su pena cortando su interior como un cuchillo, y volvió a rezar: «Dios Santo, ayúdanos a todos».
Como había ocurrido siempre que Rachel estaba en casa, Sassie abrió la puerta principal cuando llegó a la galería y la rodeó con un abrazo de oso, su suave rostro oscuro, entrañable en los momentos difíciles con su pelo lleno de rizos grises y enrevesados, arrugado a causa de las lágrimas.
—¡Ay, señorita Rachel, gracias a Dios que está aquí! —exclamó.
Su olor limpio formaba parte de Houston Avenue tanto como el aroma de la madreselva que crecía por encima de la valla del patio trasero.
—Ocurrió justo allí —comentó cuando se separaron, y señaló hacia una zona en la que dos sillas de brazos amplios habían sido alejadas de una mesa—. Se derrumbó justo allí. Nunca debería haberla dejado sola, sobre todo al verla actuar de forma tan extraña. Sabía que no era ella.
Rachel se acercó al lugar.
—¿De qué forma actuaba, Sassie?
—Estaba bebiendo, señorita Rachel, y usted ya sabe que su tía no bebía nada más fuerte que una limonada, ni siquiera durante las Navidades, cuando un poco de ponche de huevo no le hace mal a nadie. Pero llegó de la ciudad hacia la hora de almorzar y se sentó ahí con todo el calor, justo donde se encuentra usted ahora, y me hizo traerle una botella de champán.
Rachel frunció el ceño. Eso era extraño, la tía Mary bebiendo alcohol, y mucho menos a mediodía, en la galería, durante el mes más cálido del verano.
—Quizás estuviera celebrando algo.
—Bueno, si lo estaba haciendo, no sé qué podía ser. Además, esa no era la forma en que la señorita Mary celebraba nada. Pero eso no es lo único. Antes había dicho que Henry subiera al desván a buscar el viejo baúl del ejército del señor Ollie y abriera la tapa. Eso musitaba cuando la encontré. «Tengo que subir al desván… Tengo que subir al desván». Me figuré que hablaba el alcohol, aunque parecía bastante sobria cuando gritó su nombre, señorita Rachel.
—Eso es lo que me ha dicho Amos —replicó Rachel, a la que le escocían los ojos—. ¿Dijo la tía Mary lo que buscaba en el baúl?
Sassie se abanicó con la falda del delantal.
—Ya sabe que la señorita Mary era muy reservada cuando se trataba de sus asuntos. No, no nos dijo nada. Pregunté si Henry podía cogerlo por ella y estuvo a punto de darle un ataque. Dijo que era la única que sabía lo que buscaba.
Rachel pensó durante un momento.
—Creo que la tía Mary estaba muy enferma y sabía que se estaba muriendo, Sassie. Por eso fue a Dallas sin decir nada a nadie. Creo que fue a visitar a un médico. Hizo que Henry abriera el baúl para sacar algo, sospecho que un objeto personal, que no quería que se encontrara después de su muerte.
Sassie parecía un poco aliviada.
—Bueno, a la luz de todo lo demás que ha ocurrido por aquí, eso tiene sentido.
Rachel la cogió del brazo.
—Entremos y me explicas el resto mientras nos tomamos un té helado.
Cuando estaban sentadas a la mesa de la cocina con dos vasos de té dulce y helado entre ellas, Sassie dijo:
—Debería haber sabido que algo iba mal cuando la señorita Mary se fue del pueblo durante tanto tiempo sin decirle nada al señor Percy. El señor Amos también se sintió herido.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
—Casi cuatro semanas.
Rachel sorbió el té.
—¿Qué más ha ocurrido por aquí que confirme mis sospechas?
Sassie resopló.
—Dejó que la señorita Addie se fuera con muy poco tiempo de aviso. Eso me debería haber dicho algo, y después estaba el tema de sus perlas, las que llevaba siempre que vestía con elegancia.
—¿Qué les pasa?
—Ella salió de aquí con ellas puestas, pero Henry dice que no las llevaba cuando salió de la oficina del señor Amos.
—Se las debió de dejar a él —sugirió Rachel—. ¿Sabías que iba a ir a verme hoy?
—Sí, eso lo sé, pero a medias. Me lo dijo justo antes de irse al despacho del señor Amos. Encontré su bolso de viaje empaquetado cuando subí el monedero a su habitación después de llegar la ambulancia. Pero no estaba al corriente.
—Yo tampoco.
Sonó el timbre de la puerta.
—¡Ay, Señor!, aquí llega el primero de la comida. Bueno, nos será útil con todas las bocas que van a venir para que les demos de comer.
El cocinero entró con tranquilidad, y Rachel murmuró sobre la serie de indicios que señalaban que la tía Mary era consciente de su cercana muerte. El propio champán era una prueba definitiva. La tía Mary le había dicho una vez: «El alcohol es para mí un pasaporte hacia lugares que no quiero visitar. Algún día, cuando sea más vieja y canosa de lo que soy ahora… cuando no quede tiempo… es posible que regrese».
Y las perlas desaparecidas era otra señal. Las perlas iban a ser para ella. Era muy posible que la tía Mary se las dejase a Amos, antes que guardarlas en la caja fuerte, quizá para que se las entregara a ella tras la lectura del testamento como otra prenda de su última despedida. Pero, si así fuera, ¿por qué Amos no se había dado cuenta de que algo iba mal?
Se levantó cansinamente de la mesa, demasiado agotada mentalmente para analizarlo todo. «Estoy seguro de que muy pronto se hará la luz», había dicho Amos. Sassie regresó y ella la informó de sus disposiciones y de que su familia pensaba llegar al día siguiente.
—Voy a subir y a elegir un traje formal antes de deshacer las maletas. Después empezaré con las llamadas de la lista de Amos. Me ha dado los nombres de una pareja para que te ayuden a Henry y a ti, Sassie. Son los primeros a los que voy a llamar.
—No se preocupe por mí, dulzura. Prefiero moverme y hacer algo, en vez de descansar y pensar.
En el piso de arriba, Rachel encontró a oscuras las habitaciones de su tía abuela, las contraventanas cerradas y las cortinas corridas. Ningún fantasma se abalanzó sobre ella cuando abrió la puerta cerrada que le recordó los secretos ocultos que su tía abuela se había llevado a la tumba. La habitación le transmitía una gran frialdad a pesar de los toques tan cálidamente personales de la tía Mary. Un salto de cama rosa que se solía poner para dormir la siesta después de comer yacía atravesado en una silla, y un par de zapatillas a juego asomaban por debajo de la cama como los ojos de un cachorro abandonado. Una retahíla de retratos de familia, entre ellos muchos de Rachel, reinaba desde la repisa de la chimenea, y un juego de tocador en plata muy ornamentado, regalo de bodas del tío Ollie, brillaba desde el tocador. A su lado se encontraba el bolso de viaje que tía Mary había empaquetado para su último viaje a Lubbock.
Rachel había estado muy pocas veces en esa habitación y, en cualquier caso, no había entrado más que unos pocos pasos. La tía Mary y ella pasaban el tiempo juntas en la biblioteca, en su despacho o en el protegido porche trasero. Pero una vez, hacía mucho tiempo, la puerta había quedado abierta y le había llamado la atención una imagen entre las fotografías enmarcadas. La había robado y la había inspeccionado. El sujeto era un chico adolescente de cabello oscuro. Al principio había pensado que se trataba de su padre, pero un estudio más atento reveló que no lo era. Sus rasgos Toliver resaltaban demasiado y existía cierta fuerza de carácter en aquel joven mentón que su padre no poseía. Rachel había dado la vuelta al retrato. «Matthew con dieciséis años», había escrito la tía Mary con su característica letra. «Julio de 1937. El amor de su padre y mi vida». Unos pocos meses después, el chico estaba muerto. Instintivamente supo en ese momento que la tía Mary no había vuelto a ser la misma. ¿Qué otra cosa podría provocar ese ligero halo de tristeza que parecía que siempre la rodeaba?
Buscó el retrato ahora, pero había desaparecido. Otro misterio. Verde, pensó, mientras se acercaba a las puertas especulares del vestidor. «El tío Ollie habría escogido el verde». Eligió un vestido de líneas sencillas y tela lujosa, que había sido uno de los preferidos de la tía Mary, deteniéndose antes de abandonar la habitación para empujar bajo la cama las zapatillas de ojos saltones y hacer que quedasen fuera de la vista.
Tras deshacer las maletas, Rachel se instaló abatida detrás del escritorio de la tía abuela en su oficina para empezar la ronda de llamadas utilizando una línea privada. Al otro lado de la puerta cerrada, el teléfono de la casa sonaba constantemente y Sassie y Henry se turnaban para tomar nota de los mensajes. Había dejado claro que no se la podía molestar para responder a preguntas de la prensa. Superado buena parte del listado, Henry asomó la cabeza desde el vestíbulo.
—Señorita Rachel, esta la querrá contestar. Línea dos.
—¿Quién es, Henry?
—Matt Warwick.
Rachel levantó inmediatamente el auricular.
—¡Matt Warwick! —exclamó, sintiendo una oleada de placer—. Ha pasado mucho tiempo.
—Demasiado —contestó Matt—. Me gustaría que no tuviéramos que vernos siempre por este tipo de motivos. ¿Sigues teniendo mi pañuelo?
Rachel sonrió. Así que recordaba la última vez que se vieron. Se quedó mirando el pañuelo que llevaba consigo para no olvidar devolvérselo.
—Ahora mismo lo estoy mirando —respondió—. Tenía la esperanza de devolvértelo en persona hace mucho tiempo.
—Resulta curioso que no hayamos tenido la oportunidad. Cualquiera diría que existe algún tipo de conspiración divina para mantenernos alejados. ¿Por qué no nos ocupamos de ello ahora mismo? El abuelo se acaba de quedar dormido después de pasar la mayor parte de la noche en vela y yo estoy a tu servicio. ¿Quizá te pueda llevar a alguna parte? ¿O calentar algunas cazuelas mientras tú descansas?
Parecía como si le hubieran colocado un brazo sobre los hombros, fuerte y consolador, el mismo brazo que había estado disponible cuando murió el tío Ollie. Ella no lo había olvidado. Miró las notas que había tomado de la conversación con el director de la funeraria.
—¿Qué te parece si me llevas a la funeraria para…, ver a la tía Mary? El forense ya ha entregado el cuerpo y están esperando el vestido para amortajarla.
—Será todo un privilegio —contestó él, suavizando la voz—. ¿Qué tal si comemos algo antes?
—Me encantaría. ¿Dentro de treinta minutos?
Apretó el botón del intercomunicador para decirle a Sassie que iba a salir de casa un rato y que no se preocupara de prepararle la comida. Después sacó el maquillaje para reparar los estragos de una noche sin dormir y las ojeras de tanto llorar, consciente de un cosquilleo familiar de anticipación. Habían pasado doce años desde que había sentido ese revoloteo en particular. El fúnebre viaje a Howbutker con su padre en junio de 1973 para asistir al funeral del tío Ollie había tenido una parte brillante para ella: había vuelto a ver a Matt Warwick. En aquella ocasión, el objeto de sus distantes anhelos había cumplido completamente sus expectativas. Era guapísimo, maduro y seguro de sí mismo, de trato tan fácil como recordaba, pero decepcionantemente frío con ella. La razón no había saltado a la luz hasta la recepción, cuando él la encontró llorando a lágrima tendida en el cenador, mientras todos los demás comían y bebían dentro de la casa.
—Ten —le dijo de una forma no demasiado amable, y le entregó un pañuelo—. Parece que puedes necesitar otro de estos.
—Gracias —respondió ella agradecida, y se cubrió el rostro, avergonzada por que la hubiera encontrado en semejante situación.
—Me parece que te pasa algo más que una gran pena por tu tío Ollie —señaló Matt.
Su rostro se había alzado rápidamente del pañuelo y se lo había quedado mirando con ojos enrojecidos. ¿Cómo lo sabía? Fue en ese momento cuando descubrió que buena parte de la pena era culpabilidad, y ese día en el cenador sentía mucha: culpa por el trato al tío Ollie, culpa por romper la promesa hecha a su madre. Aquella mañana le había dado la noticia de que se quedaría en Howbutker.
—No sé si podré perdonarte por esto, Rachel.
—Mamá, por favor, intenta comprenderlo. Ahora la tía Mary está completamente sola. Me necesita aquí.
—Ambas sabemos por qué, ¿verdad?
—Todo irá bien, mamá.
—No, no es verdad. Nunca volverá a ir bien.
Matt se había sentado a su lado en el balancín, con expresión indiferente.
—¿Toda esta angustia tiene que ver con que has eliminado a los DuMont de tu carnet de baile durante los últimos tres años? Vivían para tus visitas durante el verano, ¿sabes?, y los dejaste tristes y perplejos. Les rompiste el corazón, en especial al señor Ollie. Te adoraba.
Había jadeado aturdida, de nuevo inundada por las lágrimas.
—¡Ay, Matt, no tenía elección!
Y para su completa sorpresa, porque no podía soportar que él también estuviera enfadado con ella, le contó toda la historia entre sollozos. Reveló los secretos de la familia relacionados con la promesa a su madre y describió su dolor por estar separada de la tía Mary y del tío Ollie, y por tener que abandonar su huerto y su sueño de convertirse en granjera. Y ahora, para empeorar las cosas, el tío Ollie había muerto sin saber lo mucho que ella lo quería.
En algún momento de todo aquel balbuceo, había acabado con su cabeza sobre el hombro de Matt y el brazo de él alrededor de sus hombros, el pañuelo empapado así como la solapa de su americana azul marino.
Cuando finalmente las lágrimas se convirtieron en hipo, él le dijo:
—Tu tío Ollie era un hombre muy sabio y comprensivo. Me apuesto algo a que ahora mismo está sentado a la orilla del Cielo diciéndose a sí mismo: «Mon Dieu! Ya sabía yo que debía de ser algo así lo que alejó a Rachel de nosotros».
Ella lo miró, con los ojos enrojecidos.
—¿Eso crees?
—Apostaría por ello.
—¿Ganas tus apuestas?
—Casi siempre —respondió.
—¿Cómo lo haces?
—Solo apuesto sobre seguro.