Capítulo 10

A la mañana siguiente, Mary estuvo lista con el primer aviso para desayunar a las seis. Había pasado una noche horrible. No había dejado de revolverse, soñando que estaba condenada a viajar en el Southern Pacific para siempre, alcanzando a vislumbrar a lo lejos las tierras de Howbutker solo a través de su ventanilla pullman, mientras el tren pasaba pitando sin parar en la estación. Se despertó temblando, el corazón latiéndole con fuerza en el aire bochornoso y cargado del compartimento. Tan pronto como se dormía de nuevo, la escena de la pesadilla volvía de nuevo, esta vez con Lucy Gentry sonriendo y saludando con la mano desde el andén de la estación, mientras el tren pasaba de largo a toda velocidad.

Un gran desayuno y tres tazas de té, cosa inusual para ella, hicieron desaparecer el regusto de la noche anterior, y Mary volvió a su compartimento para esperar el último tramo hasta Howbutker. No se pondría el sombrero hasta que viera las blancas afueras de Hollows, la población creada por los Warwick donde vivían los trabajadores en elegantes casas de madera de pino, con grandes terrazas que las rodeaban, vallas de estacas y calles empedradas. Solo entonces sabría que el largo viaje pronto iba a terminar.

No había regresado a casa desde que Miles la despidiera en la estación de tren el agosto anterior. Se había mostrado incómodo cuando ella le había mencionado que quería volver por Navidad.

—Espera que te mande a buscar, Mary. En caso de que no vaya bien que vuelvas a casa, intenta organizarte para pasar las vacaciones con alguna amiga.

—Pero Miles, la Navidad…

Avergonzado, él le había dado un torpe abrazo.

—Mary, mamá está bastante mal. Lo viste tú misma cuando no se quiso despedir de ti cuando te marchaste. La única forma de ayudar es que te marches y…, que no vuelvas hasta que se ponga bien. Lo siento, pero es así.

Un terror extraño le había recorrido todo el cuerpo. Había rodeado con los brazos a su hermano por la cintura y le había pedido, en una vocecilla suplicante:

—Miles, mamá no me odia, ¿verdad? —Miles le respondió con su silencio—. Miles, no…

—¡Chitón, no te partas en dos ahora! Estropearás tu cara bonita. Intenta aprovechar al máximo este año. Haz que estemos orgullosos de ti.

—La he perdido de verdad, ¿a que sí? —Asolada, le rogaba con la mirada que la contradijera.

—Ya te acostumbrarás, Mary. Te acostumbrarás a todo lo que pierdas a lo largo de tu vida, porque te importa solamente la única cosa que no te abandonará. —En su boca se dibujó una mueca de tristeza—. ¿Traicionarte? Tal vez. Decepcionarte, chuparte hasta el último centavo… seguro, pero nunca te abandonará. En cierta manera, tienes más suerte que ninguno de nosotros. Y desde luego tienes más suerte que mamá.

—Podría perder Somerset —le recordó ella—. Si no se hacen los pagos de las hipotecas, también podría perder la plantación.

Miles, juguetón, le tocó la punta de la nariz y se deshizo de su abrazo.

—¿Ves como el dolor de una pérdida se olvida cuando te das cuenta que puedes perder otra cosa que es aún más importante para ti? —dijo, medio bromeando, hiriéndola con su sonrisa de extraño. Una vez ella se hubo sentado junto a su ventanilla y se hubo despedido con un rápido gesto de la mano, él se dio la vuelta y se marchó antes incluso de que el tren saliera de la estación.

Ella había ido con Amanda a Charleston en las vacaciones de Navidad, momento en el que su apuesto y moreno hermano mayor, Richard, le había dado su primer beso en los labios. Ocurrió bajo el muérdago. La había cogido de la barbilla para conseguir su propósito, y ella se había sorprendido a sí misma dando un paso atrás. Tras un momento, se había encontrado respondiendo a la presión de su boca y abrazando su cuerpo varonil.

—¡Ay! —había dicho sin aliento cuando se separaron, asombrada y avergonzada de sí misma, más por el brillo en los ojos de Richard y su sonrisita de complicidad. Parecía estar diciendo que había descubierto un filón sin explotar que pretendía extraer para sí mismo. Inmediatamente, ella se había puesto a la defensiva. Se había alejado de la zona de peligro de verdor que tenían sobre sus cabezas—. No deberías haber hecho eso.

—Creo que no me podría haber resistido —le había contestado él—. Eres muy hermosa. Ese tiene que ser un motivo válido para que me perdones.

—Solo si me prometes que nunca más volverá a pasar.

—Me temo que nunca hago una promesa que luego no pueda cumplir.

Ella había permitido que él la cogiera de la mano para llevarla al comedor pero la experiencia la había agitado. De forma instintiva, se había dado cuenta de que debía mantener este nuevo descubrimiento de sí misma sellado a los hombres, que podían usarlo contra ella. «No dejaré que me bese de nuevo», se había jurado a sí misma, un juramento que ella tampoco había podido mantener.

Mary apartó de su mente los pensamientos sobre la pasión que habían compartido. A través de los pinos, alcanzó a ver por primera vez el blanco brillante de Hollows. Casi ni se había dado cuenta de que había muchas más casas, aunque el tren había empezado a aminorar la velocidad, pitando, al bordear su periferia. Vio al pasar un moderno edificio con un cartel que decía: «COMPAÑÍA MADERERA WARWICK», recién pintado con letras llamativas. Recordó que Miles le había escrito contándole que habían expandido las instalaciones de la compañía y que habían construido un nuevo complejo de oficinas sobre un terreno con jardines. Casi ni se dio cuenta de lo que estaba viendo. Tenía otras cosas en la cabeza.

Se suponía que Miles la recogería en la estación, pero no había recibido respuesta a una nota que le había escrito hacía meses para avisarle de la fecha y hora de su llegada. En los días que siguieron, ella se había preocupado sobre cómo conseguiría el dinero para el billete si Miles no le enviaba lo que necesitaba. Finalmente, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, había mandado a Miles un telegrama que tendría que recoger, una extravagancia que no entraba en el presupuesto de los Toliver, suplicándole que le diera lo que necesitaba urgentemente. En menos de una semana, él le había enviado la cantidad correcta, sin añadir mensaje alguno. Ofendida, había considerado que el hecho de que su hermano no le escribiera un par de líneas de bienvenida a casa era imperdonable y grosero, y se había mostrado inquieta sobre la recepción que se encontraría.

El tren empezó a pitar de nuevo, y Mary con el corazón latiéndole de forma incontrolable, se ajustó el sombrero en el pequeño espejo que había en el baño. Estaba tan anticuado como el resto de su ropa, pero no tanto como la de Lucy. Los estilos y formas de la ropa de mujer parecían cambiar de una temporada a otra y solo había añadido un par de cosas a su vestuario desde que su padre había muerto.

Aparentemente, los reveses fiscales de los Toliver eran bien conocidos en Howbutker. Poco tiempo después de llegar a Bellington, Abel DuMont había escrito preguntando si Mary estaría dispuesta a llevar su ropa para promocionar los Grandes Almacenes DuMont. «Tu figura y porte son perfectos para el nuevo estilo de ropa de mujer —le había explicado—, y no hay palabras para explicar el favor que nos harías si decidieras hacer de modelo de nuestra línea. Por descontado, te quedarías con todas las prendas de ropa y los accesorios, como una pequeña muestra de mi agradecimiento».

Mary había pasado la mano por encima de las exquisitas prendas de ropa que le habían enviado por correo junto con la carta; después, reticente, había devuelto el envío. «Muchísimas gracias por su amable propuesta —había escrito—, pero tanto usted como yo sabemos que su ropa no necesita promoción alguna aquí en Bellington Hall, donde se sabe de moda. Todo el mundo conoce su establecimiento y la belleza y calidad de sus productos. No obstante, esté seguro de que, mientras mi fortuna me lo permita, jamás compraré mi ropa en ningún otro sitio que no sea los Grandes Almacenes DuMont».

Le había causado un gran dolor rechazar la amabilidad de Abel, pero estaba segura de que él entendería que ella veía el gesto como un incumplimiento de los acuerdos que las familias habían seguido al pie de la letra desde la fundación de Howbutker. Mirándose la cara en el espejo, se preguntó si habría cambiado en el año que había estado fuera. Richard le había comentado la perfecta simetría de sus rasgos. Con su dedo índice, la última noche que habían pasado juntos, le había dibujado una línea desde la raya del pelo hasta el hoyuelo que tenía en el mentón.

—Todo lo que hay en este lado —le había besado la mejilla izquierda— es simétrico a lo que hay aquí… —Y le había besado la derecha. Después, sujetándole la cara con ambas manos, la había llevado hacia sí para darle un beso en la boca, pero ella se había puesto tensa y se había echado hacia atrás.

—No, Richard.

El disgusto se reflejó en sus hermosos ojos negros.

—¿Por qué no?

—Porque no tiene sentido, por eso.

—¿Qué es lo que no tiene sentido? —le había preguntado él frunciendo el ceño.

—Ya lo sabes. Te lo he dicho muchas veces.

—¿Somerset? —Aquel nombre pareció dejarle mal sabor de boca, como si fuera algo rancio—. Pensé que te estaba alejando de ese rival.

—Te equivocabas. Lo siento, Richard.

—No tanto como me temo que lo vas a sentir tú algún día, querida.

El tren al fin paró. Mary se bajó y respiró profundamente el aire caliente y bochornoso de su pueblo natal, buscando a Miles en el andén. Era sábado, y había bullicio en la estación. Saludó con una inclinación de cabeza al jefe de la estación y a varios granjeros y vecinos del pueblo que conocía, incluida la madre de una antigua compañera de clase. ¿Solo había pasado un año desde que había saludado a la mujer, que llevaba puesto el mismo sombrero que cuando esperaba para embarcarse en su viaje anual a California para visitar a su hija? Ella misma había esperado allí a Miles en su vuelta de Princeton, porque su padre había estado enfermo y su madre lo estaba cuidando. Aún así, cuando habían llegado a casa, todo había estado listo para su regreso al hogar, con la mesa puesta, el champán fresco y la casa vibrante con los arreglos de flores primaverales. En menos de un mes, su padre murió, y sus vidas ya nunca volvieron a ser iguales.

—Buenos días, señora Draper —había dicho—. Me imagino que se va como cada mes de junio a ver a Sylvie. —«¿Dónde se habrá metido Miles?», pensó mientras hablaba.

Con manos enguantadas, la señora Draper se tocó el camafeo que llevaba sobre su camisa de cuello alto, en un gesto de sorpresa recatada. Mary siempre había pensado que sus pretensiones eran una manera de proyectar una imagen de buena educación.

—¡Qué alegría!, pero si es Mary Toliver. Supongo que acabas de volver de esa escuela a la que te mandaron. No te habría reconocido nunca, de lo mucho que has cambiado. Te has hecho más mayor; me imagino que es la mejor manera de describirlo.

Mary sonrió levemente.

—Como todo el mundo —dijo—. Sin embargo usted no ha cambiado nada, y estoy segura de que Sylvie tampoco.

—Eres muy amable.

Tras su sonrisa tonta, Mary podía ver claramente lo que la mujer estaba pensando, ya que una vez la había oído decírselo a una tendera. Su Sylvie y la engreída de Mary Toliver nunca se habían llevado todo lo bien que cabría esperar, habiendo crecido juntas y todo eso, y su Andrew se ganaba muy bien la vida con su tienda de sillas de montar y botas. No tenía nada de malo ganarse la vida con una tienda. ¿No era lo mismo que hacía Abel DuMont cada día, pero a mayor escala? No, la arrogancia de Mary le venía por ser una terrateniente Toliver. Todo el mundo sabía que los Toliver se creían más que nadie en el pueblo, a excepción de los Warwick y los DuMont. Daba igual que las personas que ellos consideraban inferiores pudieran pagarse las facturas, mientras que los Toliver no pudieran hacerlo.

Mary adivinó todo esto mientras seguía buscando impacientemente a Miles con la mirada, y pasaron un par de segundos antes de que se diera cuenta de las implicaciones del comentario de la señora Draper, que seguía hablando.

—… y todos nos quedamos horrorizados cuando nos enteramos. ¡Pobre! Si hay algo que nosotros podamos hacer… imagínate. Darla Toliver en esa situación desesperada.

Mary volvió a centrar su atención en la señora Draper.

—¿Perdone? ¿En esa situación desesperada? ¿De qué está hablando?

De nuevo la señora Draper volvió a toquetearse su cama feo.

—¡Oh, Dios mío! —dijo, la alegría visible tras el horror reflejado en sus ojos—. ¿Quieres decir que no lo sabes? Pobre chica. Creo que he hablado demasiado. —Mostró aún más alegría cuando vio que cierta persona se acercaba a Mary por detrás.

«Miles», pensó Mary aliviada en su desespero.

—Vaya, hola, Percy —canturreó la señora Draper—. ¡Me has pillado dándole la bienvenida a casa a Mary!